El día 22 de abril de 1946, Dña. Lucilia cumplía 70 años…
En la vida humana, es un hito llegar a los 70. Aquí, como cristalizados, aparecen las preferencias y los modos de ser que orientaron el desarrollo de toda una existencia. En aquellos que procuraron seguir el camino de la virtud reluce entonces, como nunca —en su fisonomía, en sus palabras, en sus gestos, en sus actos, en su acción de presencia—, la «suma de las edades»: la inocencia bautismal, los sueños de la infancia, las esperanzas de la adolescencia, el vigor de la juventud, la fuerza y la estabilidad de la edad madura, el aroma de una florida vejez, a la que se les añadirían ahora los reflejos plateados de la ancianidad, todo ello aderezado con los sufrimientos que a lo largo de la vida pulieron su alma, transformándola en una especie de diamante a los ojos de Dios.
En este entallado —conviene recordarlo— no le faltó a Dña. Lucilia ni siquiera ese tipo de sufrimiento que su situación anterior nunca haría preverlo: las dificultades financieras tras la muerte de su madre, Dña. Gabriela. Sin embargo, si hubiera sido una persona con éxito tal vez no habría alcanzado la altura espiritual a la que llegó. Por ejemplo, si la familia hubiera sido muy feliz en los negocios y Dña. Lucilia se encontrara, por lo tanto, en la plenitud de la fortuna, algo habría faltado en su vida: el valor de la posición que había heredado de sus mayores, sustentada con gran categoría en medio de las dificultades. Es más o menos como ciertos castillos: cuando están deshabitados y en ruinas tienen mayor grandeza que muchos otros conservados intactos. Desde cierto punto de vista, Job siendo leproso en su muladar era más magnífico que Salomón en el esplendor de su gloria.
Gravedad señorial y dulzura
Por otro lado, en Dña. Lucilia se había quintaesenciado esa afectividad brasileña puesta en términos afrancesados —un afecto delicado, educadísimo y noble, hasta en los momentos de más intimidad— y conservada sea cual fuere la situación.
Cuán expresiva era la manera como se dirigía al Dr. Plinio para pedirle algo:
—Hijo mío, ¿no querrías acercarle a tu madre aquel objeto? —nunca de forma brusca, sino siempre afable y distinguida.
Cierto aire de gravedad señorial, propio de una dama paulista de antaño, traslucía en todas sus actitudes, incluso cuando andaba dentro de casa, yendo a una sala, por ejemplo, para buscar algo de costura. Ese aspecto de su personalidad formaba un opuesto armónico con la dulzura, la cual ocupaba en su vida un lugar preeminente.
Solía usar una mecedora que un tío suyo le había traído de Estados Unidos. Cuando se levantaba prefería que no la ayudaran. Se levantaba por ella misma y lo hacía como un monumento. Caminaba con su paso característico, en general ágil y discreto, a veces pausado y solemne, y desaparecía en sus aposentos…
Insigne piedad
Durante aquellos setenta años nunca languideció su amor por Nuestra Señora, cuya omnipotente intercesión ante el Sagrado Corazón de Jesús comprendía tan bien. Desde su nacimiento, María Santísima velaba por ella, pues Dña. Gabriela le había escogido como madrina a la Virgen de la Peña.
En su habitación había una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y otra, más pequeña, de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. En el lado izquierdo de la cama, suspendido en la pared, otro oratorio de madera albergaba la imagen de Nuestra Señora de la Concepción. Como era de esperar en una persona tan devota de la Santísima Virgen como ella, el rezo del santo rosario ocupaba un lugar prioritario en su piedad, desde su más remota juventud. Su devoción mariana relucía especialmente durante el mes de mayo, ocasión en que adornaba con flores algunas imágenes de la Virgen que había en la casa.
Doña Lucilia pertenecía a la Asociación de Madres Cristianas y participó en algunos retiros —bien podemos imaginar con qué recogimiento, seriedad y amor— promovidos por la entidad.
Otro testimonio de sus constantes oraciones nos lo dan los muchos devocionarios que cuidadosamente guardaba en una gaveta de su cuarto para tenerlos a mano cuando lo deseara.
El paso del tiempo no había conseguido que disminuyera su deseo de comparecer a las solemnidades religiosas, donde podía satisfacer los mejores anhelos de su insigne piedad, a pesar del esfuerzo que el peso de sus sufridos setenta años le exigía.
Firme en la dulzura, dulce en la firmeza
Todas estas costumbres fueron moldeando el alma de Dña. Lucilia, cuyo gran acto de heroísmo fue el de mantenerse siempre fiel a los principios católicos. O mejor dicho, cada vez más semejante a su divino Modelo, el Sagrado Corazón de Jesús. Eso implicaba un martirio diario, minuto a minuto, porque todo invitaba a una actitud de concesión y de transigencia ante el mal, y le fue necesaria una rectitud de alma a toda prueba, una lucha constante y total para permanecer inconmovible en su posición de fidelidad.
Al mismo tiempo, su dulzura hacía comprender cuánto había de humano en esa rectitud. De lo contrario, se tendría la impresión de inclemencia.
El cristal de Baccarat, fuerte pero capaz de cierta flexibilidad, bien podría simbolizar a esta dama, cuya alma, por excelencia, era así. Su delicadeza, la suavidad de su trato, el acierto de sus juicios, la firmeza de sus decisiones, todo el imponderable de su persona, eran atributos que reflejaban las singulares cualidades de este cristal, algunas aparentemente antitéticas: brillo, distinción, rigidez frente a la flexibilidad y la sutileza.
Así era su modo de ser incluso para afrontar las dificultades y las borrascas de la vida. Aunque raras veces tomase la decisión de llegar hasta la ruptura, era uniforme, no transigía, no retrocedía, no cedía. No entraba en choque, sino que avanzaba.
En esta perspectiva, se podría conjeturar que su ángel de la guarda debería ser un ángel sublime por su enorme dulzura y firmeza. ¡Firme en la dulzura hasta el final, dulce en la firmeza hasta el final! Un ángel lleno de misericordia, suave, de una pronta respuesta a todas sus peticiones, las cuales sabía verlas hasta el fondo y tener una compasión llevada al extremo. Pero también un ángel de gran discernimiento: lo que es verdad es verdad, lo que es error es error, lo que está bien está bien, lo que está mal está mal.
Equilibrio armonioso
Semejante riqueza, capaz de abarcar cualidades tan opuestas, sólo se explica por el hecho de que había en Dña. Lucilia un punto de equilibrio fundamental que mostraba la fisonomía de su alma. Dios, que no ve únicamente esta o aquella actitud, sino la fuente de todas, sin duda que la consideraba así.
Doña Lucilia vivía como dentro de una campana de cristal, conservando todas sus potencialidades sin efervescencia, sin la agonía de la inercia, sin angustias inútiles, como los pétalos de una flor que no se codean entre ellos, sino que, hermanados, adornan la corola.
Así pues, se movía con toda soltura en la rosa de los vientos de los hechos y, según las circunstancias, era sagaz, dulce, gentil, valiente, prudente…
Más que los actos de virtud insigne practicados por ella, era hermosa la armonía de su alma, que la ayudaba a mantenerse siempre en ese punto de equilibrio. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 410-414.
Siento una gran admiración por tan excelente dama. Doña Lucilia poseía una serie de cualidades que me parecen admirables.
Ese perfecto equilibrio entre la dulzura y la firmeza. Esa manera de compaginar la amabilidad y cortesía con el saber estar en cualquier momento y circunstancia.
Su firmeza para seguir adelante en el camino de la fé dentro la Iglesia Católica, la única Iglesia verdadera, aún a pesar de le tocó vivir en momentos de grandes cambios sociales. A pesar de todo ella continuó siendo fiel a sus principios.
Continuó con paso firme en sus postulados y creencias y ello a pesar de verse relegada en muchas ocasiones.
Seguramente esa gran devoción que tenía al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen queriendo parecerse cada vez más a Ellos fué lo que le hizo avanzar sin descanso por el camino de la santidad.