La oveja, el cerdo y el barro

Unas extrañas carcajadas la despiertan. Curiosa, la oveja se levanta para saber quién puede estar tan contento bajo ese sol abrasador.

Un verano inclemente. «¡Dios mío, qué calor!», se quejan los animales de la granja. Los caballos tienen un andar perezoso; los asnos se empacan de mala gana; las vacas no quieren salir del establo; las gallinas cacarean malhumoradas… Al menos no les falta agua ni sombra. Todos sufren, es cierto, pero de alguna manera logran mitigar el fastidio.

Una joven, no obstante, se angustia con el calor. A su edad, el pelaje está en el punto ideal para ser cortado por primera vez. Pero Luzidia —que es así como se llama— más que esperar ansiosa la esquila, tiene consumidas sus fuerzas.

—Papá —bala la ovejita—, ¿cuándo recogerá el pastor mi lana?

—Ya falta poco, hija. ¡Aguanta!

—¡Beee! ¡No puedo más!

—Querida mía, espera. Tu madre y yo hemos cuidado extremadamente bien de ti para que tengas un pelaje impecable. El pastor está muy satisfecho…

Descontenta con la respuesta paterna —porque quería ser aliviada enseguida—, la oveja se dirige al estanque a fin de saciar la sed. Cuando va a meter el hocico, ve unos peces que están alegremente nadando.

—¿Qué tal, eh? ¿El sol está pegando fuerte ahí fuera? —pregunta la carpa en tono de burla.

—Bastante…

El guarú, otro pececito, entra en la conversación:

—Pues sí, se nota; la temperatura del agua ha subido, pero estamos bien. Lo duro debe ser estar «abrigada» perpetuamente como tú, Luzidia. ¿No quieres darte un chapuzón?

—¡No sé nadar!

Y se marcha enfadada. Se tumba a la entrada de una cueva, observa el despejadísimo cielo y reflexiona: «Ni una nube hay que tape al astro rey. Hasta parece que la nube, blanquita y esponjosa, soy yo, ¡y he acabado aquí abajo! ¡Ay, qué calor hace! Esperaré al pastor a la sombra; cuando quiera mi lana, ¡que venga a buscarla!».

Agotada, Luzidia termina quedándose dormida. Después de un rato, unas carcajadas procedentes de no muy lejos la despiertan. «Pero ¿quién puede estar tan contento con este calor?», se pregunta. Entonces se levanta y trata de satisfacer su curiosidad.

A unos metros de donde ella estaba, los cerdos se encuentran retozando en el barro; se sienten alegres porque esta materia fétida y sucia les proporciona frescor. Al aproximarse al lugar, no consigue reprimir su repugnancia.

—Oye, ovejita, ¿qué cara es ésa? ¡Esto es la gloria! —gruñe un viejo y gordo marrano.

Otro gorrino se acerca a la valla. Es joven, como Luzidia. Mirándola de una manera malévola, pero intentando disimular sus intenciones, le dice:

—Oh, cuánto gusto de verte. Mi nombre es Apattor. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Luzidia.

—¿Sabes?, te conozco desde hace mucho. Cuando era un crío, te veía corriendo y saltando por el prado. Tenemos casi la misma edad. Pero confieso que me compadezco de ti.

—¡¿De mí?! ¿Por qué?

—Porque estando aún en la flor de los años, te ves obligada a sufrir este calor insoportable. La juventud, Luzidia, ¡ha sido hecha para ser feliz! Aquí, todos nosotros sabemos aprovechar los placeres de la vida, por eso nos refrescamos de esta manera. Solamente así es posible subsistir. ¿No te apetece probarlo un poquito?

Asustada, y sintiendo el hedor que el barro había dejado en la piel del cerdo, la oveja retrocede:

—¡Jamás! Pronto llegará el pastor y me trasquilará.

—¡Francamente! Mira lo que está tardando… Además, luego te bañas y todo solucionado. Te lo aseguro.

Luzidia se deja engatusar. Se mete por un hueco de la valla, saluda a los demás cerdos y junto con su nuevo «amigo» va hasta el barro y… ¡se zambulle! «Ah, qué fresquito», piensa aquella cuyo nombre ya no puede significar luz.

Después de unos momentos de confort, percibe que ya es la hora de volver al rebaño. Se despide de la piara y le responden:

—¡Hasta pronto! ¡Vuelve cuando quieras!

A mitad de camino, no obstante, cae en la cuenta de lo que ha hecho. «¿Cómo voy a presentarme ante mis padres y hermanos con lo sucia que estoy?». Se lo piensa un poco y concluye: «Imposible. Esta noche me iré a dormir a aquella cueva».

Al día siguiente, un desastre: su pelaje se había endurecido por el barro. «¡Ay, Dios mío! ¿Y ahora qué? Tengo que lavarme urgentemente». Y se dirigió hacia el estanque.

—¡Alto! ¡Vete de aquí que nos estás ensuciando el agua! —protestan los peces.

Luzidia lo intenta una y otra vez, pero el barro se le ha pegado demasiado. Entre lágrimas, decide regresar a casa y sufrir la humillación delante de todos.

Su familia se entristece con su deplorable aspecto.

—Cariño —exclama su madre—, ¿qué te ha pasado? ¡Tu lana estaba magnífica! ¿Qué has hecho?

Sollozando, les confiesa lo sucedido. A causa de su auténtico arrepentimiento, todos se compadecen de ella. Sus padres le dan un prolongado y eficaz baño. Gracias a la dedicación de sus progenitores, ¡vuelve nuevamente a estar blanquísima!

Sin embargo…, el sol continúa inclemente. La ovejita se acuerda de las «delicias» del barro, pero de inmediato le vienen a la mente las nefastas consecuencias. Una lucha se libra en su interior: ¿ceder o no? Poco a poco va cayendo en la tentación y se le ocurre una idea «genial»: ¡cortarse el pelaje! Así, concluye ella, no se ensuciará. Ay, en realidad, la lógica estaba a leguas de distancia de tal pensamiento.

Se esconde y empieza a trasquilarse con poca habilidad, y con un resultado lamentable… Cuando ya cree que es suficiente, corre hasta el barrizal y ¡plaf!: allí se hunde.

—¡Enhorabuena! ¡Eres de los nuestros! —aplauden los cerdos.

—Uyuyuy, Luzidia, creo que te tendrás que quedar a vivir con nosotros. ¿Cómo vas a volver sin lana al redil, ¿eh? ¡Jajaja!

Al ver la miseria en la que había caído su oveja, el pastor no dudó en cogerla entre sus brazos

Tan pronto como tales palabras llegan a sus oídos, el miedo invade su corazón, dando lugar a un arrepentimiento sincero.

—¡Dios mío! ¡Qué locura! ¡Mira lo que he hecho!

Huye de vergüenza y recelo de acercarse a su familia; sobre todo, de decepcionar al pastor. Se refugia en aquella misma cueva.

Por la noche cae la temperatura. Siente un frío terrible, nunca había sufrido tanto: ¿cómo va a calentarse ahora? La tristeza le oprime cada vez más el ánimo.

Al amanecer, unos pasos la despiertan. Abre sus ojitos sin moverse y ve a su dueño enfrente. Tomado de compasión, el pastor constata su miseria: sucia, sin lana, helada y con hambre. La ovejita se retrae tímida y temerosa; pero él, sin pensárselo dos veces, se la lleva a su regazo y la abriga con su manto.

El propio pastor es quien la limpia, la viste con una ropita adecuada y la alimenta. Gracias al cariño de su protector y a la docilidad recobrada por Luzidia, un nuevo pelaje le crece, todo blanquito, brillante y suave. ¡Nunca se ha visto lana más preciosa que aquella!

Si estamos dispuestos a retomar el camino correcto, el Buen Pastor siempre nos llevará de vuelta a su redil

¡Ay! Cuántas veces manchamos la blancura de nuestra alma con los placeres fugaces que nos ofrece el barro del pecado, después de los cuales sólo nos queda vacío, frustración y suciedad. No obstante, mientras estemos dispuestos a retomar el camino correcto, el Buen Pastor siempre sabrá llevarnos de vuelta al redil, a fin de que sigamos produciendo para su gloria la confortable lana de las buenas obras. 

 

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