Los milagros… ¡existen!

Conocidas en el mundo entero son las prodigiosas curaciones obradas en Lourdes. La Madre de Dios no desampara a nadie y concede favores espirituales y físicos. Pero ¿qué le pasaría a alguien que quisiera burlarse de tanta dadivosidad? Bien podemos imaginar…

Junto a una gran ventana, aprovechando los últimos rayos de sol que iluminaban ese día, dos hombres de edad madura leían y conversaban:

—Oye, Firmin, ¿has visto esta noticia? «Magna romería saldrá de Nancy rumbo a Lourdes este viernes. Muchas diócesis todavía tienen plazas…».

—¡Ah, para mí esa historia es un cuento! He oído que la supuesta vidente no es más que una niña ignorante y pobre. ¿Sabes qué pienso? ¡Que todo es una invención para inyectar dinero en aquella comarca! Y esa muchacha ha debido recibir su «salario»… —dijo Firmin, que continuó con su acritud característica—. Ahora Lourdes se ha convertido en un lugar turístico y la gente de allí se está volviendo famosa.

Robert quiso dar su opinión al respecto:

—Nunca he creído en esa Virgen María. ¿Dónde se habrá visto que una mujer de hace siglos sea aclamada por el mundo entero? No hay pruebas de su existencia. ¡Es una falta de sentido común inconcebible!

—Pues sí, colega… Cuando yo era pequeño aprendí cosas sobre Ella. ¡Incluso a rezarle a Ella yo recé! Pero con el paso de los años me alejé de esas ridículas devociones.

La conversación muere unos instantes. Robert sigue leyendo el periódico, mientras Firmin se fuma un cigarro hasta el momento en que rompe el silencio:

—¿Y qué tal si alteramos nuestra rutina? ¿Eh?

—Uy, amigo mío, tú y tus ideas… ¿Qué se te ha metido en la cabeza esta vez?

—Ya que por una «mentira» la niña y la ciudad se han hecho famosas, entonces nosotros, mintiendo, ¡también lo seremos!

Robert, que estaba hundido en el sillón, abrió los ojos, dio un salto y se acercó a su compañero. ¿Qué plan «fascinante» sería ése?

*     *     *

¡Por fin había llegado el gran día! La gente se turnaba para conseguir un lugar junto a la bendita gruta donde se había aparecido la Madre de Dios. Una multitud de hombres, mujeres, niños y ancianos, de todas las clases sociales, profesiones y naciones del orbe se reunía allí para implorar gracias para sí y sus seres queridos.

También se había formado otra fila, que se extendía bastantes metros: eran los enfermos que iban a bañarse en las milagrosas aguas, cuya fuente le había señalado la Virgen a Santa Bernadette Soubirous.

Se encontraban ahí enfermos de todo tipo y —¡asombrémonos!— incluso Firmin y Robert. El primero estaba sentado en una silla de ruedas: sus brazos parecían atrofiados, mantenía las piernas y los pies torcidos, la cabeza echada hacia adelante con el mentón sobre su pecho… ¡apenas podía pronunciar una palabra! El segundo, a su vez, fingía gran humildad, devoción y fe.

Los fieles, al ver la indigencia de uno y la caridad del otro, sintieron compasión y les abrieron paso para que se acercaran a la gruta hacia las aguas taumatúrgicas. Robert le asintió satisfecho a Firmin: avanzando de esta manera, no tardarían mucho en materializar el plan «genial» que habían ideado…

Algunos de los que salían del baño regresaban restablecidos y exultantes de alegría, bendiciendo a la Santísima Virgen, y los que no habían sido curados recobraban nuevas fuerzas para soportar sus enfermedades con resignación y serenidad. Más importante aún eran quienes sentían renovada su fe por el amor materno de María, para afrontar las luchas de la vida en la fidelidad a la religión católica. Un número casi infinito de personas se veían beneficiadas por la intercesión de Nuestra Señora.

Había también una cantidad de gente que, sin necesidad de pedir ninguna clase de curación, permanecía cerca de la gruta para aclamar tantos favores.

Finalmente, le llegó el turno al «lisiado» Firmin. Robert lo levantó de la silla de ruedas para bañarlo en una de las piscinas individuales de mármol. Algunos de los piadosos asistentes sintieron pena al ver las dificultades para mover al pobre hombre y se ofrecieron a ayudar al «generoso amigo» que lo llevaba hasta las aguas.

En medio de la fila de los enfermos, Firmin estaba en una silla de ruedas y Robert fingía gran humildad, devoción y fe. Avanzando así, no tardarían en materializar el plan que habían ideado…

Mientras Firmin estaba tendido en una de las piscinas, le iban echando agua sobre la cabeza y los brazos y le rezaban oraciones a la Reina inmaculada. Al cabo de unos instantes, el «enfermo» mudó de semblante: sonriendo y levantando los ojos al cielo, se puso de pie solo, abrió los brazos y gritó con voz fuerte y clara:

—¡Milagro!

Todos aplaudieron calurosamente y proclamaron:

—¡Bendita sea la Virgen María! ¡Viva Nuestra Señora! ¡Viva!

De repente… ¡plaf! Firmin cayó de nuevo en la pequeña piscina. Todos sus miembros habían perdido el movimiento, ni siquiera podía hablar.

Su compinche, asustado, le susurró al oído:

—Deja de hacer tonterías. Esto no había sido convenido…

Pero la evidencia le indicaba que ya no se trataba de un teatro. «Esta vez la cosa va en serio», concluyó Robert, angustiado.

Entonces decidieron llamar a la ambulancia. Los médicos le diagnosticaron una parálisis interna de los órganos. La enfermedad estaba tan avanzada que le quedaban pocos días de vida.

El resultado del examen dejó atónico a Robert, sin saber qué pensar. Miraba a su colega intentando dar crédito a lo que estaba pasando. Firmin también le dirigió una mirada y, balbuceando con enorme esfuerzo, le dijo:

—Pues sí… ¡Los milagros existen!

En efecto, tenía razón: ¡los milagros existen! Y el mayor prodigio estaba ocurriendo en ese momento. Después de haberlos azotado a los dos con tal castigo, la Virgen Santísima obraba en su interior una maravilla más espectacular que la curación de un paralítico: la conversión de aquellos corazones endurecidos e incrédulos, mediante la contrición de sus pecados.

Así arrepentidos, ambos regresaron a Lourdes. Robert confesó sus faltas a un sacerdote y también Firmin, con la ayuda de su amigo. Con sus almas purificadas por el sacramento de la Penitencia, volvieron a la gruta de Massabielle para rogar las bendiciones de Nuestra Señora. Llenos de gran confianza, se acercaron a la fuente para beber un poco de agua. Si antes la usaban para blasfemar, ahora se beneficiarían de ella con profundo amor a la Madre de Dios.

Robert recogió el agua con sus manos y bebió de aquella fuente cristalina. A continuación, llenó un vaso y se lo dio a Firmin. Éste, después de tomar el agua, sintió que su cuerpo cambiaba: sus extremidades se reavivaron, ya podía moverse con soltura; se sentía en perfecto estado de salud. Sus labios se volvieron a abrir para, esta vez, proclamar la verdad:

—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!

Su amigo se quedó ojiplático, pero sin dudar de la clemencia de la Virgen. Abrazados, saltaban y gritaban de alegría, revelando a todos los circunstantes la bondad del Corazón de María. Porque su misericordia supera a la maldad humana y vence al mal con el bien. ◊

 

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