La perfecta obediência – ¿«Domine, ut videam»?

Cuando San Pablo fue herido por la luz del cielo y se convirtió, no pidió que le fuera restituida la vista. Antes bien, obedeció ciegamente a los designios divinos, respondiendo: «Señor, ¿qué quieres que haga?».

«Saulo, respirando todavía amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse encadenados a Jerusalén a los que descubriese que pertenecían al Camino [escuela o doctrina de Jesús], hombres y mujeres» (Hch 9, 1-2).

Según la narración de San Lucas, Saulo emprende un viaje, dejando atrás la Ciudad Santa, Jerusalén, lugar donde en otro tiempo había presenciado la muerte de San Esteban. El perseguidor se apresura a llegar a su destino, a cumplir sus objetivos, en fin, a saciar la sed de destrucción que lo abrasa y le invade su alma, como el aire invade los pulmones. Ni el sol abrasador, que provocaba altas temperaturas durante el día, ni las frías noches, ni los traicioneros peligros del camino, le hacen desistir de sus propósitos.

Bien poco sabía él que alguien, en la estrada hacia Damasco, lo esperaba…

Una luz resplandeciente se interpone en su camino

«¿Qué quieres que haga?». He aquí el signo de la perfecta conversión de un alma
La conversión de San Pablo – Iglesia de San Patricio, Nueva Orleans (EE. UU.)

Hallándose ya cerca de su destino, las tinieblas de su corazón se ven disipadas por una extraordinaria luz venida del cielo, que le hace caer de bruces. Sin dar margen a ninguna resistencia, ese destello pone al verdugo cara a cara con el Crucificado.

Por primera vez en la Historia, la Víctima es la que da el golpe de misericordia: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». «¿Quién eres, Señor?», titubea. La voz se identifica: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Su espíritu es invadido por una profunda confusión. Mientras su entendimiento se silencia, su corazón se abre y he aquí que Saulo, derrotado por la voz de la gracia, «temblando y despavorido», reúne fuerzas para indagar: «Señor, ¿qué quieres que haga?». «Levántate», le dice Jesús, «entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer» (cf. Hch 9, 4-7 Vulg).

El Señor no le señala con claridad el fin al cual le llama, tan sólo le indica que escuchará de otro la respuesta a esa pregunta. Encontrándose ya desconcertado, sin entender exactamente hacia donde lo conducirá aquello, se levanta, abre los ojos… ¡pero no ve nada! Había sido cegado «por el resplandor de aquella luz» (Hch 22, 11).

La luz se retira, la ceguera permanece…

Para Saulo, todas las bellezas creadas por Dios son tinieblas. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabe. ¿Serán días?, ¿meses?, ¿años? Si bien que desde el punto de vista humano para él todo sea incertidumbre, la gracia imprime en su alma una profunda resolución.

Está ciego de los ojos de la carne; sin embargo, tan radiante de alma que se lanza sin vacilar a lo que le pide la voz de la obediencia, incluso sin comprenderlo. Y, abandonándose por completo en las manos del Señor, es llevado a Damasco para recibir instrucciones.

Pero ¿cómo? ¿Qué le ha pasado al perseguidor, que unos minutos antes solamente respiraba «amenazas de muerte» contra la Iglesia?

Nadie puede ver el rostro de Dios y seguir viviendo, asevera la Sagrada Escritura (cf. Éx 33, 20). Saulo no escapó a la regla: murió para sí mismo, sacrificando sus propios anhelos y criterios, tan implacables y arraigados, para no hacer ya su voluntad, sino la del Señor.

Al respecto, San Bernardo de Claraval1 observa que la respuesta de Pablo —«¿qué quieres que haga?»— es el signo de la perfecta conversión de un alma que, renunciando al mundo, se decide a seguir a Cristo.

Obediencia perfectamente ciega

Siguiendo a San Ignacio de Loyola, el P. Alonso Rodríguez, gran tratadista de vida espiritual, afirma que «la obediencia imperfecta tiene ojos; mas para su mal: la perfecta es ciega, mas en esta ceguedad consiste la sabiduría: la una tiene juicio en lo que se le manda; la otra no».2 La primera acata en las exterioridades, pero resiste en el corazón y, por tanto, no merece el nombre de obediencia. La segunda somete su juicio y su voluntad al Altísimo, teniendo por bueno todo lo que Él manda. No busca razones para acatar las órdenes, sino que las acepta únicamente por esta consideración: lo que Dios quiere es lo mejor para mí.

¿Y cómo nos da a conocer el Señor sus deseos? «Levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer». A Pablo —y también a nosotros— la Providencia no le habla a menudo a través de una locución directa. Quiere valerse de instrumentos materiales: bien una homilía, una lectura, una inspiración ante el Santísimo Sacramento, bien un consejo de un confesor, de un director espiritual, de un padre, un hermano o un buen amigo.

Al mismo tiempo que Dios emplea esos elementos externos, toca el alma directamente para dejar claro que, de hecho, se trata de su voluntad. Para secundar estas mociones es necesario, con más razón aún, estar atento y ser flexible como el ciego de Damasco: «Señor, ¿qué quieres que haga?».

San Bernardo subraya que «pocos son los que se ajustan a esta forma de perfecta obediencia»3 y que purifican su libre albedrío hasta el punto de no buscar nunca, no pretender nunca, no desear nunca que se haga otra cosa más que la voluntad de la Providencia.

«Rabbuní, que recobre la vista». La obediencia imperfecta tiene ojos; mas para su mal.
Jesús cura al ciego de nacimiento – Iglesia del Buen Pastor, Jericó (Israel)

¿«Domine, ut videam»?

Cuántos hay que, en contraste con la actitud del Apóstol, asumen la de otro ciego mencionado en las Escrituras, a quien el Señor le pregunta: «¿Qué quieres que te haga?» (Mc 10, 51a).

Este sí, verdaderamente no veía nada, pues no se admiró cuando Cristo le indagó qué quería que hiciera por él. Lo correcto hubiera sido que exclamara: «Eso no, Señor; di tú antes qué quieres que yo haga, porque así es decente, así lo exige toda razón; no que tu inquieras y ejecutes mi voluntad, sino yo la tuya».4

«Domine, ut videam» (Mc 10, 51b), replicó el pobre ciego. «Rabbuní, que recobre la vista»: le pide el ver, pero no el obedecer. Numerosas veces el Señor se encuentra con almas que desentonan de su divina voluntad, las cuales le piden favores continuamente y nunca están dispuestas a escuchar lo que Él realmente quiere. ¡Cuánto provecho sacarían si imitaran al Apóstol San Pablo! En efecto, los «ciegos» por la obediencia son las almas que realmente recobran la vista, ya que ponerse incondicionalmente en las manos de Dios es el acto de suprema lucidez. 

 

Notas


1 Cf. SAN BERNARDO DE CLARAVAL. En la conversión de San Pablo, n.º 6. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1953, v. I, p. 625.

2 RODRÍGUEZ, SJ, Alonso. Ejercicios de perfección y virtudes cristianas. Barcelona: Imp. Pablo Riera, 1861, v. III, p. 230.

3 SAN BERNARDO DE CLARAVAL, op. cit., n.º 6, p. 625.

4 Ídem, ibidem.

 

2 COMENTARIOS

  1. Muchas gracias por esta nota, me ha hecho mucho bien, me encuentro leyendo Tratado de la conformidad con la voluntad de Dios, de Alonso Rodríguez, hermoso libro. Gracias, les pido oren por mí, rezo por ustedes. Dios les bendiga +

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