La tarea de narrar la historia de un fundador se asemeja al trabajo de un botánico que trata de describir el origen de un árbol centenario. Puede constatar fácilmente el sabor de sus frutos, el esplendor de sus hojas, la robustez de sus ramas, pero… ¿cómo penetrará en sus raíces? Es cierto que cuando se desata una tormenta, muchas hojas se caen, la cosecha peligra, las ramas se tambalean; sin embargo, si sus raíces son profundas, el árbol perdura. De ellas depende toda la vitalidad del conjunto.
Intentemos, pues, discurrir sobre un árbol frondoso, cuya raíz tiene la particularidad de estar dividida en siete ramificaciones. Sí, se trata de una orden con siete fundadores, que estuvieron tan unidos en vida que la Iglesia los unió también en una única celebración litúrgica.
La gran visión
Todo comenzó el 15 de agosto de 1233, en la ciudad italiana de Florencia, donde algunos devotos de la Santísima Virgen se reunieron, como de costumbre, en la Compagnia dei Laudesi, una cofradía dedicada a cantar las alabanzas de Nuestra Señora.
Después de la celebración eucarística, un piadoso cofrade llamado Bonfilio Monaldi fue arrebatado en éxtasis: vio a la Madre de Dios envuelta en esplendores, sentada en un trono magnífico y rodeada de ángeles, radiante de una belleza inimaginable, que le decía: «Dejadlo todo, hijos míos, dejad parientes, familia, bienes, disponeos a seguirme y a hacer mi voluntad en todo».1
Una vez terminada la visión, percibió que la iglesia se vaciaba, mientras otros seis cofrades —todos ellos prósperos comerciantes, como Bonfilio— permanecían arrodillados y bañados en lágrimas. Eran: Buonayunta Manettti, Maneto Dell’Antella, Amadeo Amidei, Hugo Uguccioni, Sostenes Sostegni y Alejo Falconieri. Cuando les contó a estos jóvenes hidalgos lo sucedido, cada uno de ellos confirmó que había tenido la misma visión y oído la misma llamada de la Santísima Virgen.
Los siete decidieron atender al llamamiento de la espléndida Señora. Se lo contaron al piadoso capellán de los Laudesi, que los llevó ante el obispo de Florencia, Mons. Ardengo Trotti, quien a su vez reconoció el origen sobrenatural de la comunicación.
«¡He aquí a los siervos de María!»
Tras grandes luchas encontraron una casa solitaria cercada de amplios terrenos, llamada Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia. El 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen, establecieron allí su primer eremitorio.
Todo era pobre y humilde; reinaba el silencio, interrumpido únicamente por las oraciones a Nuestra Señora. Bonfilio fue elegido superior.
Florencia se conmovió al ver a esos señores de antaño mendigando ahora por las calles: «A las ironías le seguían los elogios y la edificación del pueblo. […] Si algunos ridiculizaban aquella vida original de los siete hidalgos, la mayoría se inclinaba reverente y edificada ante tanta virtud en medio de tanta corrupción y escándalos en aquella Florencia pecadora y orgullosa».2
Villa Camarzia y otra vivienda que ocuparon en Cafaggio, a las afueras de la ciudad, se convirtieron enseguida en un foco de espiritualidad, adonde el pueblo devoto o curioso acudía en busca de los nuevos religiosos para pedirles consejo y oraciones.
Al cabo de unos meses de vida comunitaria, se produjo un hecho singular. Hugo y Sostenes estaban en Florencia mendigando. En cierto momento, unos niños empezaron a aclamarlos con voces claras y distinguidas: «¡He aquí a los siervos de María! ¡Dadles limosna a los siervos de María!».
Este episodio les valió el título que perdura hasta nuestros días: siervos de María o servitas.
Recogidos en la montaña sagrada
Poco a poco, el pequeño convento se convirtió en un concurrido centro de peregrinación, donde no faltaban las muestras de estima y veneración de los visitantes… Y los humildes eremitas allí reunidos sintieron la necesidad de huir de estas alabanzas.
Una noche, los siete soñaron con una montaña iluminada y reconocieron que se trataba del monte Senario.3 Se lo consultaron a Mons. Trotti, y éste les confirmó el mensaje celestial y les donó el terreno, pues era propiedad del obispado.
El 1 de junio de 1234, fiesta de la Ascensión del Señor, partieron hacia el lugar que sería conocido como la cuna de la Orden de los Servitas. El sitio era ideal. Allí construyeron unas celdas según el estilo camaldulense y comenzaron a vivir únicamente para Dios y su Santísima Madre.
En aquella época, el confesor de los Laudesi, el P. Iacopo de Poggobonsi, también sintió la llamada divina y, edificado por sus dirigidos, los siguió en esa vida santa.
La llegada de un sacerdote a ese paraje apartado fue providencial. Diariamente, el P. Poggobonsi celebraba misa en un pequeño oratorio. A continuación, los ermitaños se dedicaban al trabajo manual, a la lectura de la Sagrada Escritura y al estudio. Hacían ásperas penitencias, comían poco, hablaban sólo lo necesario y en voz baja, y buscaban todos los medios para alabar y servir a la Santísima Virgen.
La viña mística
Los días transcurrían en esta rutina llena de bendiciones. Los siete simplemente querían continuar en aquella vida austera, impregnada de piedad y recogimiento, sin pretensiones de recibir más compañeros. Sin embargo, Mons. Trotti no se conformaba con esa resolución y les aconsejó que aceptaran novicios.
Un milagro vino a confirmar la opinión del prelado: en el invierno de 1240, la nieve se extendía por la región como un manto, cuando una de las viñas plantadas en la ladera amaneció toda verde, cubierta de hojas y doblada por el peso de sus frutos ya maduros.
El mensaje del Cielo era claro: a semejanza de un árbol floreciente, que extiende sus raíces en la oscuridad del suelo mientras sus ramas se desarrollan a la luz del día, debían ellos, sin abandonar su vida eremítica, expandir ese núcleo inicial y dedicarse al apostolado.
Un hábito entregado por la Santísima Virgen
Después de siete años de silencio en aquel bendito monte, otro acontecimiento completó los elementos para el pleno florecimiento de la naciente familia religiosa.
Era el Viernes Santo de 1240 y los siete experimentaron un rapto místico: vieron a Nuestra Señora, resplandeciente de incomparable belleza, pero reflejando una gran tristeza en su semblante. Parecía venir del sepulcro del Señor, bañada en lágrimas, y tenía en sus manos un hábito religioso del color del luto, negro. Alrededor de la Virgen había muchos ángeles, algunos de los cuales portaban emblemas de la Pasión, otro llevaba en letras de oro las palabras Siervos de María, y un tercero ostentaba una hermosa palma.
Extasiados, oyeron que Nuestra Señora les decía: «Yo soy la Madre de Dios. He escuchado la oración que tantas veces me habéis dirigido. Os he elegido siervos míos porque bajo este nombre cultivaréis la viña de mi Hijo. Mirad el hábito que llevaréis a partir de ahora. Su color negro indica los dolores que experimenté, especialmente en este día, por la muerte de mi único Hijo divino. Seguid la regla de San Agustín para que, adornados con el glorioso título de mis siervos, podáis aseguraros como premio la palma de la vida eterna».4 Después de estas palabras, desapareció.
Quedaba así definida la misión de la orden, confirmando la interpretación dada al hecho prodigioso de la viña. En una ceremonia muy sencilla, Mons. Trotti bendijo los nuevos hábitos y revistió a los primeros siervos de María con el sagrado manto de la Virgen de los Dolores. Además, consideró oportuno conferirles la honra del sacerdocio para que pudieran ejercer un apostolado más eficaz. Sólo Alejo, por humildad, prefirió seguir siendo laico, aunque fuera muy docto.
La orden se propaga
En aquella época, Italia se encontraba en una lamentable situación moral y religiosa, y muchos eran los que, desilusionados con el mundo, buscaban refugio en la vida monástica.
Bonfilio comprendió que había que tener mucho cuidado a la hora de elegir a los candidatos que deseaban ingresar en la orden. Exigía mucha piedad y buena educación antes de revestirlos del hábito sagrado, tratándolos como a una planta que, para que dé buen fruto, primero necesita ser bien podada.
La obra se fue ramificando y las fundaciones se sucedieron: la ciudad de Siena recibió con cariño a las siervos de María en 1243, Pistoia las acogió en febrero de 1244 y poco después le tocó el turno a Arezzo. En estos lugares, el clero y el pueblo pudieron comprobar el abrasado celo por las almas que animaba a aquellos hombres.
El sello de Roma a la nueva orden
Los servitas ya se extendían por varias ciudades; sin embargo, les faltaba la aprobación de Roma.
Por entonces, el papa Inocencio IV estaba pensando reducir el número de órdenes religiosas, pues consideraba que había demasiadas. Inspirado en el Concilio de Letrán, quería que los institutos con la misma regla o fines similares se fusionaran. Su sucesor, Alejandro IV, se volvió aún más exigente en esta cuestión.
En este contexto, el P. Bonfilio le presentó la causa de los siervos de María a un cardenal que estaba de paso por Toscana. Éste tomó la orden bajo su protección y ratificó todo lo que había hecho el obispo de Florencia.
Finalmente, la aprobación definitiva llegó por medio de una carta apostólica en junio de 1256.
Bonfilio reunió al capítulo para anunciar la gracia recibida. Y, aprovechando la ocasión, renunció al cargo de superior general. Sentía que las fuerzas le faltaban y deseaba prepararse mejor para la muerte en el silencio y la oración. Nombró sucesor a Buonayunta Manetti.
San Buonayunta Manetti
Tras el capítulo, Buonayunta visitó con sacrificio las casas de la orden, caminando a pie. Menos de un año más tarde, enfermó gravemente.
El 31 de agosto de 1257, como él mismo había profetizado, llegó la hora de su muerte. Reunió a los servitas y, después de la celebración eucarística, ordenó que leyeran el Evangelio de la Pasión. Al oír el pasaje: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», últimas palabras pronunciadas por Jesús, el santo expiró suavemente. Fue enterrado con mucha veneración junto al altar.
Luego de estos hechos, el capítulo eligió al P. Iacopo de Poggibonsi, exdirector espiritual de los Laudesi, como nuevo general.
San Bonfilio Monaldi
Después de su renuncia, San Bonfilio vivió recluido en el monte Senario durante cinco años. El 1 de enero de 1262, los religiosos, habiendo cantado maitines, oyeron una voz que les decía: «¡Ven, Bonfilio, ven, siervo bueno y fiel, recibe la recompensa que te espera y entra en el gozo de tu Señor!».
En ese mismo instante, entregó su alma a Dios. Su rostro resplandecía y un perfume suavísimo se esparció por todo el convento. Tan sensibles se notaban los signos de bienaventuranza que nadie tenía el valor de cantar el Réquiem, por la certeza de que ya estaba en la gloria.
San Maneto Dell’Antella
Unos años después de la partida de San Bonfilio, en junio de 1265, el P. Poggibonsi renunció al cargo de superior y designó a San Maneto como cuarto general. Gobernó la orden durante dos años: aumentó las provincias, obró diversos prodigios, curó enfermos y expulsó muchos demonios.
El 5 de julio de 1267 también dimitió del cargo de superior general. Sugirió como sucesor a fray Felipe Benizi, que fue confirmado por el capítulo.
El 20 de agosto del mismo año, sintiendo que había llegado la hora de partir al Cielo, San Maneto cantó con tierna devoción himnos a María Santísima y expiró dulcemente en los brazos de San Felipe.
San Amadeo Amidei
San Amadeo fue llamado, por sus milagros y curaciones, el médico de los pobres. Se dice que una vez resucitó a un niño de 8 años que se había ahogado en un pozo.
La muerte lo encontró en un éxtasis de amor, el 18 de abril de 1266. En aquella ocasión ocurrió un hecho singular: nada más expirar, enormes llamas de fuego rodearon el monte Senario. Parecía un incendio devorador que lo consumiría todo, pero el fenómeno sólo duró unos instantes. Era ciertamente una imagen de las llamas de amor que abrasaban el corazón del santo.
Descansó en el monte Senario, junto con sus compañeros.
San Hugo y San Sostenes
San Hugo y San Sostenes eran grandes amigos, ambos de ilustres e hidalgas familias florentinas. Tuvieron que separarse cuando San Felipe los envió al extranjero a predicar el Evangelio y la devoción a la Virgen de los Dolores en otras tierras.
Nombrado vicario general en Francia, Sostenes edificó tanto al pueblo con sus virtudes y predicación que el rey Felipe III dijo de él: «El vicario general de la Orden de los Servitas es un hombre de intachable conducta, un santo».
Hugo fue enviado a Alemania, donde convirtió a muchos pecadores y fundó varios conventos, dejando en todas partes fama de una gran santidad.
Tras años de apostolado, en 1282 ambos fueron llamados a Florencia. Agotados después de tantas luchas, deseaban un período de silencio y oración en el tan añorado monte Senario.
Mientras subían la montaña, una inspiración interior les decía que morirían al mismo tiempo y que ese momento estaba muy cerca.
El 3 de mayo de 1282, cuando se encontraban rezándole a la Santísima Virgen, la muerte vino a buscarlos. Juntos habían luchado y servido a la Madre de Dios, y juntos se unieron a Ella en el Cielo.
San Alejo Falconieri
Luego de esa doble muerte, sólo San Alejo quedaba en el mundo. Era noble y hombre de gran cultura. Convirtió a muchos pecadores en Florencia, tuvo gran amor a la virtud de la pureza y siempre castigaba su cuerpo con duras penitencias. Vivía más en el Cielo que en la tierra.
Durante setenta y siete años de vida religiosa fue modelo de observancia y fidelidad a la regla. Llegó a la edad de 110 años y todavía trabajaba y se penitenciaba. Se había constituido en la crónica viva de su orden: Dios lo preservó para que pudiera transmitir a las generaciones posteriores las hermosas tradiciones de la fundación.
En su lecho de muerte, Jesús se le apareció en forma de niño.
Unidos en el tiempo y en la eternidad
En años posteriores, con los siete fundadores y muchos otros miembros en el Cielo, la orden floreció admirablemente y produjo incontables frutos de santidad.
Los procesos de beatificación y canonización de los fundadores, inicialmente llevados a cabo por separado, fueron reunidos durante el pontificado de León XIII como consecuencia de un milagro ocurrido cuando los siete fueron invocados de manera conjunta. Así pues, las virtudes de todos ellos fueron estudiadas simultáneamente y en una sola causa, hasta que el 15 de enero de 1888 el Papa los inscribió en el catálogo de los santos de la Iglesia. Tal era la unión que conservaron en esta vida, que la Santa Iglesia los mantuvo unidos en su canonización y en su celebración litúrgica.
Si un árbol puede ser conocido por sus frutos es porque éstos constituyen la prueba más sensible de la calidad de la savia que les llegó desde sus raíces. El hecho de que los frutos se vuelvan más sabrosos y las ramas más vigorosas, a pesar de las tormentas de los siglos, atestigua que, en su origen, las raíces se enfrentaron a la oscuridad del suelo y a la dureza de las piedras, dando así maravillas en el jardín de la Iglesia. ◊
Notas
1 Cf. Brandão, Ascanio. Os Sete Santos Fundadores da Ordem dos Servos de Maria. São Paulo: Ave-Maria, 1956, p. 15.
2 Idem, p. 20.
3 El monte Senario, de 817 metros de altitud, está situado a unos 20 km de Florencia.
4 Idem, p. 32.