«No hay enemiga más fiera que la piedad falsa de la sincera», célebre aforismo que se cumple a rajatabla en el Evangelio de este domingo, el cual narra la aterradora venganza de la mediocridad contra la Grandeza.
Evangelio del IV Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: 21 «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». 22 Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?».
23 Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». 24 Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su tierra. 25 Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; 26 sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. 27 Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
28 Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos 29 y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. 30 Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino (Lc 4, 21-30).
I – El Profeta rechazado
El Evangelio del cuarto domingo del Tiempo Ordinario presenta el rechazo virulento de los habitantes de Nazaret a Nuestro Señor, hecho que San Lucas sitúa después de las tentaciones en el desierto, cuando Jesús, «volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu» (Lc 4, 14a). Se diría que el Redentor quiso vencer primeramente al demonio y, casi de inmediato, a sus antiguos círculos sociales y a sus familiares hostiles a su divina misión.
El evangelista subraya que, incluso antes de que Nuestro Señor se dirigiera a Nazaret, su fama se había extendido «por toda la comarca» (Lc 4, 14b), mientras «enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan» (Lc 4, 15). Por lo tanto, nimbado de gloria y manifestando la fuerza del Paráclito, así es cómo el Mesías sube a su ciudad para encontrarse con sus convecinos de otrora.
Cabe señalar que, después de haber narrado el execrable y gravísimo pecado de los nazarenos, San Lucas destaca de nuevo que Jesús «bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad» (Lc 4, 31-32). Así, el atentado de Nazaret que presenciaremos en los versículos de este domingo constituye, al comienzo de la vida pública del Salvador, una especie de siniestro paréntesis en la calurosa y entusiasta acogida del pueblo de Israel al poderoso Taumaturgo y Maestro sapientísimo.
De este modo, con una especial marca de execración, el evangelista resalta la irracional y delictiva actitud de los habitantes de Nazaret dentro de un contexto de triunfo y gloria.
En la sinagoga de Nazaret
Con estos antecedentes, se entiende mejor el asombro inicial del auditorio presente en la sinagoga de Nazaret, relatado en el Evangelio del domingo anterior, pues los ecos gloriosos del apostolado de Nuestro Señor habían llegado a sus oídos. La escena descrita por San Lucas posee una densidad sobrenatural casi palpable. Jesús se levantó para hacer la lectura y escogió con divina audacia un pasaje en el cual Isaías vaticina el futuro Salvador:
«Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en Él» (Lc 4, 17-20).
En un clima de estupor, los nazarenos esperaban las palabras de Jesús. Quizá supusieron que reconocería los beneficios del período de su infancia y juventud transcurrido en aquella ciudad para la formación de su carácter, que habrían favorecido la obtención del éxito que lo rodeaba.
Nuestro Señor, en cambio, les propondrá la visión verdadera, toda sobrenatural, con respecto a su misión; las mentalidades cerradas y egoístas están a años luz de la perfección del Verbo Encarnado. Se presentará por los labios de Isaías como aquel que prenunciaron los profetas, el Ungido del Señor, el Hijo de Dios.
Ante tal declaración veremos florecer sentimientos de comparación, de antipatía, de frialdad. Así es la mediocridad, herida por la fuerza de la grandeza, cuya venganza se hará notar de un modo terrible.
II – Despreciado violentamente por los suyos
La maldición de la banalidad
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: 21 «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». 22 Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?».
Una característica inconfundible del mediocre es vivir enjaulado, por voluntad propia, detrás de las rejas de expectativas estrechas y terrenas. Cae víctima de una especie de maldición de la banalidad, por la cual los horizontes sobrenaturales le sobrepasan, causándole antipatía y torpor. Por ese motivo los nazarenos, al oír «las palabras de gracia» de Jesús, no fueron capaces de plantearse la cuestión acerca de su origen divino. De cara al extraordinario efecto que tenían ante sus ojos, solamente lograron remontarse a la supuesta causa humana: «¿No es este el hijo de José?». Se mostraron, por tanto, incapaces de creer en la divinidad de Nuestro Señor, la cual, no obstante, traslucía con diáfano esplendor en su figura, en sus gestos, en su poder taumatúrgico, en su sabiduría.
Qué contraste entre los nazarenos y tantas almas benditas que intuyeron la grandeza divina en Jesús. Santa Isabel creyó en Él incluso sin haberlo visto, escondido como estaba en las entrañas purísimas de María: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 43). Natanael lo aclamó Hijo del Altísimo por el hecho de haberle revelado que lo había visto debajo de una higuera (cf. Jn 1, 49). Y hasta los propios demonios lo proclamaron «Santo de Dios» (cf. Mc 1, 24; Lc 4, 34).
Los «calientes» y los «fríos» logran percibir lo que los «tibios», embotados en su mediocridad, no quieren ver. No sin razón, el Apocalipsis condena con especial repugnancia ese estado de espíritu, preparatorio para las peores abominaciones: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (3, 15-16).
Cabe señalar que la atribución que le hacían a San José de la maravilla que estaban contemplando no era debido a una sincera admiración por el glorioso patriarca, fundada en su impar santidad. Para los nazarenos, el casto esposo de Nuestra Señora simplemente era un honrado carpintero. No se habían dado cuenta de la excepcional virtud que lo caracterizaba, sea por la perfección de su trabajo, sea por su conducta honesta, piadosa y varonil.
La mediocridad se configuraba, por tanto, como una de las principales causas de la incredulidad. La virtud de la fe abre la inteligencia del hombre hacia los horizontes infinitos y grandiosos de la Revelación, a la manera de un puente que une la tierra al Cielo. Sin embargo, para el que vive, como las gallinas, inclinado hacia el suelo buscando el alimento que sacia al vientre, tales perspectivas sobrenaturales provocan hastío, rencor y, finalmente, rechazo.
Ante tanta ceguera, Jesús tratará de aplicar el remedio de la reprensión, en lugar de brillar de cara a los nazarenos mediante signos estruendosos. Donde falta fe, los milagros no suplen su ausencia, como vemos en nuestra sociedad. ¿Quién no conoce las inexplicables curaciones que suceden en Lourdes? Enfermos desahuciados, regresan sanos después de haber estado en oración confiada a la sombra de la gruta de Massabielle. Muchos saben de esos prodigios, pero ¡qué pocos creen y se convierten de corazón!
«Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón»
23 Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». 24 Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su tierra. 25 Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; 26 sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. 27 Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
¡Duras palabras de Nuestro Señor a los nazarenos! Con el hierro candente de la verdad, procuraba cauterizar la herida de la mediocridad. Los enfermos, no obstante, rechazaron la curación.
Era necesario dejarles claro a sus oyentes la tibieza de sus corazones, cerrados a la divina gracia que les llamaba a la puerta insistentemente. Al escuchar la afirmación del divino Maestro de que «ningún profeta es aceptado en su tierra», debían haber reconocido con humildad su propia culpa y haber pedido perdón. Pero nada los conmovió, ni siquiera los ejemplos de Elías y Eliseo, los cuales, rechazados por los suyos, favorecieron con milagros a personas extranjeras.
«Reprende al sensato y te querrá» (Prov 9, 8), dice la Sagrada Escritura. Sin embargo, si se trata de un insensato, la reprensión lo moverá al odio. Y esa fue la reacción de los antiguos conciudadanos de Nuestro Señor. La mediocridad se basa en un elevado concepto de sí mismo, en un orgullo larvado y complaciente que lleva al corazón humano a sentirse satisfecho consigo, en una vidita deleitosa y banal. Por eso el mediocre tiene aversión a cualquier clase de crítica y reacciona como un animal feroz contra quien osa formularle la mínima censura.
Entonces, ¿por qué el Señor trató de abrir los ojos de sus compatriotas? ¿No sabía cuál iba a ser su reacción?
Jesús vino para salvar y, por lo tanto, debía ofrecerles a los hombres la posibilidad de que reconocieran sus culpas y alcanzaran indulgencia. Si bien que, por otra parte, es piedra de escándalo, signo de contradicción, como profetizó Simeón (cf. Lc 2, 34-35), y quien no acepta sus advertencias se precipita en el camino de la rebelión franca e insolente contra la voluntad de Dios.
El atentado de Nazaret
28 Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos 29 y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. 30 Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Los habitantes de Nazaret hicieron oídos sordos a los llamamientos sobrenaturales y se cerraron en sí mismos, con resentimiento y tristeza. Su reacción de odio mortal refleja muy bien la actitud del mediocre herido en su amor propio. Querer matar al Ungido del Señor por haberlos amonestado con elevación y sabiduría respecto de la ceguera espiritual que les oprimía, demuestra cuán peligrosa es la lepra de la mediocridad.
Llama la atención que, inicialmente, Nuestro Señor se dejó llevar por el torrente de la animosidad en dirección al abismo. Lo hizo así, sin duda, para remarcar la tentativa del crimen. Con todo, estando al borde del precipicio, pasó entre medio de ellos sin que lograran detenerlo. ¿Habría asumido el cuerpo glorioso para huir de aquellas manos asesinas? El caso es que, con altivez y paz inalterables, la divina Víctima escapó de forma milagrosa de la trampa mortal, porque aún no había llegado su hora.
El evangelista encierra su relato afirmando solamente que Jesús «siguió su camino». La saña de los mediocres no puede detener el curso de la verdad, que siempre sale victoriosa contra sus adversarios.
III – Una lección para los católicos del siglo XXI
Nuestro Señor se nos presenta en el Evangelio del cuarto domingo del Tiempo Ordinario como el Profeta por excelencia, rechazado por los suyos a causa de su menguada fe.
El odio mortal de los nazarenos al verse invitados ad maiora por el divino Maestro y, al mismo tiempo, reprendidos por Él, nos parece, a primera vista, una reacción ex abrupto sin aparente motivación. Sin embargo, tal impresión no corresponde a la realidad. La mediocridad es una enfermedad espiritual grave, cuyos efectos devastadores se revelan en el episodio narrado por San Lucas. Entre ellos se encuentra que el mediocre pasa de la acedia al odio contra Dios.
La mediocridad es la gran enemiga de la magnanimidad, virtud ligada a la fortaleza que manifiesta con especial fulgor la inmensidad del poder y del amor de Dios. En su vida pública, Nuestro Señor se presentó como la Grandeza encarnada, dejando ver de modo rutilante la sobrenaturalidad de su misión y su origen divino: se trataba del Verbo engendrado por el Padre, desde toda la eternidad, y hecho hombre en el seno virginal de María Santísima. Y la cruz fue el precio pagado por el Hijo de Dios por haber osado brillar de esa forma a los ojos de hombres hundidos en el pantano hediondo y emoliente de la mediocridad.
Una preparación para la lucha
Considerado así, el Evangelio de este domingo constituye una preparación para la lucha. El enfrentamiento entre la espada de la verdad y la furia bestial de la mediocridad muestra con claridad que el apostolado se desarrolla en un campo de batalla en el cual los enemigos más feroces pueden ser los que, en apariencia, se presentan cuerdos y pacíficos.
En este sentido, el apóstol católico ha de tener la mirada interior encendida, vigilante y atildada, lista para reconocer a los que escuchan las verdades rutilantes del santo Evangelio con auténtica admiración y, por el contrario, identificar a los que desean permanecer adormecidos en la noche de sus pecados, quienes se convertirán en sus más terribles adversarios.
Lleno de coraje, como imitador de la Sabiduría encarnada, debe incentivar a los buenos y reprender a los malos, consciente de las consecuencias que vendrán: el odio, la lucha, el riesgo y, a menudo, el martirio.
Las «Nazaret» de nuestros días
El mundo de hoy yace, en gran medida, bajo la tiranía de la mediocridad. El «pan y circo» de los romanos decadentes continúa siendo, en versión moderna, la moneda con la que el mundo compra la ceguera voluntaria de las multitudes. Dinero, diversión, placer, comodidad, avances tecnológicos y otras vanidades llenan las expectativas miopes de millones de personas que, cuales nuevos Esaú, renuncian a volar sobre los nobles y arduos horizontes de la fe a cambio de un banal plato de lentejas. De ellos dice San Pablo «que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su Dios es el vientre» (cf. Flp 3, 18-19).
El resultado de tal prevaricación está ante nuestros ojos: ¿cuándo se presenció en la Historia de la humanidad una crisis moral más dramática y devastadora que la de nuestros días? Los mandamientos divinos, sin excepción, son profanados de la forma más innoble por parte de las masas inertes, esclavas de la mediocridad.
No podemos, sin embargo, desanimarnos, pues la verdad será la vencedora.
¡Abracemos la vida del heroísmo!
Al dejarse inmolar en la cruz y resucitar glorioso, Nuestro Señor hirió de muerte la mediocridad e hizo que surgiera en su Iglesia una estirpe de héroes capaces de las más santas audacias a fin de implantar en el mundo la obediencia a la ley divina. Sí, una miríada de hombres y mujeres fueron capaces de, con desprecio por los mezquinos acomodamientos mundanos, dar la vida para convertir esta tierra en una imagen del Cielo y conquistar la eternidad. Por eso podemos afirmar, parafraseando un pensamiento del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, que «la sonrisa escéptica y resentida de los mediocres nunca logrará detener la marcha victoriosa de los que tienen fe».
En actitud diametralmente opuesta a la locura asesina de los nazarenos, somos invitados hoy por el divino Maestro a formar parte de esa cohorte radiante y magnífica de los que lo siguen por el camino sangriento del Calvario, con la firme certeza de la victoria final.
La Santísima Virgen prometió en Fátima: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!». Hagamos de estas palabras nuestro estandarte de guerra y combatamos por Ella las batallas del apostolado, sabiendo discernir la acción de la gracia que, en medio del lodazal moderno, va haciendo que germine un lirio albísimo e incontaminado. Ese lirio será capaz de vencer con su fulgor irresistible las tinieblas de la noche y de domar con su pureza militante el furor de la tempestad. De él nacerá el orden sacral, jerárquico y altamente perfecto del Reino de María. ◊
En la foto destacada: Los nazarenos atentan contra el Señor – Biblioteca del monasterio de Yuso,
San Millán de la Cogolla (España))