Balduino IV, rey de Jerusalén – Realeza e infortunio se abrazan

El siglo XII contempló reunidos en un varón elegido el más excelso y el más abyecto estado a quien alguien podría llegar. Su figura, no obstante, se fijó en los cielos de la Historia como símbolo de coraje heroico ante el sufrimiento.

Tras la primera Cruzada, proclamada por el Papa Urbano II, el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo fue reconquistado de las manos de los mahometanos y los cristianos fundaron un reino en Jerusalén. Por su augusto vínculo con el Salvador, se convirtió entonces en el centro de atención de toda la cristiandad.

¡Cuánta gloria para la Ciudad Santa, pero qué paradójica gloria! No fue el oro y la plata, ni las victorias o el éxito lo que la hizo grande ante las naciones, sino el dolor, la lucha y la cruz.

Lamentablemente, la ambición envenenó ese santo reino y, en el siglo XII, su antiguo esplendor caminaba hacia su ocaso. Si, al principio, la corte de Jerusalén había sido un baluarte de desprendimiento, hasta el punto de que su primer monarca, Godofredo de Bouillon, rechazara usar una corona de oro por no sentirse digno de llevarla donde Cristo quiso ser coronado de espinas, ahora yacía corrompida por la vanidad. El ideal de las Cruzadas se extinguía.

Sin embargo, en su crepúsculo, a semejanza del sol, el reino de Jerusalén manifestaría sus más bellos esplendores.

Un niño marcado por el dolor

Siendo aún niño, aquel que fuera llamado a la realeza se vio afectado por el horrible mal de la lepra
Guillermo de Tiro descubre los síntomas de la lepra en el joven Balduino, iluminación de la obra «Estoire d’Eracles» Biblioteca Británica, Londres

El rey Amalarico I, descendiente de la nobleza de Anjou (Francia), le regaló a la ciudad sagrada un virtuoso heredero al trono. Su dedicación en los estudios, su vivacidad durante la recreación, su agilidad en la equitación, superior a la de sus antepasados, habría llevado a todo el reino a depositar en él enormes esperanzas, si el niño no estuviera ya, en tan tierna edad, marcado con el signo de los predestinados: el sufrimiento.

A los 9 años, Balduino se topó con una tragedia. Guillermo de Tiro, su educador, cuenta que un día, mientras el pequeño jugaba con otros niños de su edad, percibió que ningún golpe le causaba dolor, que era indiferente a ellos: «Al principio pensé que había en él un mérito de paciencia y no una falta de sensibilidad; lo llamé, empecé a examinar de dónde podría venir tal conducta, y finalmente descubrí que su brazo derecho y la mano del mismo lado estaban algo entumecidos».1

Esta situación dejó preocupado a Guillermo y, sobre todo, al padre del chico. Después de haber consultado a los médicos, sus peores sospechas se confirmaron: había contraído la lepra, enfermedad incurable en aquella época.

Cuando hubo llegado a la pubertad, Balduino fue avisado de su dolencia. Sin embargo, la noticia no quebrantó para nada la varonil fuerza de su alma: aun siendo tan pequeño, se sintió invitado por el divino Redentor a subir al Calvario, se portó como un héroe y jamás retrocedió ante el dolor.

Fuerza de alma invencible

A la muerte de Amalarico I, el príncipe fue coronado y consagrado rey en la iglesia del Santo Sepulcro, el 15 de julio de 1174, a la edad de tan sólo 13 años. Desde entonces recibe el nombre de Balduino IV.

Bien podemos imaginar el drama de este varón. En Tierra Santa, Nuestro Señor Jesucristo había obrado admirables prodigios: los sordos oían, los ciegos veían, los paralíticos andaban; su mera sombra ahuyentaba las enfermedades. Sobre todo, ¡el Redentor había curado a leprosos! ¿Acaso la era de los milagros había terminado? ¿No podría Él devolverle la salud al joven rey? Ciertamente, pensamientos como estos invadirían el alma de Balduino, mientras paseaba por las calles de Jerusalén… La esperanza de un milagro le daba ánimos para proseguir su gobierno. Aunque estaba dispuesto, si su curación no llegaba, a mantenerse firme en su deber, porque también el Cordero divino, llagado y desfigurado como un leproso, se había asentado en el trono de la cruz.

Ahora bien, el sufrimiento del príncipe no se limitaba a su enfermedad. En la corte de Jerusalén campaban la ambición y el interés. Ya que no podría tener descendientes, todos codiciaban el trono y, lejos de desearle su recuperación, ansiaban su muerte. Conocedor del estado de la nobleza, Balduino presentía la ruina de su reino; no había en su entorno quien fuera digno de sucederle.

Un enemigo externo terrible, una corte decadente, una salud en inevitable declive: he aquí la herencia del nuevo rey
Coronación de Balduino IV, por Simon Marmion – Biblioteca de Ginebra (Suiza)

Como si esto no bastara, Saladino, jefe de los seculares enemigos de Cristo, los mahometanos, aprovechando una sarta de circunstancias, entre ellas el hecho de que en Jerusalén reinaba un «niño» leproso, decidió iniciar una serie de ataques para tomar posesión de Damasco, ciudad clave para la conquista de todo el territorio.

En este contexto tuvo lugar el primer combate de Balduino. Con 14 años comandó el ejército católico, uniéndose a las tropas de Raimundo III de Trípoli, su primo. El 1 de agosto de 1176, en la llanura del Becá, el rey leproso obtenía una retumbante victoria tras un duro enfrentamiento. A pesar de su enfermedad, cabalgaba como un auténtico guerrero y sujetaba la lanza con extrema fuerza. Los caballeros cristianos constataron el genio militar de su gobernante y la bravura de su temperamento y, de regreso a Jerusalén, fue aclamado por todo el pueblo.

¡Conmovió a los Cielos…

Aquella alma invicta, al ver cómo le caían tantas tragedias sobre su cabeza mientras la lepra, día a día, se manifestaba con síntomas más atroces, tendría todas las excusas para prescindir de sus arduas obligaciones de guerrero. No obstante, continuó librando las más gloriosas e insignes batallas, entre ellas, especialmente memorable, la de Montgisard.

Aprovechando la ausencia de Balduino y de las tropas cristianas, que estaban luchando en Ascalón, Saladino se precipitó presuntuosamente sobre la Ciudad Santa. El joven rey, con 16 años, sufriendo los dolores de sus abiertas llagas que golpeaban contra su armadura, dejó Ascalón, donde había logrado una nueva victoria, y salió en busca del sultán, con tan sólo trescientos setenta caballeros, la mayoría guerreros de retaguardia. Lo sorprendió a mitad de camino de Jerusalén, pero el imprevisto no suplía la desproporción numérica entre los dos ejércitos: los cristianos eran unas pocas centenas contra decenas de miles. Balduino sintió la vacilación de los suyos…

Bajó entonces de su caballo y se postró en tierra ante un fragmento de la verdadera cruz, que portaba el obispo Alberto de Belén. Tomado por la fe, le imploró a Nuestro Señor Jesucristo que les obtuviera la victoria. A continuación, se dio una escena sin duda emocionante: del llagado rostro de Balduino, recién erguido del polvoriento suelo, corrían lágrimas. Ante tanta sublimidad, los soldados, embelesados, juraron vencer o morir. En sus corazones la santa cólera competía con la fe y el ideal de las primeras Cruzadas volvió a brillar.2 Todos estaban «llenos de la gracia celestial, que los hacía más fuerte que de costumbre».3

La batalla comenzó y el ejército musulmán, muchísimo más numeroso, no fue capaz de contener el ímpetu de las cargas de caballería de los francos. Ya bajo las sombras de la noche, éstos se lanzaron en persecución de los fugitivos. Saladino logró escapar, pero al llegar a El Cairo, centro del imperio mahometano, se fijó que sólo le quedaban unos pocos centenares de soldados. La victoria cristiana en Montgisard había sido total.

Esta bellísima hazaña, alcanzada con el auxilio del Cielo y considerada por Guillermo de Tiro como la más memorable, sucedió en el tercer año de reinado de Balduino IV, que fue gloriosamente recibido en Jerusalén al canto del Te Deum.

…e impuso respeto a los infiernos!

Muchos podrían pensar que si Balduino no hubiera sido leproso la Historia habría sido muy distinta. Sin embargo, aunque puede haber algo de cierto en esta afirmación, no podemos dejar de considerar que, sin esta paradójica desgracia, el reino de Jerusalén nunca tendría la gloria de ser gobernado por un monarca tan parecido al divino Redentor. ¡Y es una dádiva incomparable!

De hecho, la unión de Balduino con el Rey Crucificado llegó a ser tan íntima que con su simple presencia logró ser capaz de poner en fuga al enemigo, al igual que el Salvador en el Huerto de los Olivos, cuando hizo caer postrados a los que venían a arrestarlo (cf. Jn 18, 4-6). Este acontecimiento, quizá tan hermoso como la victoria de Montgisard, tuvo lugar en Beirut.

La arrogante desobediencia de Reinaldo I de Châtillon, vasallo del rey cristiano, provocó que Saladino atacara esa ciudad, por tierra y por mar. Sin embargo, Balduino ya estaba casi agonizante por el avance de la lepra. «El infeliz príncipe había perdido la vista, las extremidades de su cuerpo se iban descomponiendo; ya no podía valerse ni de los pies ni de las manos».4 Aun estando incapacitado de cabalgar, quiso, por fidelidad a los deberes de la monarquía, partir en defensa de su súbdito rebelde, no sin antes reprenderlo severamente por su comportamiento.

Marchó llevado por los suyos en una litera, acompañado de setecientos hombres, contra veinte mil musulmanes. ¡Su ímpetu era irresistible! Lanzándose por sorpresa sobre el enemigo, le quemó sus flotas; el «valiente» Saladino, nada más enterarse de la presencia del joven héroe al frente de los soldados católicos, huyó atemorizado.

«En la primera victoria [en Montgisard], conmovió al Cielo, inclinándose en el desierto; en la segunda, impuso respeto al infierno, haciendo retroceder a Saladino».5 He aquí la gloria de un hombre que supo ser, con las debidas proporciones, otro Cristo en la tierra.

Dios lo glorificó en la eternidad

El 16 de marzo de 1185, con 24 años, el rey Balduino entregaba su alma a Dios. Victorioso contra todos los infortunios por su voluntad férrea, su paciencia en el sufrimiento y su coraje ante las peores circunstancias hoy brilla en el firmamento de la Historia.

Si la lepra había devorado su cuerpo, en su alma había dejado la luminosa marca del heroísmo. Con qué admiración, por tanto, veremos resplandecer las llagas de este guerrero, rey y «mártir» por el sufrimiento cuando el día de la resurrección la gloria de su alma se manifieste en su cuerpo.

Balduino IV todavía no ha sido elevado a la honra de los altares, pero sin duda a quien sufrió con tanta constancia en esta tierra y ante el cual los peores enemigos de la Santa Iglesia se estremecieron de pavor, Nuestro Señor Jesucristo le habrá reservado un trono de gloria en la eternidad. 

Almas que marcan el rumbo de la Historia

Cuando Dios decide realizar sus grandes intervenciones en la Historia, las gracias más marcadas y sobresalientes no son como los favores comunes que suele concederle a cada individuo diariamente, sino que el Creador elige a algunas personas que, a menudo, hasta son naturalmente modeladas para la tarea a la que Él las destina.

El Dr. Plinio durante una conferencia
en la década de 1990

En atención al amor que Dios nutre por esas personas —incluso antes de haberlas creado, porque en su sabiduría representan un papel especial en sus planes divinos—, sea en virtud de las actitudes de ellas mismas, sea de la correspondencia o incorrespondencia de quienes son llamados a rezar y sacrificarse por ellas, estas personas pueden estar dotadas de una fuerza de impacto en la Historia que la lleva adelante.

Para usar una imagen bélica, sería como un carro de combate que avanza en dirección a un muro y lo derriba, pudiendo atravesar toda una manzana en línea recta. Esas personas son los tanques de la Historia. […]

Hay dos maneras de demostrar que uno tiene un plan. Una de ellas es seguir una trayectoria rectilínea y llegar hasta el final. La otra, sorteando los peores y más variados obstáculos, dirigirse invariablemente hacia el mismo destino. Se trata de una forma de solidez del plan. Dios combina los dos métodos, a veces rociándoles regiamente a algunos con obstáculos, para hacerlos brillar luego de un modo más espléndoroso, casi como viniendo a ser los autores del plan que llevaron a cabo.

Sin embargo, el archiplan de Dios consiste en obtener del curso de las cosas —para hablar en lenguaje humano— una cierta cuota de gloria. Entendiendo bien que, puesto que el Todopoderoso ha creado seres inteligentes y libres en número incontable, de entre estas criaturas muchas llegarían a hacer lo contrario de lo que Él quiere. […]

Los elegidos, en el sentido en que lo fue el pueblo elegido y lo es la Iglesia Católica, ocupan un lugar muy importante en los planes de Dios, pero las ofensas cometidas por ellos tienen en la justicia divina un papel muy grande. El Creador es misericordioso con ellos, pero sus pecados lo ofenden especialmente y pesan lo bastante como para que Él modifique sus planes.

Entonces, la Historia entera gira en torno de las gratitudes e ingratitudes de los elegidos. Muchos de los sinuosos y espantosos signos de la Historia, incluso el hundimiento o aparente zozobra de instituciones, están relacionados con pecados cometidos en las propias instituciones, las cuales, conforme su correspondencia o incorrespondencia a la gracia, quedan con cierta libertad, concedida por Dios, de trazar los planes de la Historia, cerniéndose sobre ellas una gloria o una culpa extraordinaria por el rumbo de la humanidad.

La Providencia, de vez en cuando, suscita un vengador de los planes divinos dilapidados, que no es necesariamente el que castiga, sino el que destroza la confusión. Éste, pues, restablece la claridad del rumbo y las almas caminan.

Por lo tanto, hay todo un juego de las almas fieles e infieles, incluso de las víctimas expiatorias, que conservan o degeneran las instituciones, y un conjunto de misericordia y justicia del cual sólo Dios tiene conocimiento. Entonces va creando otras almas, suscitando vocaciones, dando gracias para realizar un plan, porque en su infinita bondad concedió a algunas almas el honor de marcar el rumbo de la Historia junto con Él. 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de: CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
«A História gira em torno dos eleitos». In: Dr. Plinio. São Paulo.
Año XXIII. N.º 267 (jun, 2020); pp. 21-23.

 

Notas


1 BORDONOVE, Georges. Les Croisades et le Royaume de Jérusalem. Paris: Pygmalion, 2002, pp. 259-260.

2 Cf. Ídem, p. 281.

3 MICHAUD, Joseph-François. História das Cruzadas. São Paulo: Editora das Américas, 1956, v. II, p. 378.

4 Ídem, p. 386.

5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Balduíno IV, o protótipo do católico [2]». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XXI. N.º 246 (sep, 2018); p. 24.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados