La victoria de la fidelidad

Durante la Revolución francesa, muchos capitularon ante la impiedad implantada por el «nuevo orden». Entre los poquísimos que resistieron con fidelidad se encuentran las carmelitas de Compiègne.

Ha habido períodos en la Historia en los que la Santa Iglesia ha brillado ante los hombres con sumo esplendor, cual reina que gobierna con firmeza y suavidad a los pueblos; en otras ocasiones, se hizo pequeñita en los brazos de sus hijos, escondiendo su sabiduría y grandeza a fin de ser conducida por ellos, como el Niño Jesús en su infancia. Sin embargo, lanza sus resplandores más hermosos cuando es perseguida por el mundo y por los infiernos en la persona de sus hijos escogidos, radicales en la entrega al bien, pues en esos momentos demuestra la fuerza de su inmortalidad, la riqueza de su santidad y el heroísmo de su fe.

¡Cuán difícil es entender esta realidad en una civilización en donde el dolor y el sufrimiento constituyen los principales adversarios del hombre! No obstante, a ejemplo de su divino Esposo, en lo alto de la cruz es donde la Iglesia forja a sus verdaderos hijos, a sus almas predilectas, a sus otros Juanes que junto a María Santísima permanecen en pie frente a todos los tormentos, completando con su sangre lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24).

Pasan los siglos y estos elegidos forman parte de una cadena de oro que sustenta la promesa del divino Maestro de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). A menudo son almas aisladas que sufren en el anonimato de la clausura un duro hostigamiento interior; otras veces son comunidades enteras que han preferido optar por la gloria del martirio antes que desertar del camino de la fidelidad. Esto es lo que les sucedió a las carmelitas de Compiègne durante los furores de la Revolución francesa.

Odio contra la Iglesia

No se puede negar que el ímpetu revolucionario de aquellos conturbados días descargó de manera violenta contra la Iglesia. En efecto, «la constelación de mártires de Jesucristo nunca se multiplicó tan repentinamente en Francia como durante los primeros años de la Revolución. Miles de cristianos perecieron, no sólo por la guillotina, sino también por ahogamientos masivos, encarcelamientos, deportaciones, fusilamientos, por la violencia de las turbas y de verdaderas carnicerías».1 Aunque apuntara a la abolición de la monarquía, se puede decir que la instauración de la república se produjo a costa de una auténtica persecución religiosa.

Este difícil período de la Historia francesa trajo al entonces floreciente Carmelo de Compiègne, en el norte del país, un futuro incierto.

Primera invasión del monasterio

En agosto de 1790 la Revolución ya había decretado la supresión de los votos religiosos y declarado la Constitución civil del clero. Muchos, por desgracia, capitularon ante el «nuevo orden»; varios huyeron al extranjero; poquísimos resistieron con fidelidad, y precisamente contra ellos se dirigió toda la saña de la Revolución.

Entre estos escasos fieles se encontraban las carmelitas de Compiègne. El 5 de agosto, miembros del Directorio, acompañados de una decena de guardias, violaron la clausura del monasterio por primera vez. Querían asegurarse, mediante una entrevista privada con cada religiosa, si estaban viviendo en comunidad por su propia voluntad, sin coacción, o bien si aspiraban en secreto a volver al mundo, como ciudadanas francesas «normales». Para garantizar la «defensa de los derechos» de quienes consideraban «desafortunadas vírgenes secuestradas», apostaron guardias armados por todo el recinto.

Las carmelitas, no obstante, desafiaron con firmeza a las autoridades civiles. Muchas declararon que, teniendo tantos años de vida religiosa —basta decir que las hermanas más antiguas llevaban medio siglo en el convento—, no iban a abandonar su estado y mucho menos el hábito de la Virgen del Carmen. Una monja sencilla y de poca instrucción, llamada Hna. Saint-François-Xavier, cuando escuchó la sugerencia de que volviera al estado civil, respondió con toda serenidad que una esposa bien nacida permanece con su cónyuge y que nada le haría abandonar a su divino Esposo, nuestro Señor Jesucristo.

La resistencia de la comunidad finalmente hizo retroceder a los emisarios, aunque sólo por un tiempo. La Revolución avanzaba a pasos agigantados en el país y todas sabían que su situación era delicada. Un día, sin embargo, el tenebroso suspense que envolvía sus vidas fue inesperadamente iluminado por un hallazgo.

El «sueño místico»

La Madre Thérèse de Saint-Augustin, elegida priora poco tiempo antes, en cierto momento decidió revisar los anales del monasterio: nueve volúmenes que contenían la historia de las fundaciones del Carmelo en Francia desde los días de la Madre Ana de Jesús, discípula de Santa Teresa.

Mientras hojeaba detenidamente el material, la Madre Thérèse encontró un relato cuyo título le llamó la atención: Sueño místico. Sin dudarlo un instante, se puso a leerlo. Se trataba de un sueño que una joven bienhechora del Carmelo, Marie Élisabeth Baptiste, había tenido en 1693. Impresionada y hasta emocionada con la narración, la priora recibió una de las mayores gracias de su vida, que definiría su vocación y el futuro de la comunidad.

Así decía el escrito: «Vi la gloria que las religiosas de este convento tendrían; esta gloria me parecía muy grande, muy alta; aprecié que un ángel ponía ordenadamente en fila a toda la comunidad; las hermanas jóvenes eran más elevadas en gloria que algunas hermanas más ancianas. Vi a varias que no conocía, pero que sólo más tarde reconocí. También vi al Cordero de Dios inmolado por los pecados del mundo; sus ojos nos miraban llenos de dulzura. […] El ángel se llevó aparte a dos o tres religiosas; temía que hiciera lo mismo conmigo, pues entendía que esas hermanas no debían seguir al Cordero».2

Esta impactante descripción le reveló al corazón de la priora el rumbo que les había sido trazado: el camino del Cordero inmolado, o sea, el martirio. Sus vidas y su vocación comenzaron a cobrar sentido con ese sueño, de cara al furor revolucionario que se extendía. Las religiosas que seguirían al Cordero serían sin duda ellas. La gracia le decía esto misteriosamente en el fondo de su alma. Le correspondía a ella, entonces, preparar a la comunidad para el cruel futuro que le esperaba.

Martirio de las carmelitas de Compiègne – Convento de Santa Teresa, Palma de Mallorca (España).

Lo hizo en la propia Pascua de 1792. Reunió a las religiosas y les contó el sueño. Les explicó que la Iglesia sufría una de sus peores persecuciones y que la única manera de aplacar al Terror y exaltar a la Esposa Mística de Cristo en medio de sus tribulaciones era que todas hicieran un acto de ofrecimiento de sí mismas y de sus vidas, como víctimas.

Muchas no comprendieron a qué se refería la superiora… Las dos hermanas más antiguas de la comunidad reaccionaron con temor, sobre todo porque habían oído hablar de un instrumento odioso y terrorífico: la guillotina. Las novicias se preguntaban: «¿Quiénes serían esas dos o tres que “no debían seguir al Cordero”?».

En este ambiente se desarrollaron las fiestas pascuales en el Carmelo de Compiègne. Era necesario esperar que los acontecimientos mostraran la verdad sobre el presentimiento de la priora, y esto no tardaría en suceder…

En nombre de la libertad, forzadas a abandonar el Carmelo

Un decreto publicado el 4 de agosto de 1792 impuso finalmente el cierre de todos los monasterios femeninos. El 12 de septiembre, el mobiliario del Carmelo de Compiègne fue confiscado. Al verse obligadas, por ley, a abandonar su convento, las religiosas eligieron el día 13 para preparar su doloroso regreso al mundo. Con la ayuda de conocidos, consiguieron la ropa de civil y el día 14, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, consumaron su marcha.

¿Una tragedia? Aparentemente sí; no obstante, bajo la mirada de la fe este hecho significaba la llegada del Cordero de Dios, que llamaba a la puerta del Carmelo para invitar a sus vírgenes a seguirlo.

Se hospedaron en cuatro apartamentos. En medio del caos y el horror que el nuevo Gobierno francés difundía por la nación, todas trataban de llevar, en la medida de lo posible, vida de comunidad, renovando cada día el acto de ofrecimiento que habían hecho en la última Pascua celebrada en el convento. Como resultado, en los casi dos años que así estuvieron a la espera del martirio que recompensaría su fidelidad, sucedió algo maravilloso: el sufrimiento fue transformando sus miserias en virtudes, y sus flaquezas en santidad.

Sería demasiado largo narrar en estas líneas los pormenores de ese doloroso «exilio». Sin embargo, el brillo de la fidelidad de aquellas religiosas alcanzó su máximo fulgor en el último día de sus vidas, en una matanza que marcó la Historia.

Arbitraria sentencia de muerte

Después de haber sido arrastradas desde sus apartamentos hasta una casa de detención provisional el 22 de junio de 1794, las desafortunadas carmelitas fueron, por fin, conducidas a la prisión instalada en la Conciergerie de París, el 12 de julio.

Vale la pena señalar que, por una misteriosa coincidencia —¡o providencia!—, es esa ocasión estaban vestidas con el hábito religioso, porque las únicas prendas de civil que tenían las habían puesto en agua para lavarlas. Ante la urgencia de cumplir la orden de arresto, los guardias no tuvieron más remedio que, a regañadientes, llevárselas de todos modos.

El acta de acusación de las prisioneras recién llegadas fue redactada por Fouquier de Tinville, por entonces presidente del Tribunal revolucionario, por cuyas manos pasaban diariamente centenares de víctimas asesinadas en la guillotina. Por otra celestial coincidencia, el documento estaba fechado oficialmente el 16 de julio, fiesta de Nuestra Señora del Carmen.

El día 17 las religiosas de Compiègne comparecieron ante Fouquier para responder a las imputaciones. Bien podemos imaginar el impacto que tuvo en aquel ambiente inmundo la entrada de las dieciséis carmelitas vestidas con sus hábitos. Ahora bien, al tratarse de una parodia de juicio, no cabía duda de que todo resultaría en una condena a muerte, pues la libertad, tan pregonada e idolatrada por la Revolución, era una hipótesis descartada para los resistentes, sobre todo los religiosos.

Desafiando a sus víctimas, el inquiridor desmenuzó los distintos «crímenes» cometidos por ellas, que consistían básicamente en la formación de conciliábulos contrarrevolucionarios y en conspiraciones contra la patria y la república. Las pruebas eran, entre otros disparates, el hecho de vivir bajo la obediencia a una superiora y la aprehensión de una «voluminosa» correspondencia, retratos de Luis XVI y de la familia real, además de representaciones de los Corazones de Jesús y de María, símbolos de los insurgentes vandeanos.3 A estas ridículas acusaciones le siguió un interrogatorio, pero las respuestas de las carmelitas obviamente no fueron consideradas.

En cierto momento de la confrontación, el fiscal las llamó «fanáticas». Una hermana intrépida, Marie Henriette de la Providence, se levantó entonces y le preguntó:

—¿Qué significa que somos «fanáticas»?

Y le exigió una explicación más profunda sobre el término. Inseguro, Fouquier se encolerizó y vomitó un torrente de injurias contra ella y las demás. La Hna. Marie Henriette protestó, con dignidad y firmeza:

—Ciudadano, tu deber es acceder a la petición de una condenada. Por lo tanto, te suplico que nos respondas.

El tirano se vio obligado a declarar:

—Ya que lo quieres saber, eso lo entiendo como apego a tu religión y al rey.

—Te agradezco, ciudadano, esa feliz respuesta —le dijo la religiosa.

Y dirigiéndose a sus compañeras continuó:

—Mi querida madre y mis hermanas, exultemos de alegría en el Señor, pues vamos a morir a causa de nuestra santa religión, nuestra fe, nuestra confianza en la Santa Iglesia Católica.

¡Cuánto gozo! Serían realmente mártires, porque morirían por «apego» a la religión. Cuando finalmente fue pronunciada la sentencia, se regocijaron, a pesar de los naturales estremecimientos del instinto de conservación; Fouquier de Tinville, sin darse cuenta, les abría en aquel día las puertas del Paraíso.

Rumbo a la guillotina… ¡entre cánticos de gloria!

Concluido el juicio, las dieciséis carmelitas fueron puestas en una carreta y conducidas al patíbulo. La emoción que invadía sus corazones las llevó a cantar, durante el recorrido, el miserere y la salve.

Llegaron, por fin, a la plaza donde serían ejecutadas. La guillotina, ministra de constantes matanzas, las esperaba. Tres sonidos bastaban para la ejecución: el soltar la cuchilla, su descenso y… el rodar de la cabeza. A los pies del cadalso, todas se arrodillaron y renovaron sus votos. A continuación, la religiosa más joven de la comunidad, la Hna. Constance, que sólo en ese momento había tenido la oportunidad de realizar su profesión perpetua, se acercó a la priora y, de rodillas, le suplicó:

Las carmelitas de Compiègne suben al Cielo tras su martirio

—Permiso para morir, madre.

La Madre Thérèse se emocionó al ver realizadas en aquella joven las palabras proféticas del sueño: «Las hermanas jóvenes eran más elevadas en gloria que algunas hermanas más ancianas».

—Ve, hija mía —le respondió la priora.

Con un coraje indecible, la Hna. Constance subió los escalones del patíbulo cantando el salmo Laudate Dominum omnes gentes, y… enseguida se hizo partícipe del «banquete de bodas del Cordero» (Hch 19, 9). ¡Fue la primera en encontrarse con el divino Esposo!

De igual manera, una a una de las religiosas se arrodilló para pedirle la última bendición a la madre y, después, dirigirse a la guillotina. La valiente Hna. Marie Henriette permaneció al lado de la priora para ayudar a sus hermanas a subir la escalera del estrado. Finalmente, ella también subió y la Madre Thérèse se quedó sola. Todas sus hijas espirituales la esperaban en el Cielo. Ella las había animado y ahora no tenía en quién apoyarse, excepto en el Cordero inmolado, que la llamaba a sí con extremos de amor.

Holocausto aceptado por Dios

Como auténtico capitán que siempre es el último en abandonar el barco, la Madre Thérèse de Saint-Augustin caminó, por fin, hacia la muerte y, en pocos minutos, consumó el memorable holocausto de Compiègne. La profecía se había cumplido, el ofrecimiento concluyó. El cadalso fue el altar de la inmolación para aquellas elegidas.

Diez días después moría Robespierre y terminaba el período del Terror en Francia. ¡El sacrificio del Carmelo de Compiègne había sido agradable a Dios! La persecución, el odio y la injusticia de la Revolución contra estas almas fieles acabaron transformándose en gloria para la Santa Iglesia, pero también en una señal para impíos de todos los tiempos, que pierden su tiempo conspirando contra la Esposa Mística de Cristo: «El Señor es un Dios que retribuye, y al fin les dará su merecido» (Jer 51, 56). 

 

Notas


1 BUSH, William. Apaiser la Terreur. Suresnes: Clovis, 2001, pp. 27-28.

2 Ídem, pp. 71-72.

3 Cf. MARIE DE L’INCARNATION. Manuscrit I. In: BUSH, William (Ed.). La relation du martyre des seize carmélites de Compiègne. Paris: Du Cerf, 1993, pp. 85-86.

 

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