Es imposible cerrar los ojos a la creciente crisis que asola el mundo. En todas partes nos enfrentamos a crisis económicas, sociales, políticas, militares… No obstante, como demuestra el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su obra Revolución y Contra-Revolución, la mayor de todas las crisis contemporáneas es la del hombre.
Al contrario de lo que pueda parecer, el problema no es reciente. Más bien, existe desde la primigenia transgresión de Adán y Eva. Bajo la pretensión de ser «como dioses» (Gén 3, 5), se desviaron del Creador al oír a la serpiente y probar el fruto prohibido, la raíz del pecado original y, en consecuencia, de todos los pecados.
A partir de entonces, la humanidad ha atravesado diversas crisis, como narran las Escrituras. Entre ellas, mencionemos únicamente el fracaso de la torre de Babel, que dispersó a sus habitantes y confundió el lenguaje de los hombres. Ese edificio simbolizaba la soberbia humana de querer alcanzar el cielo sin el auxilio divino.
El advenimiento del Mesías debía ser la solución a todas las crisis. Sin embargo, el Redentor no vendría a satisfacer los anhelos nacionalistas de los fariseos, es decir, a hacer de ellos «dioses» y a erguirlos como una «torre» sobre los gentiles. Por el contrario, el Ungido se encarnaría ante todo para rescatar a la humanidad de aquel abismo original. De hecho, se vaciaría de sí mismo para ser «traspasado por nuestras rebeliones» (Is 53, 5) y sanar así nuestras enfermedades.
Su preciosísima sangre habría bastado para la Redención, pero el Salvador quiso la colaboración humana, conforme lo anunció San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Ahora bien, ese «completar» se da sobre todo mediante actos de vida interior: la expiación, la meditación y, en particular, la oración, esto es, la elevación del alma a Dios.
En este sentido, si Adán y Eva hubieran recurrido a Dios durante la tentación, no habrían pecado. Lo mismo podría decirse de los constructores de la impía Babel, de los fariseos y del propio Judas, llamado a ser una columna de la primitiva Iglesia.
Con el paso de los siglos, las diversas revoluciones agravaron la catástrofe original debido al progresivo distanciamiento del Creador. Se sucedieron movimientos de creciente secularismo, laicismo, anticlericalismo, ateísmo, etc., que evocaban la solución de toda crisis en el propio hombre o en las actividades meramente terrenas.
Como nos enseñan los ejemplos del pasado, la solución a la crisis hodierna no está en buscar «frutos» en los placeres, como propugnan los hedonistas. Tampoco, en cambiar el lenguaje, a la manera babélica, con el objetivo de contentar a todos y lograr así una paz aparente. Mucho menos, en confiar en una «bolsa de valores», como pretendía Judas cuando traicionó al Salvador —y a su propia vocación— por treinta monedas.
Aún hoy, el demonio sigue reinventándose, prometiendo falsas soluciones o métodos fáciles para superar la crisis de la humanidad —por ejemplo, a través de una supuesta «autoayuda». En realidad, los mortales necesitan la ayuda que viene de lo alto, es decir, del Altísimo. Sólo así podrán superar la crisis de esa imagen de Dios que es el hombre. En suma, únicamente habrá solución cuando elevemos nuestras oraciones al Señor y Él incline su «cielo» y descienda sobre nosotros (cf. Sal 143, 5). ◊