La torre que tocó el Cielo

Una misteriosa edificación… tenía solamente los cimientos, un poco del suelo y algunos centímetros de pared. ¿Qué arquitecto la concluiría?

Cierto hombre estaba sentado con los codos sobre las rodillas y una de sus manos debajo la barbilla. No es raro encontrar gente así. Pero no podemos decir lo mismo cuando se trata de un obispo… ¡y más aún en el Reino de los Cielos!

Agustín, te veo muy pensativo. ¿Qué ha ocurrido?

¡Ay, Pablo! Estoy preocupado por la Iglesia militante. Ya estamos a doce siglos después de Cristo, pero parece que todavía falta algo que ayude a los hombres en su santificación.

—También estuve pensando en ello —concordó el Apóstol—. Creo que la humanidad no conoce suficientemente las cosas de Dios.

—Tienes razón. Ya puse de mi parte mientras vivía en la tierra. Pero nadie continuó mi obra debidamente…

Te apoyaste en el filósofo Platón, Agustín. Sin embargo, también había mucha cosa útil en Aristóteles.

Éste, al oír su nombre, se acercó.

—Disculpad, ¿me habéis llamado? ¿Os puedo ayudar en algo?

Los dos le permitieron que se uniera a la conversación y le contaron lo que estaban discutiendo. Entonces el maestro griego se pronunció:

—Cuando llegué aquí, al Paraíso, después de un buen tiempo de purificación, Nuestro Señor Jesucristo —la Causa causarum que jamás hubiera imaginado yo que se encarnaría para salvar a la humanidad— me reveló que mis palabras serían comprendidas a la luz de la fe y que darían una base sólida a la doctrina de su Iglesia. Pero sigo esperando que eso suceda…

Dirijámonos a Dios y pidámosle que nos revele sus designios al respecto —decidió San Pablo categóricamente.

Arrodillados ante el trono de la eterna divinidad, expusieron el problema: ¿qué hacía falta para que los hombres de aquel siglo crecieran en el conocimiento de Dios, a fin de amarlo más y santificarse? El Señor, infinitamente paternal y majestuoso, apuntaba con el dedo al mundo, mostrándoles una edificación: estaban los cimientos, un poco de suelo y unos centímetros de pared levantada. Y explicó:

Mirad, se está construyendo una torre que llegará hasta la puerta de las santas moradas.

—¡Oh, suprema Belleza! —exclamó el Águila de Hipona—. ¿Es esto una nueva Babel?

No, Agustín. La torre de Babel me desafiaba orgullosamente; ésa, en cambio, me traerá muchos hijos por sus escaleras.

Los tres comprendieron que el Altísimo estaba preparando algo especial y percibieron que no sería reverente insistir en sus averiguaciones.

Al día siguiente —si se puede decir que exista el «día» en el Cielo—, estando reunidos de nuevo, se fijaron en dos ángeles de la guarda, uno de los cuales llevaba una niña en su regazo. Aristóteles le preguntó:

—¿Una nueva bienaventurada? ¿Tu protegida?

¡Sí! —le respondió el ángel—. Estaba durmiendo en su cuna, junto con su hermano gemelo, cuando cayó un rayo de las nubes y entró por la ventana abierta de la habitación y sólo la alcanzó a ella.

El Apóstol de las gentes se adelantó:

—Tras haber visto de cerca la muerte varias veces, mi experiencia me dice que cuando la Providencia le conserva la vida a alguien de una manera tan sorprendente, como hizo con el pequeño que estaba al lado de la niña, es porque le reserva alguna misión importante.

Los ángeles se miraron y sonrieron. El que estaba con las manos desocupadas tenía expresiones más misteriosas; fijó la vista en los tres bienaventurados y les dijo antes de retirarse:

Rezad por él. Es mi custodiado y se llama Tomás.

San Pablo, San Agustín y el Filósofo reanudaron su conversación, que resultó muy animada por la fuerte impresión de que la visión que Dios les había mostrado tenía relación con el bebé superviviente.

Los tres se preguntaban: ¿qué le faltaba a los hombres para crecer en el conocimiento de Dios?

—Estaré muy atento al niño. Algo hay detrás de esta historia —reflexionaba Aristóteles, a lo que los otros dos asintieron.

*     *     *

Cuando Tomás era aún muy pequeño, cierto día su institutriz notó, mientras lo preparaba para el baño, que el niño agarraba con fuerza algo en una de sus manos. En vano intentó abrírsela, pues se resistía. Extrañada con el comportamiento de su hijo, siempre tan dócil, su madre decidió hacer caso omiso a los llantos del niño y averiguar de qué se trataba. Cuál no fue su sorpresa al abrirle la mano y ver el tesoro que Tomás guardaba con tanto aprecio: un trozo de pergamino, en el que estaban escritas las palabras Ave Maria.

A medida que el amor a la Emperatriz del Cielo crecía en aquel inocente corazón, la enigmática edificación iba perfeccionándose: sus cimientos se fortalecían y el pavimento se completaba.

Tomás había crecido un poco. Era sereno y meditativo. Cuando llegó a la edad de los «porqués», su mayor aspiración se resumía en una pregunta, repetida muchas veces por él: «¿Quién es Dios?».

Siempre que interrogaba a los más cercanos y buscaba la respuesta, las paredes de aquel edificio subían un poco más. La torre empezaba a adquirir bellísimas proporciones. San Agustín, San Pablo y Aristóteles acompañaban, admirados, el portentoso acontecimiento.

Más tarde, aquel muchacho se haría religioso. En cierta ocasión, un fraile lo llamó agitadamente:

—Ven a verlo, Tomás. ¡Ahí fuera hay un buey volando!

Se acercó a la ventana, pero no vio nada, tan sólo escuchó las carcajadas de su compañero:

—Jajaja, ¿te lo has creído? ¡Jajaja!

Sin ningún resentimiento ante tal humillación, Tomás fijó su vista en la mirada del mentiroso y le dijo con seriedad:

Es más fácil creer que un buey esté volando que un religioso, mintiendo.

Concomitantemente, la parte superior de la edificación fue terminada. En su interior había un magnífico techo gótico; afuera, una punta imponente. Era de un esplendor increíble. Dios sonreía y los tres bienaventurados quedaban impresionados.

Tomás, además de virtuoso, era un alumno excelente. Nunca dejaba una tarea para después, no hacía nada con pereza. Sus estudios resplandecían por su sincero amor a Jesucristo, y cada día su inteligencia aumentaba por un don sobrenatural.

Esta gran capacidad intelectual, aliada a una santidad angélica, hizo que la torre fuera revestida de colores y de brillo, tanto por dentro como por fuera.

Los años pasaban y con cada acto de fidelidad de Santo Tomás de Aquino aumentaba la resistencia y la belleza de la obra. ¿Qué más se le podría agregar al edificio? Parecía que ya estaba concluido…

Estando enfermo y a las puertas de la muerte, pidió comulgar por última vez. Al ver al Santísimo Sacramento acercándose, exclamó:

—Te recibo, precio de la redención de mi alma, viático de mi peregrinación. Por tu amor, Jesús mío, he estudiado, predicado, enseñado y vivido. Mis días, mis suspiros, mis trabajos han sido todos para ti.

Este acto de amor, por encima de cualquier ambición de riquezas y conocimientos, colocó el pasamanos en la torre y revistió las escaleras con magníficos mármoles, significando que para alcanzar la gloria no basta únicamente aplicar el raciocinio; sobre todo, es necesario inflamarse de caridad, sin la cual nadie sube al Cielo.

*     *     *

Cuando Santo Tomás de Aquino murió, la torre estaba terminada: era extraordinaria y su punta tocaba las puertas del Paraíso. Esta torre está formada por las enseñanzas del gran doctor de la Iglesia. Gracias a él, muchas almas crecen hasta el día de hoy en el conocimiento de la doctrina católica, se acercan a Dios y llegan a las moradas celestiales, donde serán felices eternamente.

Subamos también esa torre. No busquemos solamente el conocimiento de Santo Tomás, sino imitemos su abrasado amor a Nuestro Señor Jesucristo. 

 

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