Por mucho que se quiera escapar de la implacable realidad de la muerte, hay en el hombre una profunda certeza de que todos vamos a morir. Tal convicción está tan arraigada en lo más hondo de la naturaleza humana que puede compararse con la evidencia de los primeros principios o la de que dos más dos son cuatro. En muchos cementerios se lee la famosa exhortación del difunto a los vivos: «Yo fui lo que tú eres y tú serás lo que yo soy».
El mundo contemporáneo, sin embargo, vive no sólo como si Dios no existiera, sino también como si la hora de la muerte nunca fuera a llegar. Más bien, una de las razones para vivir como ateo consiste precisamente en la negación de la vida ultraterrena. Si Dios no existe, todo está permitido y nada será exigido…
Para ello, el hombre trata de subvertir la finalidad de su existencia, de manera a encerrarla bajo el mantra de los apetitos, de las riquezas, de los honores, del «hacer lo que a uno le gusta»… No obstante, la vida siempre impone inexorables desafíos, dificultades, cruces, que invitan a cambiar nuestro comportamiento y a poner nuestra confianza en el Señor: «Descansa sólo en Dios, alma mía, porque Él es mi esperanza» (Sal 61, 6). No hay otra paz que la que desciende de lo alto, y no hay verdadera esperanza sino la que conduce a la eterna bienaventuranza.
Pues bien, donde no hay esperanza, hay literalmente desesperación, precisamente porque el hombre, cuando se da cuenta de su contingencia ante lo imposible —es decir, la felicidad en esta tierra—, termina rebelándose contra el orden de las cosas y contra sí mismo. En efecto, nunca ha habido tantos trastornos psicológicos en la historia de la humanidad como ahora…
Paradójicamente, la época en la que más se huye de la muerte es también aquella en donde hay un mayor número de homicidios, abortos y suicidios. Por otra parte, el siglo pasado fue el que más vidas se cobró en guerras. Si la existencia terrena ya no tiene tanto sentido, ¿qué se dirá de la vida eterna?
Hay posiciones más estoicas, como la que afirma que la vida es sólo un lugar de paso y la muerte, un viaje sin retorno. Sin embargo, estas visiones resultan ser incompletas.
Como comentan algunos autores de espiritualidad, la vida virtuosa en esta tierra ya es el Cielo principiado, es decir, se separa de la bienaventuranza solamente por un intersticio, la muerte. Después comienza un nuevo viaje, no sin antes pasar por una «aduana» llamada juicio particular. En ésta se comprueba el pasaporte del recorrido terrenal para constatar si el viajero es apto para emprender el más extraordinario de todos los itinerarios: aquel que permite visitar las pulcritudes de Dios mismo. No obstante, si se le deniega el visado, lo único que le queda por hacer es explorar los tugurios de los báratros eternos…
Parecería que todo había concluido. Sin embargo, aun estando en la gloria, el alma permanece en estado de violencia deseando recuperar el cuerpo del que es forma. Y esto, de hecho, sucederá en la resurrección final y en el Juicio universal, cuando el Señor volverá a juzgar a vivos y muertos. Los buenos serán entonces arrebatados a un lugar «por encima de los cielos» (Ef 4, 10), el Cielo empíreo, donde vivirán para siempre con Cristo, en su gloria. ◊