La paciencia del vizconde conquista un símbolo

A medida que el marqués de Sur-La-Montagne hacía sus dramáticas narraciones, iba reviviendo todas las aflicciones de otrora. En su ansiedad, empezó a manosear la imagen…

Un fuerte abrazo separaría para siempre a quienes tanto se amaban. La joven estaba a punto de ingresar en el monasterio concepcionista de la ciudad, para allí servir a Dios y a María en la oración, la contemplación y la penitencia. Su padre, el vizconde de Brouillard d’Or, hombre íntegro y católico practicante, honraba su apellido con sus buenas costumbres, eximia educación y gran dignidad. Por eso, a pesar del dolor, se sentía orgulloso de tener una hija en el claustro, dedicada a la conquista de la santidad y al servicio de la Iglesia.

Finalmente, después de la misa de recepción en la comunidad y la última despedida, la nueva religiosa entraba en la clausura y el portón se cerraba. Sus familiares regresaban a casa en medio de lágrimas de nostalgia y de emoción por haber entregado a la hija como esposa de Nuestro Señor Jesucristo.

Una semana después, la criada se presenta:

—Señor vizconde, ha llegado un pedido. Parece ser de su hija pequeña.

—Déjeme verlo.

Eran un paquete primorosamente bien presentado y un sobre.

El padre enseguida reconoció la letra de su querida Renée. «¡Es ella! No hay duda», concluyó sonriendo. Intentó, sin embargo, controlar sus sentimientos para no perder la compostura patriarcal que siempre había demostrado. Al abrir el embalaje encontró una sencilla pero hermosa y delicada imagen de la Inmaculada Concepción; y en el sobre, una carta escrita de su puño y letra:

«¡Ave María purísima, sin pecado concebida! Amado padre, reconozco cuánto te costó el sacrificio de la semana pasada. ¡No sé cómo expresar lo feliz que estoy de vivir ahora mi vocación! Querido papá, cuando tu corazón se angustie por las añoranzas, acudamos a la Virgen y nos encontraremos en su corazón. Y para facilitar tu oración, te envío este regalo. Con el inmenso cariño de la hija que siempre está rezando por ti delante de nuestra Madre Inmaculada, Renée».

Con la lectura de la misiva, el vizconde quedó claramente conmovidísimo y no pudo contener su emoción. ¡Más aún estando solo en ese momento!

La estatuilla era toda de porcelana. La Virgen estaba sobre una nube, alrededor de la cual había varios querubines con sus alas y aureolas.

El gran valor simbólico del regalo le llevó a elegir un lugar apropiado para entronizar la imagen: sería su despacho, sobre una mesita entre dos sillones. Allí era donde recibía las visitas. Así podría enseñarla y contar el origen de la imagen a quien mostrara interés.

Un día fue a verle un gran e ilustre personaje: el marqués de Sur-La-Montagne.

—¡Oh, qué agradable sorpresa! Venga aquí, amigo mío, sentémonos a conversar —dijo el anfitrión, conduciendo al marqués hasta los mencionados sillones.

—¡Qué alegría encontrarle con salud! —exclamó el visitante—. Dígame, ¿cómo están sus hijos? ¿Y su esposa? ¿Qué novedades hay desde la última vez que nos vimos?

El dueño de la casa comenzó a contarle las noticias: el primogénito se había casado y mudado a la ciudad vecina; el segundo hijo también había contraído matrimonio; la hija mayor estaba comprometida; la pequeña se había hecho monja; el benjamín pensaba seguir el ejemplo de ésta y algún día ser ordenado sacerdote…

—¿Y qué imagen más encantadora es ésta? ¿Dónde la ha comprado?

—Ah, señor marqués, no la he comprado en ninguna parte. Es un regalo de mi pequeña Renée.

Y empezó a explicarle con lujo de detalles cómo había sido el descubrimiento de la vocación religiosa de su hija, cómo le había pedido permiso y cómo había sido su entrada en el monasterio.

—¡Qué maravilla! Verdaderamente, su familia ha sido bendecida.

—Y a usted, ¿cómo le ha ido? —preguntó el dueño de la casa—. Desearía saber de sus padres, de sus hermanos. ¿Y la señora marquesa? ¿Sus hijos? No los he visto desde que eran pequeños. ¿Se acuerda cuando jugaban en el prado nuestros niños?

—Ya lo creo, ¡qué tiempos aquellos…!

Su amigo comenzó entonces a narrar las últimas décadas de su vida. ¡Pobre! Su exposición era muy diferente: le habían sucedido muchos desastres. A cada acontecimiento dramático, su interlocutor respondía con suma compasión, pues era un hombre de extraordinaria cortesía. El marqués, sin embargo, a pesar de ser de nobilísima cuna, no contenía sus impulsos. A medida que avanzaba en su narración, se afligía más y toda su angustia afloraba. En un gesto de ansiedad, puso la mano sobre el mueble de su lado. El vizconde prestaba atención a todo y gimió por dentro, temiendo lo que pudiera pasar…

Continuando la conversación, el marqués agarró la imagen por la base. Mientras, el anfitrión pensaba: «Ay, ojalá no mueva la mano más allá del borde, porque la pieza es muy delicada». Pero… un poco más adelante: ¡clac!, se rompió el ala de un ángel. «Ay, Dios mío…», pensó consigo el vizconde.

Cada vez más alterado, el visitante ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho; colocó el trozo roto en un pequeño cenicero y siguió hablando. Al rato: ¡clac!, y luego otro ¡clac! El ruidito se repitió varias veces… Durante la conversación, ¡el marqués de Sur-la-Montagne le había quitado las frágiles alas a todos los querubines!

El señor de Brouillard d’Or no dijo nada al respecto ni tomó ninguna actitud que pudiera manifestar contrariedad. Al finalizar la visita, acompañó a su amigo hasta la puerta, lo más educadamente posible. El hombre subió a su carruaje y, desde dentro, le hizo un último saludo de despedida. El cochero azotó a los caballos y emprendió el viaje de regreso.

Sólo después de que el marqués desapareció en el horizonte, el vizconde entró en la casa, asió la estatua, recogió todas las alas y dijo: «Hoy esta imagen ha adquirido un valor especial. Ya era preciosa al ser un regalo de mi hija concepcionista, pero ahora está sellada por mi dolor y mi paciencia, ofrecidos a Dios con serenidad de espíritu por el bien de un viejo amigo». Y decidió ponerla en la estantería donde se guardaban los recuerdos familiares.

Cogió la llave, abrió la vitrina y colocó la escultura dañada en el centro, como el objeto más valioso de aquel armario, y a sus pies puso el cenicero con las alitas rotas, como para ofrecer perpetuamente el recuerdo de su sacrificio a Nuestra Señora de la Concepción. Finalmente, fijando nuevamente su mirada en Ella, concluyó: «¡He aquí el símbolo de un tormento por el que he pasado y que he tenido la gracia de afrontar incólume! Que María Santísima me ayude siempre a poner a sus pies las renuncias que Ella requerirá de mí para ser un perfecto hijo suyo».

Ésta es la lección que nos deja el vizconde de Brouillard d’Or, la cual, si la aplicáramos en tantas situaciones de nuestra vida, transformaría nuestra convivencia y nos haría más parecidos a aquel que murió por todos nosotros en la cruz para salvarnos. 

 

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