El pecado original y la Encarnación del Verbo – El hombre ambiciona la divinidad, Dios se sujeta a la humanidad

Al analizar la historia de la salvación, sus líneas pueden parecer torcidas al ser consideradas con ojos humanos. Basta, no obstante, elevarnos a la perspectiva divina para que en ellas descubramos un armonioso himno de gloria al Creador.

Al contemplar el mundo que nos rodea, nos puede surgir una pregunta: si Dios es el Artífice de todo el universo, ¿por qué no lo hizo más perfecto? Cuán más hermosa sería una Creación sin fallos ni defectos: piedras preciosas que estuvieran a la luz del sol y no escondidas bajo la tierra, árboles dispuestos a inclinarse ante las personas para ofrecerles sus deliciosos frutos, animales de coloridos paradisíacos enteramente obedientes a la voluntad humana, hombres más virtuosos que aquellos con los que vivimos…

Sin embargo, reza la teología que Dios siempre hace lo más perfecto. Y Santo Tomás de Aquino explica que, a pesar de esas lagunas, la Creación no podría ser más excelente en su conjunto: «El universo, partiendo de lo que ahora lo integra, no puede ser mejor, ya que el orden dado por Dios a las cosas, y en el que consiste el bien del universo, es insuperable. Si fuese mejor, se rompería la proporción de orden; como la melodía de una cítara se rompe si una cuerda se tensa más de lo debido».1

Una aparente «mancha» en la Creación

Por más que esa verdad sea irrefutable, en la historia de la Creación parece que hubiera una mancha algo incómoda a nuestros ojos, aún más si consideramos sus consecuencias: el pecado original.

En el principio Dios colocó al ser humano en el paraíso, donde todo era más bello, más armonioso, en una palabra, más perfecto. No obstante, nuestros primeros padres merecieron ser expulsados de allí por un acto de desobediencia y, hasta hoy, sus descendientes sufren los efectos de aquella transgresión. El Creador quiso establecer la humanidad en el Edén, pero ella se arrojó por su propia culpa al exilio.

La falta del primitivo matrimonio representaría, pues, una desproporcional y continua «desafinación» en la gran cítara de la Historia. Dios, por su infinita justicia, quedó como «obligado» a mantener el destierro impuesto a Adán y Eva y éste pasó a ser un memorial indeleble de su primera «derrota»…

Ahora bien, pensar esto podría constituir incluso una blasfemia. Dios jamás será el eterno derrotado. Tal título es el estigma exclusivo de Satanás.

Entonces, ¿qué hizo el Altísimo para revertir ese cuadro?

Dios se sirve de las mismas armas de la serpiente

Afirma San Juan Crisóstomo: «Cristo venció al demonio valiéndose de las mismas armas con que éste se había revestido; con ellas lo derrocó. Una virgen, un leño y la muerte fueron los signos de nuestra ruina. La virgen fue Eva, porque aún no había conocido varón; el leño fue el árbol; la muerte, la amenaza hecha a Adán. Pero he aquí como esos tres símbolos de nuestra derrota, la virgen, el leño y la muerte, se convirtieron ahora en signos de victoria. Porque en lugar de Eva, está María; en vez del árbol de la ciencia del bien y del mal, está el árbol de la cruz; y en vez de la muerte de Adán está la muerte de Cristo».2

De esas tres armas, destaca de cierta manera María Santísima. Dios quiso su concurso para obrar la Encarnación. Ahora bien, si no hay Encarnación, no hay Redención. De modo que —repitiendo la trilogía de San Juan Crisóstomo—, sin la Virgen no existiría ni el leño ni la muerte.

Dirijámonos, entonces, a esa arma poderosísima, de la cual Dios se sirvió para vengar el pecado original.

La nueva Eva

«Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven» (Gén 3, 20). Madre, es verdad, pero engendró vivos para la naturaleza y muertos para la gracia.3 Por lo tanto, la primera Eva no correspondió fielmente al significado de su nombre, al introducir la muerte en la tierra. La segunda, sin embargo, restauró ese designio, engendrando vivientes para la gracia.4 Así que, con toda propiedad Nuestra Señora puede ser llamada la nueva Eva.

Desde los tiempos de la Patrística, la Iglesia vio en la figura de María un vínculo profundo con la de Eva. «Como la muerte entró por medio de una mujer, convenía que la vida retornara también por medio de una mujer. Una, seducida por el diablo mediante la serpiente, hizo probar al hombre el gusto de la muerte; la otra, instruida por Dios mediante el ángel, dio a luz al mundo al Autor de la salvación»,5 afirma San Beda.

Dos espíritus angélicos se comunican con dos vírgenes: la primera causa la expulsión del hombre del paraíso terrenal; la segunda engendra a aquel que le abrirá a la humanidad las puertas del Paraíso celestial. ¡Cuánta correspondencia y cuánto antagonismo en esos dos coloquios, que determinaron, cada uno a su modo, los destinos de la humanidad!

Consideremos algunos aspectos de ese paralelismo entre la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen María y el diálogo de la serpiente con Eva en el jardín del Edén.

«Alégrate, llena de gracia»

Inmaculada Concepción,
por Francisco Antonio Vallejo – Museo de Arte, Santiago de Querétaro (México)

El relato de la Anunciación hecho por San Lucas comienza con la conocida salutación angélica: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (1, 28). Estas cortas palabras, repetidas piadosamente a lo largo de los siglos, se volvieron inspiración de músicos y artistas, gozo de los ángeles, terror de los infiernos; no obstante, al ser oídas por la humildísima Virgen, fueron motivo de sobresalto: «¿Qué elogio inaudito será ese?».

La santa turbación de María, que le confirió en su corazón el sentido más profundo de aquel saludo, se contrapone al hecho de que Eva creyera fácilmente en las palabras engañosas de la serpiente y no le pidiera auxilio o explicaciones a Adán.6

El ángel prosiguió: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1, 30). Aquella que no se juzgaba digna de ser la esclava de la Madre del Mesías era, en realidad, la única criatura que lo había complacido.

Dos promesas

Después del saludo, el arcángel Gabriel le comunicó el objeto de su embajada: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 31-33). ¡Qué promesa!

Otrora también la serpiente le había hecho una promesa a Eva: «Se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (Gén 3, 5).

Dos dádivas son anunciadas, ambas atrayentísimas. Una, astuta y engañosa: ser como dioses. La otra, sublime, veraz y, en último análisis, muy superior: ¡engendrar al mismo Dios! A fin de cuentas, ¿qué significa la vaga propuesta de ser como Dios en comparación con la posibilidad de abarcar en su claustro a aquel que contiene en sí todo el universo?

Ante esto, diversas son las reacciones. La primera Eva se deslumbró con el agradable aspecto del fruto del árbol (cf. Gén 3, 6) y deseó comerlo, aunque ello constituyera una transgresión al mandato divino. María, pensando en la obediencia a su voto de virginidad, preguntó: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34).

San Gabriel ciertamente se quedó estupefacto ante el altísimo grado de pureza —la virtud angélica— que María poseía.

La sombra del Paráclito

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

Mientras Eva procuraba en las tinieblas del pecado la luz para conocer el bien y el mal, María, deseando ofuscar su persona, se dejó cubrir por la sombra del divino Paráclito, atrajo hacía Ella el Espíritu de Dios —llamado también Luz Beatísima— y sorbió sus siete dones.

En la Anunciación «la sagacidad de la serpiente fue vencida por la simplicidad de la paloma».7 El aletear de ésta triunfó sobre el rastrear de aquella. Dios en forma humana nacería de Nuestra Señora sin concurso de varón, para restaurar la armonía del género humano.8

Un brillo todo divino refulge en la Creación

Como consecuencia del primer pecado, Dios castigó a Adán maldiciendo la tierra: «Maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinos» (Gén 3, 17-18). En María, la «tierra bendita y sacerdotal», Jesús «fue el carbón que encendió a los cardos y espinos. Él habitó en el seno y lo purificó; Él santificó el lugar de los dolores del parto y de las maldiciones».9

«Fiat mihi secundum verbum tuum»: con esta respuesta al anuncio del arcángel la divinidad buscada por Eva en la desobediencia pasó a habitar en María por la sumisión. Si en el paraíso terrenal el hombre quiso ser Dios por orgullo, desde toda la eternidad Dios quiso hacerse hombre por ser la Humildad en esencia.

«Ahora bien, fue la Virgen María, con su disponibilidad y obediencia, la que introdujo en el centro de la obra divina a la Criatura cumbre y modelo arquetípico de todo lo que existe, del que todo fluye».10 A partir del santo coloquio de Nuestra Señora con San Gabriel, «la Creación se iluminó con un brillo divino, por los méritos de María Santísima».11

El «fiat» de María determinó el definitivo aplastamiento de la antigua serpiente, así como de sus frustradas tentativas de victoria. Se cumplía así la profecía: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gén 3, 15).

Adaptando la metáfora de Santo Tomás empleada al inicio de este artículo, si la Creación fuera una composición musical diríamos que el diálogo de Eva significó una disonancia, resuelta en el armonioso acorde de la Anunciación.

Si omitimos este maravilloso hecho, la historia pasada, e incluso la futura, se parece a líneas torcidas, en las cuales Dios escribe; pero, cuando lo consideramos, vemos el armonioso y rectilíneo homenaje que se le rinde al Creador y Redentor a través de la Creación. 

Sentido de jerarquía y exaltación de la virginidad

A partir del sublime acontecimiento de la Anunciación, podríamos deducir dos perfecciones del espíritu de San Gabriel, a mi ver muy destacados en los cuadros de Fra Angélico que retratan la escena de la Anunciación.

«La Anunciación», de Fra Angélico – Museo del Prado, Madrid

En primer lugar, un notable sentido de la jerarquía.

Cuando San Gabriel se dirigió a Nuestra Señora, Ella aún no era la Madre de Dios. Empezó a serlo en el momento en el que aceptó la comunicación y, en consecuencia, la milagrosa y fecunda intervención del Espíritu Santo. Como, por naturaleza, los ángeles son superiores a los hombres, hasta el instante en que la Virgen pronunció el «fiat», San Gabriel estaba dirigiéndose a alguien que era inferior a él, aunque la estuviera invitando a ser su Reina.

Por otra parte, el mensaje que traía significaba una tal predilección de Dios por Nuestra Señora que la situaba por encima del paralelo con cualquier ángel, por muy elevada que fuera la categoría de éste, incluyendo a San Gabriel. De donde el singular sentido de jerarquía que lo vemos manifestar, y que Fra Angélico expresa de modo insuperable en sus frescos: es el ángel imbuido de respeto profundo y de una entrañable veneración por Nuestra Señora, como quien toma la superioridad de su propia naturaleza y la pone abajo, a causa de esa grandeza de la misión de María. A su vez, Nuestra Señora le responde al ángel también inclinada y con toda deferencia, porque recibía el mensaje de Dios y porque como criatura humana, era inferior al ángel.

El episodio tiene el perfume de un mundo de respeto mutuo, de superioridades recíprocas, en las cuales Nuestra Señora acaba siendo incomparablemente mayor que el ángel, indicando bien el sentido de jerarquía incluido en ese acto. Y, conviene subrayarlo, sentido de jerarquía y de disciplina opuesto al non serviam de Satanás.

A este alto sentido de jerarquía podemos añadirle otro aspecto: una como castidad celestial. Al dirigirse a la Virgen de las vírgenes para anunciarle que será madre sin dejar de ser virgen, San Gabriel hace una esplendorosa exaltación de la virginidad, además de revelar una especie de obra maestra de pureza realizada por Dios: ante este hecho tan inmenso de la Encarnación, Nuestro Señor decidió violar todas las reglas de la naturaleza para salvar la virginidad perfecta de Nuestra Señora, y confirió una nueva gloria al género humano, haciendo de Ella Esposa del divino Espíritu Santo y Madre de un Hijo engendrado milagrosamente, sin concurso de hombre.

San Gabriel estaba, pues, incumbido de traer a la tierra el mensaje que es una de las más grandes glorificaciones de la castidad ya conocidas en la Historia. No será difícil comprender, por tanto, el vínculo todo especial con la virtud de la pureza que ese arcángel debería tener.

Sentido de jerarquía, de disciplina, humildad, vinculación con la pureza y la virginidad, virtudes del embajador divino, contrarias al orgullo y a la «sensualidad» del demonio, enemigo irreconciliable de Dios y de Nuestra Señora. La antigua serpiente fue pisada y aplastada de modo avasallador en ese sublime misterio de la fe cristiana. Y si Fra Angélico añadiera en su pintura el detalle de la cabeza del demonio bajo los pies de San Gabriel, retrataría un hecho profundamente real.

CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
O Arcanjo da Anunciação.
In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VI.
N.º 60 (mar, 2003), pp. 18-19.

 

Notas


1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 25, a. 6, ad 3.

2 SAN JUAN CRISÓSTOMO. De cœmeterio et de cruce, n.º 2: PG 49, 396.

3 Cf. PEDRO CRISÓLOGO. Sermón 140. In: JUST, Arthur A. (Org.). La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, v. III, p. 57.

4 Cf. SAN GUERRICO ABAD. In Assumptione Beatæ Mariæ. Sermo I, n.º 2: PL 185, 188.

5 SAN BEDA. Homilías sobre los Evangelios, 1, 3. In: JUST, op. cit., p. 57.

6 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens. São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. II, pp. 232-233.

7 SAN IRENEO DE LYON. Contra las herejías, 5, 19, 1. In: JUST, op. cit., p. 63.

8 Cf. ANÓNIMO. Himno sobre la Anunciación. In: JUST, op. cit., p. 59.

9 SAN EFRÉN DE NÍSIBE. Comentario al Diatessaron, 1, 25. In: JUST, op. cit., p. 61.

10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿María sería capaz de restablecer el orden del universo? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, v. VII, p. 69.

11 Ídem, ibidem.

 

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