Evangelio del V Domingo de Cuaresma
En aquel tiempo, 1 Jesús se retiró al monte de los Olivos. 2 Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él, y, sentándose, les enseñaba. 3 Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, 4 le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». 6 Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. 7 Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». 8 E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. 9 Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. 10 Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». 11 Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 1-11).
I – Hacer el bien combatiendo el mal
La Sagrada Revelación nos transmite en numerosos pasajes del Nuevo Testamento la sorprendente riqueza de la misericordia de Nuestro Señor. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, no obstante, el perdón parece alcanzar su cenit al ser narrado el episodio de la mujer sorprendida en adulterio.
La escena se desarrolla en el contexto del viaje de Jesús a Jerusalén con motivo de la fiesta judía de las Tiendas. Inicialmente, el divino Maestro, apremiado por sus parientes, se niega a subir con ellos a la Ciudad Santa, porque aún no había llegado su hora (cf. Jn 7, 2-9). Sin embargo, la expectativa de su eventual presencia en las inmediaciones del Templo era muy alta, como lo atestigua el propio evangelista: «Los judíos lo buscaban en la fiesta y decían: “¿Dónde está?”, y había muchos comentarios acerca de Él entre las turbas. Unos decían: “Es bueno”; otros decían: “No, sino que engaña a la gente» (Jn 7, 11-12).
Jerusalén, abarrotada de peregrinos provenientes de la diáspora, está dividida a propósito de Jesús el Nazareno. Las élites y parte del pueblo detestan y denigran al verdadero Mesías, mientras que una sanior pars, probablemente la mayoría, lo escucha con entusiasmo.
De encuentro al combate
En ese tenso y peligroso ambiente, Nuestro Señor comparece en Jerusalén de improviso, en medio de los festejos que venían realizándose ya desde hacía unos días. Con sus enseñanzas extasiaba a la muchedumbre y neutralizaba a sus objetores. Tal era la irradiación de su majestuosa bondad que los guardias de los sacerdotes, encargados por sus jefes de prenderlo, regresan con las manos vacías y maravillados. Interrogados ante el fracaso de su misión, sólo responden: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre» (Jn 7, 46). La trampa se había convertido en una gloriosa victoria de la Verdad sobre la hipocresía.
No parece descabellado pensar que los escribas y los fariseos, irritados al ver a Jesús escapándose de sus garras, hubieran fraguado el caso de la adúltera a fin de comprometerlo y desprestigiarlo, justificando así su captura ante el pueblo.
El episodio, no obstante, supuso un completo fracaso para quienes lo urdieron. Nuestro Señor los dispersó infundiéndoles el terror de ser desenmascarados, razón por la cual, una vez más victorioso, podrá elevar el tono de su discurso y desvelar con rigurosa franqueza, ante toda la opinión pública, la malicia de sus adversarios. Al actuar de esta manera, el divino Maestro nos está enseñando que es imposible hacer el bien sin combatir al mal.
En los versículos sucesivos, Jesús afirmará respecto a los jefes del pueblo: «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que “Yo soy”, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8, 23-24). Y además declarará con escalofriante severidad: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44).
Así pues, el triunfo de Jesús sobre la malicia de los escribas y los fariseos en el caso de la adúltera le permitió hacer la más implacable denuncia profética, instando al pueblo a optar a favor de Él y contra sus detractores.
II – Conmovedor y eficaz perdón
La escena narrada en el Evangelio de este domingo es de una grandeza rutilante. En ella brillan virtudes aparentemente opuestas como la misericordia llevada a un extremo altamente consolador para los pecadores y la justicia con la que Nuestro Señor amenaza con desenmascarar, cual nuevo Daniel, los crímenes ocultos de los fariseos y los obliga a huir de su presencia impelidos por un miedo irresistible.
El carisma del perdón
En aquel tiempo, 1 Jesús se retiró al monte de los Olivos. 2 Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él, y, sentándose, les enseñaba.
Nuestro Señor solía sacrificar el sueño a fin de entregarse a la oración. ¿Cómo sería la intimidad entonces establecida entre la santísima humanidad del Salvador, libre de las distracciones de la acción apostólica, y su amado Padre? Nos es imposible imaginarlo, pero el mero hecho de plantear la cuestión nos acerca a un elevadísimo nivel y nos llena de temor y admiración.
Es muy simbólico ese pormenor de que Jesús haya elegido para recogerse, antes de manifestar su perdón de un modo esplendoroso, el monte de los Olivos. Alcuino1 explica que en griego las palabras olivo y misericordia tienen la misma raíz. Por tanto, la misericordia sería como el bálsamo perfumado de Dios que sana, purifica y levanta de nuevo a los pecadores.
Tras el período de su sacrosanto aislamiento, Nuestro Señor baja al Templo para enseñar al pueblo. La gente acudía en masa, sedientas de escuchar al Maestro: el ambiente estaba preparado para una de las manifestaciones más conmovedoras de la indulgencia del Señor.
Malicia y duplicidad de los hijos del demonio
3a Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, …
Con relación al crimen de adulterio, la Sagrada Escritura era categórica: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera» (Lev 20, 10; cf. Dt 22, 22). Si bien en el episodio que nos ocupa los denunciantes únicamente presentan a la mujer y no a su compinche, detalle determinante para quien conoce la malicia diabólica y la duplicidad viperina de los maestros de la ley y los fariseos.
Aunque la falta de la desdichada adúltera fuera real, la manera de exponer el caso es maliciosa, todo ello envuelto en las brumas de la mentira. En efecto, bastaba que dos personas testimoniaran el nefasto pecado de traición conyugal para que se diera la lapidación de los culpables. Y los primeros que tirarían las piedras serían precisamente los que habían visto en flagrante el deplorable hecho. ¿Por qué los fariseos arrastraron a la acusada sin presentar a su cómplice y omitieron la identidad de los testigos? Detrás de esta manera de actuar poco recta se ocultaban sin duda pésimas intenciones, dignas de los hijos del demonio.
Eres sincero con el sincero, pero con el perverso…
3b … y, colocándola en medio, 4 le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Los fariseos, en su soberbia, creyeron haber engañado al propio Hijo de Dios… De hecho, la trampa que le prepararon era falaz hasta el último punto.
Nuestro Señor era el Redentor, el Profeta de la bondad divina, el Médico que había venido para salvar a los enfermos (cf. Mc 2, 17). Pero no sólo eso. También era el Maestro recto y justo, que no pretendía cambiar ni atenuar la ley, sino llevarla a su pleno cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Entonces, ponerlo ante la alternativa de perdonar a la adúltera violando la ley o ejecutar los dictámenes de Moisés sin concederle su misericordia, significaba dejarlo en una situación bastante delicada, cuya solución siempre perjudicaría su imagen, que los fariseos querían desprestigiar a toda costa.
Y aún existía un agravante: si optaba por aplicar la ley en su rigor, lo que parecía más probable por el calor y la evidencia de los hechos, infringiría la ley romana, que declaraba la pena de muerte competencia exclusiva del procurador imperial (cf. Jn 18, 31).
Sin embargo, aunque parecía genial la celada montada por los maestros de la ley y los fariseos, la astucia divina, aliada a la más rutilante rectitud, vencerá sobre la trama de los malvados de forma espléndida, conforme había anunciado el salmista: «Con el sincero, tú eres sincero; con el astuto, tú eres sagaz» (Sal 17, 27).
No tentarás al Señor, tu Dios
6 Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Ofuscados por el orgullo que los llevaba a creerse los más expertos, los fariseos tientan al Hijo de Dios, incurriendo así en un pecado horrible, que será debidamente castigado.
Jesús, que estaba sentado mientras enseñaba al pueblo, se inclinó en silencio y se puso a escribir con el dedo en el suelo. Esta es la única ocasión en la que, según consta en los Evangelios, escribió algo, y lo hizo para humillar y desenmascarar a los enemigos de la verdad.
Son muchas las interpretaciones sobre este gesto divino. Unos autores piensan que Jesús escribió los pecados de aquellos pérfidos fariseos; otros, que simplemente los ignoró al actuar así. Quizá en los vaticinios del profeta Jeremías se encuentre una clave más adecuada para interpretar esa actitud del divino Maestro: «Señor, esperanza de Israel, quienes te abandonan fracasan; quienes se apartan de ti quedan inscritos en el polvo por haber abandonado al Señor, la fuente de agua viva» (Jer 17, 13).
Una sentencia inesperada, sabia y terrible
7 Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». 8 E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Los fariseos, seguros de sí e ignorando el sentido de ese gesto de Nuestro Señor, prosiguen interrogándolo con obstinación. La presunción nublaba las vistas interiores de aquellos desventurados, reduciéndolos a la estulticia. Así que estaban listos para caer en la trampa que ellos mismos habían armado.
Jesús, en cambio, actúa con sagacidad divina, absoluta superioridad y seguridad. Se levanta con un gesto impregnado de grandeza y profetismo y, fijando su divina mirada en aquellos sinvergüenzas, afirma: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Al divino Legislador no le bastaba que hubieran testimoniado el acto delictivo para proceder a la lapidación de la incriminada. Exigía la inocencia de las costumbres y la santidad de vida, consciente de la terrible situación embarazosa en que ponía a esos corazones empedernidos el pecado.
La escena termina con Jesús volviendo a escribir en el suelo, esta vez con la intención de hacerles entender a los maestros de la ley y a los fariseos qué significaba su gesto. Se trataba de un verdadero juicio simbólico, bastante claro para un conocedor de las Escrituras. Y parece que ellos lo entendieron muy bien y actuaron en consecuencia.
El divino Daniel
9 Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
La respuesta de Nuestro Señor llenó de pavor a los escribas y fariseos, hasta ese momento fanfarrones y presuntuosos. La palabra del Verbo Encarnado, divinamente afilada, obró con más eficacia que la más deletérea de las armas: al oír aquella réplica, los adversarios de Jesús fueron atravesados por la espada de la conciencia, la cual los acusaba de crímenes más horrendos y numerosos que los de la miserable pecadora denunciada por ellos.
¿Se habrían acordado del profeta Daniel y de la casta Susana? De hecho, este predilecto de Dios, joven, pero lleno de celo por la justicia, deshizo con fino discernimiento las tramas de dos jueces ancianos marchitos en la lujuria, que intentaron condenar a la inocente dama.
¿Temían los fariseos y maestros de la ley ser descubiertos por el discernimiento de Jesús? Todo apunta en ese sentido. Los milagros que realizaba, la sabiduría de sus palabras, el acierto de sus predicaciones lo configuraban como un profeta muy superior a Daniel. ¿No podría, ante el pueblo allí reunido, desenmascararlos y dejar su vergüenza en evidencia? ¿Para qué les habría servido el abyecto velo de la hipocresía con que intentaban encubrir sus crímenes? Lo cierto es que «se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos». ¡Espléndida victoria de Jesús! Pese a todo, no quiso revelar en público las transgresiones de aquellos bellacos, a fin de darles una nueva oportunidad de convertirse, oportunidad ésta que sería rechazada una vez más.
Como resultado de las palabras de Nuestro Señor la situación se invirtió por completo. Los acusadores se retiraron deshechos, mientras que la mujer culpable, reconociendo la autoridad judicial del Redentor, permanecía ante Él a la espera de una sentencia. Es difícil medir los sentimientos de arrepentimiento, temor, esperanza y pasmo que asaltaban el corazón de la adúltera al verse libre de sus encarnizados denunciantes, sola en medio de la multitud, mirando fijamente a quien podía salvarla o condenarla. Se producía, pues, el conmovedor y sublime encuentro de la miseria con la Misericordia.
Perdón generoso, arrepentimiento serio
10 Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». 11 Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más»
Tras haber dispersado a sus enemigos, Nuestro Señor se levantó. El modo de pronunciar la sentencia es de una perfección absoluta, como si dijera: «Ya que tus detractores se han marchado cargados de crímenes, yo, que soy la Inocencia y el Dios salvador, tampoco te condeno. ¿No recuerdas lo que afirmé por boca de Ezequiel?: “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?” (Ez 18, 23). Y también: “Por mi vida —oráculo del Señor Dios— que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra perversa conducta. ¿Por qué os obstináis en morir, casa de Israel?”. (Ez 33, 11). Por eso, hija, te digo: te puedes ir y en adelante no peques más. Deja las vías del vicio y emprende el camino que conduce a mi Reino. El perdón que ahora te concedo por tu transgresión me costará la vida, pero yo soy el Buen Pastor y he venido a derramar toda mi sangre por las ovejas descarriadas».
Jesús muestra su compasión por el pecador, pero deja claro cuánto aborrece el pecado, y le ordena a la adúltera, con grave bondad, que no desobedezca nunca más los Mandamientos de su Padre. En efecto, la mejor penitencia consiste en no regresar jamás a las faltas pasadas.
Se puede suponer que junto con sus palabras Nuestro Señor le haya infundido en el alma de la infeliz una gracia sincera, seria y profunda de dolor por el mal realizado, así como una fuerza eficaz para la práctica de la virtud de la continencia. Aquella que estaba muerta por la culpa, volvió a la vida por el perdón; su inmundicia fue transformada en virtud por la Fuente de agua viva.
III – ¡No pequemos más!
El pecado, del tipo que sea, puede ser comparado al adulterio. En la Sagrada Escritura a menudo se asocia la idolatría a la infidelidad conyugal, sapiencialmente detestada a partir de la Ley mosaica. Tal relación tiene un profundo significado que merece nuestra atención.
El primer mandamiento prescribe un amor total, incondicional y exclusivo a Dios. Nuestro Señor mismo nos lo recuerda con gran énfasis: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”» (Mc 12, 29-30). Este amor ha de atarnos a Dios mediante una unión toda ella espiritual, más íntima y sagrada que la de los esposos en el casto matrimonio.
En el extremo opuesto, San Agustín2 define el pecado como una aversión a Dios y una inclinación hacia las criaturas. Por lo tanto, darle la espalda al Todopoderoso a fin de idolatrar en su lugar a seres contingentes es una traición similar al adulterio, pues significa dejar al único y verdadero Amor para seguir al efímero, caduco, engañoso. En este sentido, ofendemos a Dios con nuestras faltas de un modo semejante o peor que la adúltera con su concupiscencia.
Pongámonos en el lugar de aquella pobre mujer. Reos por el pecado, podemos habernos merecido el infierno en más de una ocasión, si no muchas veces. El miedo a la lapidación es una banal sombra comparado a la luz del sano temor que debe inspirar en nosotros el pensamiento del castigo eterno, del fuego y del rechinar de dientes, así como de la pena de daño, que consiste en permanecer enemigo de Dios por siempre. Seguramente, la inminencia de verse sepultada bajo una lluvia de piedras llevó a la culpable a reflexionar. ¿Cómo no pensaremos en las consecuencias de una muerte en pecado mortal?
Por otra parte, consideremos la utilidad de la humillación. ¿Cuántos no piensan insoportable rebajarse hasta el punto de declarar sus faltas a un sacerdote? Sin embargo, pensemos en el bien que le hizo a la adúltera el verse incriminada en público, ante una multitud que la miraba con repulsa. Es mejor humillarse en esta vida que sufrir el desprecio de los ángeles y bienaventurados por toda la eternidad. ¡Bendito sacramento de la Confesión! Basta con que seamos sinceros y nos acusemos con sencillez para que el corazón de Dios cambie con respecto a nosotros y, en lugar de oír la sentencia de condenación, escuchemos la suave y paternal fórmula de la absolución.
Así será ¡siempre que estemos dispuestos a no pecar más!
Y nuestra conversión podrá ser facilitada por el hecho de contar con el auxilio de Nuestra Señora. Ella fue el regalo regio e insuperable que, en un extremo de conmiseración, el Buen Pastor nos dio en lo alto de la cruz. Gracias a la mediación omnipotente de María, no hay pecado que no obtenga perdón amplio e inmediato, ni pecador que no pueda santificarse de modo más perfecto. Confiemos en su Corazón materno e inmaculado, el cual es la expresión de su bondad inefable, de su dulzura inenarrable, de su misericordia inagotable. ◊
Una mirada que puede salvarnos
Plinio Corrêa de Oliveira
Nuestra Señora tiene ojos de misericordia, y una simple mirada suya puede salvarnos. Su dulzura es invariable, su auxilio ilimitado, listo para socorrernos en cualquier momento, sobre todo en las dificultades de nuestra vida espiritual. Éstas suelen ser de dos clases.
En primer lugar, la crisis que podríamos llamar clásica, cuando el individuo se siente tentado y, por tanto, vacilante entre el bien y el mal, con la posibilidad de ser arrojado al precipicio del pecado de un momento a otro. Parece evidente que María es nuestro auxilio, en la plenitud del término, en estas circunstancias.
Sin embargo, la solicitud de la Madre de Misericordia se dirige también hacia quien se encuentra en un aprieto espiritual mucho más grave, y que se traduce mediante esta súplica:
«Madre mía, al sucumbir al peso de la tentación, no he andado bien. He pecado. Tengo recelo de acostumbrarme al pecado y en él embrutecerme. Por otro lado, inmensa es mi voluntad de regenerarme. Sé que no merezco vuestra protección, pero, porque sois la Auxiliadora de todos los cristianos, no solamente de los buenos, sino hasta de los más miserables, os pido: venid a auxiliarme».
En este caso, es el propio hecho de haber caído en pecado el que se alega ante Nuestra Señora, como razón para obtener su socorro. Se trata del desamparado que encuentra en su infortunio el motivo por el cual debe implorar la misericordia de María.
Está en la misión de la Santísima Virgen, es el movimiento profundo de su corazón materno, reconciliar a los pecadores con Dios. Porque la madre tiene bondades, ternuras, indulgencias y paciencias que otros no poseen.
Entonces Ella pide a su divino Hijo por nosotros y nos obtiene una serie de gracias, un sinnúmero de perdones que jamás alcanzaríamos sin su intercesión.
Es por eso que debemos dirigirnos a Ella con toda confianza, constantemente, suplicándole: «¡Volved hacia nosotros, oh Madre, esos vuestros ojos de misericordia!». ◊
Extraído de: «Vossos olhos misericordiosos a nós volvei…».
In: Dr. Plinio. São Paulo. Año II. N.º 10 (ene, 1999); p. 28.
Notas
1 Cf. ALCUINO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Ioannem, c. VIII, vv. 1-11.
2 Cf. SAN AGUSTÍN. De libero arbitrio. L. I, c. 16, n.º 35. In: Obras. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1963, v. III, p. 245.