Los siete arcángeles – El Estado Mayor de Dios

Todo ejército posee una jerarquía coronada por un Estado Mayor. En el caso de los ángeles, está integrado por siete oficiales de élite.

Quizá los ángeles no sean como imaginamos. Siglos de edulcorada iconografía religiosa han acabado vendiéndonos una especie de figura estándar de ese personaje alado, joven —o niño, al gusto del consumidor—, vestido con trajes ligeros o nulos y ejerciendo despreocupadamente sus dotes de violinista por toda la eternidad. Ahora bien, si admitiéramos esto nos veríamos llevados a concluir que el Paraíso se nos presenta como una inmensa orquesta de virtuosos o como una pintoresca guardería para bebés eternos…

Sin embargo, la verdad parece ser mucho más amplia. No podemos olvidar que esas criaturas suaves, diáfanas, purísimas, nacieron en un cielo ígneo,1 entablaron combate contra los demonios ya en los primeros instantes de su existencia, fueron colocados a la entrada del Edén para protegerlo con espadas llameantes, son capaces de diezmar ejércitos y castigar ciudades enteras (cf. Ap 12, 7; Gén 3, 24; 2 Re 19, 35; 2 Sam 24, 15-17).

Finalmente, cuando son analizados con detenimiento, los ángeles se revelan tan poderosos, luchadores y, nos atreveríamos a decir, varoniles —pues la virilidad es sobre todo un carácter de espíritu— que tal vez únicamente se les pueda denominar adecuadamente, en su conjunto, con esta formulación incomparable: «Milicia celestial» (Lc 2, 13).

Ahora bien, todo ejército posee una jerarquía coronada por un Estado Mayor. En el caso de los ángeles, está integrado por siete oficiales de élite. De éstos son de los que nos ocuparemos a continuación.

¿Cómo sabemos que existen?

«Ejército angélico», de Guariento di Arpo – Museos Cívicos de Padua (Italia)

Quien nos da a conocer la existencia de los siete arcángeles es San Rafael. Después de haber cumplido su misión junto a Tobías y los suyos, les revela su verdadera naturaleza y afirma que pertenece a ese selecto grupo de espíritus (cf. Tob 12, 15). Aunque ni siquiera utilice el término arcángel —por cierto, empleado tan sólo un par de veces en las Escrituras, ambas en el Nuevo Testamento—, sus palabras fundamentan nuestra fe en la existencia de los siete arcángeles.2

El amigo de Tobías se presenta como uno de los entes angélicos que están al servicio de Dios y tienen acceso a la gloria de su presencia. Este oficio, que Rafael indica con tanta sencillez, es capaz de suscitar santa envidia en cualquier criatura. Se trata de un cargo similar al de los servidores directos de los reyes de la tierra; esos siete ángeles tienen entrada libre en la intimidad del Altísimo, en calidad de confidentes y ministros.3 Por consiguiente, se encuadran en el coro de los serafines, cuya función es mantener una relación estrecha con Dios y amarlo, no con un afecto ordinario sino con un «incendio de amor».4

¿Cómo se llaman?

Hay que decir que los ángeles han demostrado siempre una curiosa renuencia a revelar su nombre propio. Manoj, padre de Sansón, trató de descubrir el de uno de ellos cuando se le apareció, pero no le salió bien… La respuesta vino casi como una reprimenda: «¿Por qué preguntas mi nombre? Es misterioso» (Jue 13, 18).

De hecho, las criaturas angélicas no necesitan complicarse con este tipo de formalidades, porque no se comunican a través de palabras. Las denominaciones bajo las cuales se presentan se refieren simplemente a la misión que desempeñan entre los hombres.5 Son adaptaciones realizadas para el intelecto humano, o sea, están por debajo de la realidad… Quizá por eso tan sólo tres de los siete arcángeles revelaron sus nombres con carácter oficial, esto es, fueron acogidos por la Santa Iglesia como parte de la Revelación pública: San Miguel, San Gabriel y San Rafael.

En los primeros siglos de la Iglesia existía la costumbre de rendir culto a otros espíritus angélicos por su nombre, basándose principalmente en datos extraídos de los libros apócrifos. Esto terminó en el año 745, cuando el papa San Zacarías condenó, a petición de San Bonifacio, a un tal Adelberto, de quien se supone que utilizó algunas de esas invocaciones para la brujería. En el sínodo que impugnó al hereje se reiteró que la Iglesia sólo reconoce oficialmente las tres designaciones antes mencionadas.

El Papa no afirmó que fuera ilícito el darles nombre a los ángeles; condenó únicamente aquellos de los que se valía el hechicero. Prueba de ello es el hecho de que santos posteriores al pontificado de Zacarías adoptaron esa práctica.6 No obstante, está claro que sigue siendo recomendable proceder con cautela en este asunto.

Sea como fuere, la humanidad aún desconoce a cuatro de los siete arcángeles y esta incógnita permanecerá hasta que ellos mismos se dignen arrojar algo de luz al respecto. No vemos otro camino que no sea mediante una revelación privada aprobada por la Iglesia. Pero eso no depende de nosotros…

Sus misiones

Antes hemos considerado que los siete arcángeles son serafines. Sin embargo, no están todo el tiempo exclusivamente contemplando a Dios. Cuando se disponen a desempeñar una misión «práctica» que el Altísimo les ha encomendado, su amor abrasado se transforma en celo y su acción suele ser precisa, eficaz, avasalladora.

Mientras se encontraba exiliado en Babilonia, el profeta Ezequiel se vio transportado místicamente al atrio interior del Templo de Jerusalén. Le fue revelado que en el propio recinto sagrado se practicaba la idolatría, probablemente la adoración a la diosa Astarté, la Venus fenicia, cuyo culto solía asociarse a acciones obscenas. Para agravar el escándalo, «había representaciones de todos los reptiles y animales repugnantes» (Ez 8, 10) a las que se les incensaba en ciertas cámaras a lo largo del Templo y, por lo que todo indica, serían los aposentos de los sacerdotes.7 En el corazón de la religión verdadera, los hombres llamados a ser la punta de lanza del fervor transformaban la Casa de Dios en un antro de abominaciones. Aquel pecado no podía quedar impune.

Entonces aparecieron seis hombres y «cada uno empuñaba una maza» (Ez 9, 2); los lideraba un séptimo personaje vestido de lino, como los sacerdotes, y con los avíos de escribano a la cintura.8 Esos ángeles en forma humana habían recibido instrucciones precisas: en primer lugar, el último de ellos debía recorrer Jerusalén marcando con una cruz en la frente a los que gemían y se lamentaban por los pecados cometidos en la ciudad; luego los otros seis exterminarían a todos los impíos que no tuvieran esa señal sagrada, comenzando por el santuario. Los términos del mandato impresionan por su truculencia: «Profanad el Templo, llenando sus atrios de cadáveres, y salid a matar por la ciudad» (Ez 9, 7).

Concluida la misión, en una actitud típicamente militar, el comandante del destacamento fue a rendir cuentas a la autoridad, con una objetividad y sangre fría —si sangre tuvieran…— desconcertantes: «He hecho como me ordenaste» (Ez 9, 11). De hecho, Jerusalén pronto sería devastada por Nabucodonosor.

Los ángeles de las trompetas

Los siete arcángeles viven en la íntima contemplación de Dios, pero también desempeñan misiones de forma eficaz y avasalladora
«San Miguel», de Gerard David – Museo de Historia del Arte, Viena

También vemos a los siete ángeles en el capítulo octavo del Apocalipsis, esta vez provistos no de misteriosas armas, sino de trompetas. Al ser tocadas, precipitan horribles catástrofes sobre la tierra; y, curioso un detalle, el castigo divino se desencadena en atención a las oraciones de los santos (cf. Ap 8, 3-5).

Conforta observar cómo sus métodos son muy similares a los de la visión de Ezequiel: el castigo no alcanza a los que están marcados en la frente con el sello de Dios (cf. Ap 9, 4).

De hecho, no se trata solamente de perdonar a los justos. La misma fuerza de irresistible impacto y tenacidad victoriosa que los siete arcángeles dirigen contra el mal a fin de exterminarlo, saben usarla para proteger, guiar y consolar a los buenos. Mientras los ángeles de la guarda son designados habitualmente para velar por los hombres en particular, los siete arcángeles parecen que custodian una realidad mística: las Iglesias del Apocalipsis.

Siete familias espirituales en el Cuerpo Místico de Cristo

El misterioso escrito con el que termina la Revelación es sencillamente apasionante. Cada palabra, cada detalle, cada gesto consignado en él es comparable a unas piedras preciosas de un enorme caleidoscopio: aun permaneciendo siempre idénticas a sí mismas, se reorganizan, se articulan, componen nuevos diseños, con una profundidad maravillosa.

Al comienzo de su obra, San Juan narra que fue arrebatado y oyó una fuerte voz que le decía: «Lo que estás viendo, escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias» (1, 11). La propia formulación de la frase sugiere contener un arcano sublime. Arcano éste que adquiere aún más encanto al entrar en contacto con los poéticos nombres de las comunidades: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, Laodicea. ¿Qué son estos grupos?

Antes que nada, los apelativos indican ciudades reales, que se encontraban en la provincia proconsular de Asia, parte de la actual Turquía. Es legítimo admitir que el apóstol se dirigiera a las comunidades cristianas de cada uno de esos lugares. Pero ¿qué le llevaría a elegir solamente esas cuando en la misma región había otras, y más importantes? Creer que el Espíritu Santo dispuso el texto sagrado de esa manera simplemente por «razones logísticas» de correo, como pensaron algunos,9 ¿no sería atarle sus divinas alas?

Ciertos autores prefirieron optar por una visión más trascendental. San Buenaventura y el Venerable Bartolomé Holzhauser,10 por ejemplo, interpretaron las Iglesias como siete etapas de la Historia de la Iglesia universal, desde su fundación hasta el final de los tiempos.

Otra exégesis particularmente interesante es la que hace el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira,11 quien plantea la hipótesis de que aquellas Iglesias fueran tribus o familias espirituales dentro del Cuerpo Místico de Cristo: un tipo paradigmático de mentalidad católica, dotado de diversas atribuciones en la lucha, con sus lados buenos y malos.

Los tres modos de entender ese carteo, aun siendo distintos, no se contradicen. Al contrario, diríamos incluso que se completan. Se trata de un tema fascinante, lleno de desdoblamientos que escaparían al objetivo, en singular de estas líneas, pero que —quién sabe— podrían ser materia para otro artículo. De momento, basta quedarnos con la visión del Dr. Plinio, pues nos permitirá avanzar en nuestro rompecabezas. Busquemos, entonces, las piezas que faltan.

Los sublimes guardianes que velan por las Iglesias mencionadas en el Apocalipsis de San Juan bien pueden ser los siete arcángeles
De izquierda a derecha: ángeles de las Iglesias de Éfeso, Esmirna, Pérgamo y Tiatira – Castillo de Cardiff (Inglaterra)

Los ángeles de las Iglesias

Otro punto que considerar es el destinatario inmediato de las cartas. San Juan no escribe directamente a toda la comunidad, sino a una especie de preceptor, como se lee en todas las misivas, cuyas palabras iniciales son, invariablemente: «Al ángel de la Iglesia en…». ¿Quiénes son esos personajes?

El asunto no es tan sencillo como se podría pensar a primera vista. Para empezar, aunque parece obvio que el apóstol se dirige a los ángeles —después de todo, es lo que así leemos—, la verdadera identidad de los representantes de las Iglesias ha sido discutida desde tiempos remotos. Muchos autores prefieren ver en ellos sólo a los obispos de las comunidades o incluso a simples entidades ficticias, utilizadas como recurso retórico. Hasta el día de hoy ninguna hipótesis se ha presentado como definitiva y por cada argumento a favor suele haber al menos dos o tres en contra,12 lo que llevó a San Agustín a calificar la cuestión de «res obscurissima».13

A falta de unanimidad, nos sentimos libres de elegir la opinión de Orígenes,14 que los interpreta como auténticos ángeles. Unamos este dato a la hipótesis del Dr. Plinio: ¿no parece reconfortante la idea de que cada una de las siete familias espirituales de la Santa Iglesia esté bajo la protección de un poderoso ente angélico? Según pertenezcamos a una u otra tendremos un patrón que vela por nosotros con un cariño muy especial y que está dispuesto a auxiliarnos en cualquier situación, siempre que a él recurramos.

Ahora bien, surge un interrogante: ¿qué ángeles son estos?

De izquierda a derecha: ángeles de las Iglesias de Sardes, Filadelfia y Laodicea – Castillo de Cardiff (Inglaterra

Una hipótesis alentadora

El Apocalipsis no afirma taxativamente que se traten de nuestros siete arcángeles mencionados; San Juan sólo se refiere a ellos de manera explícita un poco más adelante, en el capítulo octavo. No obstante, resulta curioso que, al presentarlos, se expresa suponiéndolos como ya conocidos.15 Entonces, ¿habría alguna referencia anterior, aunque fuera implícita? Recurriendo a San Buenaventura tal vez encontremos la respuesta, junto con la última pieza que falta para completar el mosaico.

Siete series septenarias componen el Apocalipsis: son siete cartas, siete sellos, siete trompetas, siete copas de la ira de Dios, etc., (cf. Ap 2–3; 6–8, 1; 8, 2–11; 16). Según el Doctor Seráfico,16 esos ciclos repiten el mismo contenido pero de forma diferente, en una armonía perfecta.

Por consiguiente, es posible conjeturar que los ángeles contemplados en el capítulo octavo se identifiquen con los que están en todas las demás series, presentados, sin embargo, desde otro punto de vista. Así pues, los sublimes guardianes que velan por las Iglesias pueden muy bien ser los siete arcángeles.

Más que guardianes: ¡aliados!

¿Y por qué negarlo? Las Escrituras comparan esos espíritus perfectísimos a los «ojos de Yahvé», que escudriñan toda la tierra a modo de una compañía de centinelas; los designa, en el texto hebreo, como los ángeles del rostro del Señor, dispuestos a salvar al pueblo de la Alianza en todas sus tribulaciones (cf. Zac 4, 10; Is 63, 9).

Son mucho más que simples custodios: son nuestros compañeros en la lucha. La Providencia nos concedió cerrar filas en un solo cuerpo de ejército con sus principales combatientes. En nuestra guerra contra el poder de las tinieblas —compuesta tanto de grandes lances como de pequeñas escaramuzas cotidianas—, podemos estar seguros de que su auxilio está al alcance de nuestras manos: basta juntarlas y rezar. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 61, a. 4.

2 Cf. VACANT, Alfred; MANGENOT, Eugène; AMANN, Émile (Dir.). Dictionnaire de Théologie Catholique. Paris: Letouzey et Ané, 1946, t. XV, col. 1168.

3 Cf. ARNALDICH, OFM, Luis. Biblia comentada. Libros históricos. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1963, t. II, pp. 836-837.

4 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 108, a. 6. No hay contradicción en el hecho de que sean arcángeles y, al mismo tiempo, serafines. La sociedad angélica es demasiado elevada para nuestro entendimiento, hasta el punto de que incluso San Agustín y Santo Tomás reconocen su incapacidad de esquematizarla con exactitud (cf. Ídem, a. 3; SAN AGUSTÍN. Enchiridion ad Laurentium. L. I, c. 58: PL 40, 259-260). De cualquier forma, parece más probable que los coros se subdividan en razón de los oficios y funciones desempeñados por cada grupo de ángeles y no de su esencia; nada impide que un ángel perteneciente a un determinado coro ejecute acciones propias a otros (cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. 2; 5). Así, un serafín puede «abandonar» la presencia de Dios para, por ejemplo, transmitir un mensaje. Ahora bien, como enseña San Gregorio Magno, a los espíritus celestiales que se ocupan de pequeños encargos se les llama ángeles —del griego ἄγγελος, mensajero—, mientras que a los que transmiten grandes mensajes se les llama arcángeles (cf. SAN GREGORIO MAGNO. Homélies sur l’Évangile. Homélie 34, n.º 8: SC 522, 337-339). Esto explica la «doble patente» de los siete entes angélicos supremos, que se insertan en el coro de los serafines, pero son conocidos como arcángeles por desempeñar altísimas misiones entre los hombres.

5 Cf. SAN GREGORIO MAGNO, op. cit., n.º 8, 339.

6 San Alberto Magno y San Buenaventura, por ejemplo (cf. SERRANO, Andrés. Los siete príncipes de los ángeles. 2.ª ed. Bruselas: Francisco Foppens, 1707, p. 257).

7 Cf. GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia comentada. Libros proféticos. Madrid: BAC, 1961, t. III, p. 812.

8 Sobre la identificación de estos personajes con los siete arcángeles, véase: VACANT; MANGENOT; AMANN, op. cit., col. 1169.

9 Cf. RAMSAY, William Mitchell. The Letters to the Seven Churches of Asia. London: Hodder and Stoughton, 1904, pp. 185-196.

10 Cf. SAN BUENAVENTURA. Collationes in Hexaemeron. Collatio XVI, nn. 18-20. In: Obras. Madrid: BAC, 1947, pp. 479-481; VENERABLE BARTOLOMÉ HOLZ­HAUSER. Interprétation de l’Apocalypse. 2.ª ed. Paris: Louis Vivès, 1857, v. I, p. 101. Acerca de cómo San Buenaventura relaciona el Apocalipsis y la Historia, véase también: RATZINGER, Joseph. La Teología de la Historia de San Buenaventura. 2.ª ed. Madrid: Encuentro, 2010.

11 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio, apud CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santíssima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. III, p. 153, nota 29.

12 Cf. BIGUZZI, Giancarlo. Apocalisse. 3.ª ed. Milano: Paoline, 2013, p. 96.

13 SAN AGUSTÍN. De doctrina christiana. L. III, c. 30, n.º 42. In: Obras. Madrid: BAC, 1957, t. XV, p. 240.

14 Cf. ORÍGENES. Homélies sur Saint Luc. Homélie 23, n. 7: SC 87, 320.

15 Cf. BARTINA, SJ, Sebastián. Apocalipsis de San Juan. In: NICOLAU, SJ, Miguel et al. La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento. Madrid: BAC, 1962, t. III, pp. 676-677.

16 Cf. SAN BUENAVENTURA, op. cit., n.º 20, p. 481.

 

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