Nunca me olvidaré de un hermoso episodio, contado por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira con todo detalle, que le ocurrió a una familia muy distinguida, de buena tradición y fortuna, perteneciente a la aristocracia de São Paulo, en la época en que él era pequeño. Había un matrimonio que no podía tener hijos. Sin embargo, ambos lo lamentaban y querían adoptar a un niño a la altura de su condición, que pudiera dar continuidad a su nombre.
Un día recibieron en su casa la visita de una mujer que llevaba una niña en brazos. Esta pobre madre les contó su historia entre las lágrimas, diciéndoles que estaba atravesando dificultades familiares y económicas, y que no tenía medios para educar a la bebé. Sabiendo que la pareja deseaba tener descendencia, les ofrecía a su hija para que la criaran.
Los dos esposos se miraron entre sí…, se entendieron por intuición y decidieron rechazar la oferta, porque no sentían seguridad en ese caso. Pero la madre angustiada, queriendo salvar a la niña, le destapó un poco un pie e insistió:
—Además, nació con un defecto: tiene un pie torcido. Ni siquiera tengo recursos para pagar una consulta médica, y va a crecer así…
Entonces la señora de la casa se compadeció, miró a su marido por segunda vez y exclamó:
—¡Pobrecita! ¿La cuidamos?
A lo que él le respondió:
—Bueno, si quieres, yo estoy de acuerdo.
Y se quedaron con la niña. Creció recibiendo una muy buena educación; sus padres adoptivos le trataron el pie y le instruyeron cómo andar, de modo que caminaba con un pequeño defecto, pero que la hacía elegante. Más tarde, le consiguieron un óptimo matrimonio, la declararon heredera de todos sus bienes y se proyectó en la sociedad paulista, dando sucesión al nombre de esa familia.
Es necesario rectificar el concepto de autoridad
Debido a un tipo de mentalidad revolucionaria, nuestra generación tiene dificultades para comprender la misericordia
Para cierto tipo de mentalidad revolucionaria, este hecho puede resultar chocante. En efecto, en el trato con el mundo, en la escuela e incluso en la propia familia, se le inculca a nuestra generación el pánico en relación con cualquier autoridad, creando una enorme dificultad para comprender la misericordia. Por ejemplo, cuando un niño yerra, la reacción temperamental de quienes son superiores a él, en general, es la de quejarse y querer castigarlo.
Ahora bien, el joven crece así con un trauma psicológico y una tremenda inseguridad, hasta el punto de que si comete una falta, se desanima fácilmente y cae en el pesimismo, pensando que su vida ya no tiene solución. Porque la idea que está anidada en su alma es que Dios, siendo infinitamente más que aquellos que lo educaron, también lo pisoteará, lo aniquilará y lo destrozará si encuentra alguna culpa en él. ¡Y no es verdad! Un alma así formada no ha llegado a conocer quién es Nuestro Señor Jesucristo.
Por eso, el Dr. Plinio solía tomar como ejemplo la historia de aquella niña, para convencer a la gente de la benevolencia del Sagrado Corazón de Jesús por quien se presenta ante Él como miserable; pues fue en el reconocimiento de la madre de que su hija tenía un pie deformado, como pidiendo misericordia, que la otra mujer decidió adoptarla. Asimismo, ciertas debilidades mueven a Dios de un modo especial a acogernos como hijos suyos.
Dios se conmueve ante nuestras deficiencias, pues cuando alguien falla por flaqueza, demuestra que no tiene fuerzas y que necesita ser objeto de bondad
Entonces, es necesario reconstruir la psicología humana de forma correcta, de manera que, tratándose de una autoridad auténtica y puesta por Dios, sea normal tener plena confianza. En las personas santas, el motivo de la misericordia no se basa en la virtud o los méritos del otro, sino que parte de un «instinto» que ama porque quiere amar, y se conmueve ante las deficiencias para ayudar a arreglarlas. Cuando alguien falla por flaqueza —y no por maldad u odio a Dios, lo que ocurriría en el caso de un recalcitrante— demuestra que no tiene fuerzas y que, por tanto, ha de ser objeto de bondad.
Santo Tomás de Aquino1 plantea la cuestión de cuál es la mayor de las virtudes, y explica que en nosotros, criaturas, es la caridad, porque por ella nos unimos a Dios nuestro superior. Pero en Dios, que no tiene a nadie por encima de Él, es la misericordia.
Amor al miserable
Por cierto, el nombre misericordia proviene de la composición de dos palabras latinas: miser (miserable) y cor (corazón), por la relación existente entre éste y los sentimientos afectivos. Es decir, misericordia es amor al miserable. ¿Por qué? Precisamente a causa de su miseria.

Tal principio se aplica en particular a los que son sacerdotes. Si, antes de subir al Cielo, el Señor dejó el sacramento de la confesión como el medio instituido para reconciliar a los pecadores con Él, es importante que el que se arrodilla en el confesionario no vea al ministro, sino que considere a Jesucristo. Por eso es un deber del sacerdote, como desdoblamiento del Señor, hacer un trabajo apostólico con las almas descarriadas, para llevarlas nuevamente al redil.
Sobre todo en el caso de la generación actual, un confesor nunca debe regañarle a un penitente, sino escucharlo con calma y animarlo mucho, tratando de disipar los pensamientos que lo atormentan y producen escrúpulos. De lo contrario, podría infundir miedo hasta el punto de que la persona se aleje, por temor a declarar sus faltas.
En cierta ocasión leí un hermoso episodio que sucedió en Francia, en la época en que el protestantismo se extendía por todas partes. Un caballero, que en una discusión había sacado su espada y matado a otro, era atormentado por el remordimiento. Mientras cruzaba por un camino, vio un templo protestante, bajó del caballo y entró para desahogar su angustia con el pastor.
Éste, al escuchar el relato del homicidio, inmediatamente reaccionó indignado, alegando ser un delito tan grande que clamaba a Dios por venganza y no tenía perdón, y había que denunciarlo.
El caballero, asustado, se marchó rápidamente y desapareció en el camino. Más tarde, le llegó el eco de una campana y vio una pequeña iglesia católica. Se detuvo y le preguntó a una anciana que salía si había algún sacerdote que pudiera atenderle. Ante la respuesta afirmativa, entró, se arrodilló en el confesionario y exclamó:
—Padre, soy un asesino… ¡He matado!
Desde el interior se oyó una voz serena y paciente, que le indagaba:
—¿Cuántas veces, hijo mío?…
El hecho es elocuente en sí mismo; pero ¿cómo explicarlo? Se trata de una participación del sacerdote católico en esa fuente inagotable de perdón y bondad que es Nuestro Señor Jesucristo. Y lo afirmo por experiencia propia. Desde que me hice sacerdote y empecé a sentarme en el confesionario, a veces sucede que me asombro al darme cuenta de que no me sorprenden los mayores horrores que allí se declaran; al contrario, siento mayor amor por las almas y un enorme deseo de hacerles el bien. Entonces pienso: «Si yo reacciono así con los que se arrepienten, ¡¿cómo será la reacción de Dios, que es la Perfección?!».
Olvidar las faltas y amar con alegría
Por lo tanto, debemos salir de la confesión con la certeza absoluta de que en el momento en que el sacerdote, prestándole su laringe y su voz al Señor, dijo: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», fuimos perdonados por el propio Jesucristo, que prometió: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23).
Y no sólo nos perdona, sino que ya no se acuerda de nuestras culpas, como encontramos en ese famoso pasaje del profeta Miqueas: «¿Qué Dios hay como tú, capaz de perdonar el pecado, de pasar por alto la falta del resto de tu heredad? No conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia. Volverá a compadecerse de nosotros, destrozará nuestras culpas, arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar» (7, 18-19). O como dice el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo» (102, 8-9).

Ahora bien, si Dios no recuerda nuestros pecados, ¿por qué nos acordamos nosotros de ellos? Esto sucede porque a menudo olvidamos la felicidad que nos proporciona el llamamiento a la santidad. Como somos limitados, cuando dirigimos nuestra atención a rememorar nuestras faltas, no nos restan medios de amar lo que debemos. Pero si nos dejamos arrebatar por la excelencia de las dádivas que el Señor nos concede, entonces se desvanece el pensamiento de las miserias y desaparece toda tristeza.
Me encanta el lindísimo gesto de sor Benigna Consolata Ferrero, salesa fallecida a principios del siglo xx. Estaba escribiendo con una larga pluma de ganso, como se usaba en aquellos tiempos, y de repente, por un movimiento brusco, la pluma golpeó una imagen del Niño Jesús que estaba sobre la mesa, y la imagen cayó al suelo. La religiosa se arrodilló inmediatamente, cogió al Niño Jesús y lo besó. Luego, mirando con piedad a la imagen, dijo: «Jesús mío, si no te hubiera derribado, no te habría dado un beso».2
Nótese que ella no lloró ni se lamentó, porque conocía perfectamente la satisfacción del Señor cuando se le da la oportunidad de perdonar. Y después de ese episodio, durante el resto de su vida, comenzó a relacionarse con el Niño Jesús con una intensidad de amor que no había tenido antes.
El Sagrado Corazón se complace en curar y convertir al que es miserable y, de ese modo, obrar en nosotros algo maravilloso
Lo mismo pasa con nosotros: la mejor manera de progresar en la vida espiritual es amar. Cuanto más amamos, más alto subiremos. Y debemos comprender que, cuando tengamos la desgracia de andar mal y nos arrodillemos para golpearnos el pecho —diciendo como el leproso del Evangelio: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8, 2)—, el Sagrado Corazón de Jesús se alegrará, porque se complace en convertir a alguien que es miserable y, de este modo, obrar en nosotros algo maravilloso, que nunca se realizaría si hubiera plena fidelidad de nuestra parte.
¡Qué misterio de amor inimaginable! ¡Oh, beneficio de los «pies torcidos»! ¡Bendita sea la «pierna inutilizada», que nos proporciona el medio más fácil para subir a los pináculos de la santidad! Usando la frase de un autorizado teólogo, podemos exclamar: «Bendito el pecado, que nos reveló, como ninguna otra cosa, el entrañable amor de Dios».3
Dos caminos: desesperación o confianza
En este sentido, consideremos dos pecados que se cometieron la misma noche: Judas traiciona y Pedro niega… ¡Ah, precisamente Pedro, el apóstol que más amaba a Jesús, que había prometido no abandonar nunca al Maestro! Después de Judas, por tanto, fue el que más pecó, porque los demás huyeron, pero él lo negó formalmente, ¡y tres veces!
No obstante, Judas se desespera y Pedro obtiene el perdón. ¿Por qué? Porque supo poner sus ojos en los ojos del Señor (cf. Lc 22, 61-62).
Si Judas, tras la traición, también hubiera buscado al Señor en la cruz y, aun sin decir nada, tan sólo pidiera perdón con dolor, en el interior de su alma, Jesús hasta habría podido desprender la mano del clavo y decirle: «Hijo mío, vete, tu pecado está perdonado!».

Esto lo encontramos en las revelaciones del Señor a sor Josefa Menéndez: «No es el pecado lo que más hiere mi Corazón… Lo que más lo desgarra es que no venga a refugiarse en él después que lo han cometido. […] ¿Quién podrá comprender el dolor intenso de mi Corazón cuando vi lanzarse a la perdición eterna esa alma que había pasado tres años en la escuela de mi amor? […] ¡Ah, Judas! ¿Por qué no vienes a arrojarte a mis pies, para que te perdone? Si no te atreves a acercarte a mí por temor a los que me rodean, maltratándome con tanto furor, mírame al menos; ¡verás cuán pronto se fijan en ti mis ojos!4
También hoy hay dos tipos de pecadores: los que confían y los que desesperan. ¿Cuál de estas dos categorías imitaremos?
Los que sufren el peso de sus defectos, sepan que el Inmaculado Corazón de María gime mucho más para alcanzarles la gracia del perdón
Confiemos, pues, en esa bondad y en ese perdón. No debemos afligirnos a la vista de nuestras faltas e imperfecciones, sino considerar este punto importantísimo, que subrayo incisivamente: nuestras miserias conquistan la mirada compasiva de Nuestra Señora y la mueven a amarnos aún más. Por lo tanto, los que sufren el peso de sus defectos, sepan que el Inmaculado Corazón de María gime mucho más para alcanzarles la gracia del perdón y la extraordinaria liberalidad de Nuestro Señor Jesucristo. ◊
Fragmentos de exposiciones orales
pronunciadas entre 1992 y 2009.
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II, q. 30, a. 4.
2 Cf. Sisters of the Visitation. Sister Benigna Consolata Ferrero. Washington, DC: Georgetown Visitation Convent, 1921, p. 71.
3 Cabodevilla, José María. Discurso del Padrenuestro. Ruegos y preguntas. Madrid: BAC, 1971, p. 319.
4 Menéndez, rscj, Josefa. Un llamamiento al amor. 7.ª ed. Madrid: Religiosas del Sagrado Corazón, 1998, pp. 266; 405-406.