Incluso cuando la humanidad rechaza los auxilios ofrecidos por Dios para salvarla, Él la conduce como un padre, prodigando su bondad tanto en la advertencia y en el castigo, como en el perdón.

 

Evangelio del IV Domingo de Cuaresma (Domingo Lætare)

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: 14 «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. 16 Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. 18 El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. 19 Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. 20 Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. 21 En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 14-21).

I – Un intervalo de júbilo en la Cuaresma

Según una tradición multisecular de la Iglesia, el cuarto domingo de Cuaresma, llamado Domingo Lætare, constituye un intervalo de alegría en la clave penitencial propia a este período litúrgico, siendo celebrado con ornamentos rosados, instrumentos musicales y flores en el altar. La nota de júbilo aparece en la antífona de entrada de la Misa, de donde se saca el título que se le da a ese día: Lætare, Ierusalem!, «Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (cf. Is 66, 10-11).

Así, a medio camino entre el principio y el final de la Cuaresma, los fieles son invitados a una pausa en las mortificaciones y en la consideración de sus faltas, con el fin de recobrar las fuerzas para seguir adelante, pasar por la Pasión del Señor y participar de los gozos de la Resurrección.

Antiguamente a ese día también se le llamaba Domingo de la Rosa, debido a una costumbre, cuya institución se remonta a la época del Papa San León IX, en el siglo XI. Siguiendo un rito especial para la ocasión, el pontífice bendecía una rosa de oro, símbolo de la primavera espiritual franqueada a los hombres por la Pascua venidera, y la enviaba como condecoración a una figura pública o a una iglesia notable. A pesar de que en el transcurso de la Historia la importancia de dicha ceremonia ha disminuido, aún continúa llevándose a cabo, realizándose a menudo la ofrenda de la Rosa de Oro a personalidades o santuarios.

Con respecto a la parte móvil de la liturgia, la inspirada conjugación de textos nos pone ante un escenario en el que todo nos habla de alegría, porque todo habla de misericordia.

El Dios de la compasión también se enfurece

Jesús con Nicodemo –
Parroquia de San Patricio, Roxbury (EUE. UU.)

La primera lectura (2 Crón 36, 14-16.19-23), sacada del segundo libro de las Crónicas, sintetiza en pocos párrafos décadas de la historia israelita. Prescindiendo de pormenores concretos, el cronista se fija en una visión teológica de los hechos, describiendo las relaciones del Señor con su pueblo en función de las amonestaciones que le enviaba «a diario» por medio de los profetas (cf. 36, 15). La narración de los desastres por los que pasaban los judíos ilustra cómo el Altísimo reserva momentos para punir a la nación rebelde, así como castiga a los hombres individualmente.

En este sentido, un detalle del texto llama la atención: el autor sagrado menciona en primer lugar a «todos los jefes» y a «los sacerdotes» (cf. 36, 14), porque eran los principales responsables de las infidelidades de los demás. De hecho, los que Dios ha escogido e instituido como intermediarios suyos ante el pueblo han de sustentar a las almas en el bien, sobre todo como modelos de santidad. Sin duda, si las autoridades religiosas de Israel fueran amantes de la virtud y apoyaran a los profetas, la fuerza de su ejemplo convencería a buena parte de aquella gente a aceptar con docilidad la voz de Dios. Sin embargo, existía una entera complicidad entre los líderes espirituales y el pueblo, tanto en la profanación del Templo como en el desprecio a los mensajeros del Señor.

Ahora bien, cuando el mal logra corromper y conquistar a quienes deberían ser la cúpula de una sociedad, se hace imposible mover a las almas sin un auxilio sobrenatural extraordinario. El Todopoderoso entonces se enfurece, como prosigue el cronista: «La ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo» (36, 16). El Dios de la benevolencia, de la caridad y de la compasión manifiesta su cólera a la manera de un padre que, después de haberle llamado la atención a su hijo sin obtener resultado, decide corregirlo mediante un castigo. El ejército de Nabucodonosor invade Jerusalén, destruye el santuario y arrasa la ciudad, llevándose cautivos a Babilonia a todos los que habían escapado de su espada (cf. 2 Crón 36, 19-20).

En el salmo responsorial (Sal 136, 1-6) nos encontramos con los lamentos de los israelitas por las décadas que pasaron en el exilio. Al haber ofendido a Dios «imitando las aberraciones de los pueblos paganos» (2 Crón 36, 14), reciben una pena simétrica a la falta cometida y son obligados a vivir como esclavos en un país de gentiles. No obstante, en otro tiempo sordos a los llamamientos que el Señor les dirigía a través de los profetas, ahora lo escuchan por medio del castigo. Un signo inequívoco de su apertura a la acción de la gracia transparece en el aprecio con el que se acuerdan de Sion, hasta el punto de llorar con nostalgia (cf. Sal 136, 1).

Dios jamás desea el mal. Si permite situaciones trágicas en las cuales sentimos en nuestra propia piel los efectos de nuestros crímenes, lo que pretende con ello es corregirnos y salvarnos, pues es «rico en misericordia» (Ef 2, 4), como lo proclama San Pablo en la segunda lectura (Ef 2, 4-10). Cuando nos entregamos al pecado, tendemos a alejarnos de Dios, a la manera de Adán y Eva en el paraíso, que «se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín» (Gén 3, 8). Esta inclinación de huir del Creador se verifica a lo largo de toda la Historia y por eso siempre Él es el que toma la iniciativa de liberar a los hombres de sus pasiones y caprichos, atrayéndolos nuevamente a sí.

Teniendo presente este maravilloso panorama de las manifestaciones del amor divino, contemplemos el Evangelio de hoy, perfecto tratado de teología con respecto a la Redención.

II – Dios quiere salvar a todos,
pero no todos quieren ser salvados

La célebre conversación nocturna, situada por San Juan en el primer año de la vida pública de Jesús, trata de verdades en las cuales hoy creemos con facilidad. En aquel momento, sin embargo, significaron una extraordinaria apertura de horizontes. A Nicodemo, hombre de sólida formación farisaica y profundo conocimiento de las Escrituras, tales revelaciones le asombraban y le exigían una fe generosa.

No sabemos quién le habrá transmitido al discípulo amado el relato de ese encuentro; quizá el propio Jesús o María Santísima, que ciertamente lo oiría de su Hijo. El evangelista repite toda la secuencia del diálogo a grandes rasgos, componiendo una narración que se lee en pocos minutos. Con todo, es de suponer que una conversación de tal calibre durara al menos unas dos horas. No cabe duda de que fue más abundante en términos y, tal vez, en preguntas del fariseo y censuras de parte de Jesús.

Podemos imaginar la escena transcurriendo en un clima de gran bienquerencia. A pesar de lo avanzado de la hora, el Salvador se empeñaba en esclarecer el espíritu de aquel «jefe judío» (Jn 3, 1) y éste, a su vez, oía todo con un entusiasmo cuya causa era el amor que Jesús mismo, en cuanto Dios, le había tenido desde toda la eternidad.

El Señor prepara a sus hijos para acontecimientos grandiosos

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: 14 «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre,…»

Moisés y la serpiente de bronce Catedral de Pisa (Italia)

El Señor se remonta hasta la travesía del desierto rumbo a la tierra prometida, episodio familiar para cualquier judío, y menciona la ocasión en la que el pueblo murmuraba «contra Dios y contra Moisés» (Núm 21, 5), recibiendo como castigo «serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos» (Núm 21, 6). Cuando los israelitas finalmente se arrepintieron, el Señor no eliminó las serpientes como ellos le pedían, sino que le ordenó a Moisés que hiciera una de bronce y la colocara en un estandarte diciéndoles que «los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Núm 21, 8).

No es difícil calcular el alboroto producido en el campamento de miles de familias cuando alguien recibía una picadura de dicho reptil y necesitaba ir corriendo hasta Moisés. Además de hacerles comprender el valor de la mediación de un profeta, Dios procedió así por misericordia, deseando mostrar, en medio de aquella situación de miseria y rebelión, un signo de la Redención. Como enseña el libro de la Sabiduría, «el que se volvía hacia él se curaba, no por lo que contemplaba, sino gracias a ti, Salvador de todos» (16, 7).

De aquí sacamos una importante lección: Dios lo prepara todo con antecedencia y nos educa constantemente, ofreciéndonos ejemplos, metáforas y prefiguras de lo que acontecerá en el futuro, sea en la línea de castigos para el mundo, sea en la línea de grandiosas realizaciones del bien. Por eso debemos aceptar con espíritu sobrenatural aquello que nos sobrevenga, tratando de discernir en cada circunstancia la orientación que Él da con respecto al porvenir.

En este sentido, la serpiente erguida en el desierto como símbolo e instrumento de curación para los caminantes también les brindaba a aquellos que convivirían con el Redentor y a los que más tarde lo seguirían la posibilidad de contemplar la obra de la salvación en una perspectiva más abarcadora.

Un factor imprescindible para obtener la salvación: la fe

15 «…para que todo el que cree en Él tenga vida eterna».

Al escribir su Evangelio, San Juan pretendía refutar las herejías que se propagaban en aquel tiempo y, para ello, se empeñó en resaltar la unión de las dos naturalezas, la humana y la divina de Nuestro Señor Jesucristo. Con tal objetivo, se valió del caso de Nicodemo como paradigmático de las dificultades de muchos judíos que, aferrados a la razón, se resistían en aceptar a un Dios que se encarnara y muriera en una cruz y presentó las novedades reveladas al buen fariseo como una perfecta demostración de esa sublime verdad de fe.

Si comparamos esa conversación con la que Jesús tendría con la samaritana poco después (cf. Jn 4, 1-42) percibiremos cómo el diálogo que tuvo lugar junto al pozo de Jacob fue mucho más vivo y marcado por el encanto, además de mucho más rápida la conversión de la interlocutora. Entre otros motivos, esto se explica porque en aquella mujer no existían las objeciones propias a quien posee vastos conocimientos y quiere alcanzar únicamente con la inteligencia lo que sólo la fe puede abarcar.

Cuando Jesús trata con Nicodemo pone de relieve la necesidad de creer para salvarse, dejando claro que la conquista de la vida eterna no es una cuestión de esfuerzo o de capacidad intelectual, sino que depende de la actitud de fe de cada uno ante el misterio de la cruz.

Dios ama con radicalidad

16 «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».

Este bellísimo pasaje nos da una idea del amor radical de Dios por los hombres, hasta el punto de enviar al mundo a su Hijo unigénito, Él mismo es modelo de radicalidad para nosotros. Una gota de sangre, un simple pestañeo o un gesto ofrecido al Padre como reparación habría sido suficiente para consumar la Redención, pues el mínimo acto del Hombre Dios posee un valor infinito. No obstante, el Señor quiso entregarse por entero; y esto en tal grado que durante la Pasión, como había profetizado Isaías, «muchos se espantaron de Él porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano» (52, 14).

Cabe aquí hacer una aplicación personal: cuando cometemos una falta, a veces sentimos que no somos amados por Dios. Se trata de una impresión de origen preternatural, contraria a esa revelación hecha por el divino Maestro. ¡Se dejaría crucificar para llevar una única alma al Cielo, tal es su amor!

De estos versículos se desprende, además, que Dios ofrece a los hombres todos los auxilios necesarios para evitar su condenación; sin embargo, muchos los rechazan, convirtiéndose así en culpables de su propia perdición.

La fe exige obras

18 «El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios».

Jesús con la samaritana – Iglesia de Saint-Malo, Dinan (Francia)

Creer no significa aceptar pasivamente un conjunto de verdades sin implicaciones concretas para nuestra existencia particular. En el decir de Santiago, la fe «si no tiene obras, está muerta por dentro» (Sant 2, 17). Quien cree debe trazar un plan de vida cristiana para imitar a Nuestro Señor, adecuando a Él su mentalidad, inteligencia, voluntad y sensibilidad, con la disposición de progresar siempre en esa unión. Si la fe mueve montañas (cf. Mt 21, 21), también produce efectos extraordinarios —¡y mucho más!— en el alma que la posee, confiriéndole las energías necesarias para toda clase de buenas obras.

Por otro lado, esa categórica afirmación de Jesús resalta cómo Él es piedra de escándalo y divisor, en función del cual los hombres optan por el Cielo o por el Infierno. Las declaraciones siguientes van en esa misma línea y pueden ser calificadas como las más contundentes del Evangelio de San Juan sobre la oposición entre la luz y las tinieblas. No se trata propiamente de una lucha, la cual se verifica cuando hay un enfrentamiento y una resistencia entre dos fuerzas. Esto no ocurre entre la luz y las tinieblas: cuando aquella se hace presente, éstas desaparecen.

Luz o tinieblas

19 «Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas».

Dios, «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9), es el Bien. El mal, por su parte, sólo existes en quien se aleja o se levanta contra Él; consiste, por tanto, en la ausencia de bien.

Pero cuando alguien abraza un camino contrario al bien, a la verdad y a lo bello, se distancia de la luz y entra en las tinieblas. Y esto mismo sucede con personas dotadas de profusas luces intelectuales. De hecho, también los demonios y precitos conservan su inteligencia en el Infierno, pues se trata de una luz natural, muy diferente de la luz por excelencia de la que habla Nuestro Señor, capaz de penetrar a fondo en el alma y llevarnos a entender algo respecto a Dios.

20 «Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. 21 En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

He aquí una terrible constante en el alma entregada al pecado: la aversión a todo lo que recuerda la rectitud y la virtud, sobre todo a aquellos que, por estar más avanzados en el camino de la santidad, reflejan con mayor intensidad la Luz que es Dios. ¡Cuántas veces no percibimos que alguien anda mal por la indignación que demuestra con relación al que es bueno!

De hecho, nadie adhiere al mal, al error y a lo feo como tales. Cuando una persona quiere prevaricar, necesita construir una doctrina para justificar su mala conducta y, si se allega a la luz, esa racionalización cae por tierra. Es como el que entra en una fiesta, nota una mancha en su ropa y trata de no exponerse a la claridad, a fin de evitar que los otros se den cuenta de su apuro.

Si, por el contrario, hay integridad y deseo de conformarse con Dios, nada causa más alegría que el convivir con aquellos que, por haber amado tanto a la Luz, se transformaron ellos mismos en luz para los demás.

III – ¿Qué camino elegiremos?

Mons. João preside la Misa de Domingo Lætare en la
Casa Lumen Prophetæ, Mairiporã (Brasil), 11/2/2018

He aquí la maravillosa enseñanza de este Domingo de la Alegría. A lo largo de la Cuaresma hemos ido considerando, día tras día, el horror de nuestras propias miserias y, de repente, una claridad se abre en medio de estas nubes negras para que bajen los rayos de la misericordia sobre nosotros y nos llenen de una esperanza basada en un don gratuito de Dios, como afirma San Pablo en la segunda lectura: «En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir» (Ef 2, 8-9).

Sin embargo, vemos ¡cuán distante está la humanidad de esa verdadera alegría! La felicidad no se encuentra en las vías del alejamiento de Dios —recorridas por el pueblo elegido en la primera lectura—, cuyo término es la «Babilonia» del pecado y el castigo divino. Si «todo el que comete pecado es esclavo» (Jn 8, 34), quien comienza a andar por ese camino se vuelve prisionero de un «Nabucodonosor» mucho peor que el tirano histórico: el demonio, el cual odia a Dios y a su obra y por eso quiere la perdición de los hombres.

Dios nos libre de seguir las sendas de esa esclavitud. Más bien, pueda el Señor concedernos la gracia de optar por las veredas de la libertad, sirviéndole a Él, fuente de la única y verdadera alegría. Y solamente la obtendremos después de pasar por las dificultades de la vida, dando cada vez más de nosotros mismos, por entero y sin mirar atrás. Así actuaron los santos, Nuestra Señora y el propio Jesucristo, nuestro Señor, en cuyo cuerpo no quedó una sola gota de sangre.

Que María Santísima nos alcance, por su intercesión omnipotente ante Jesús, la ufanía de ser hijos de la Iglesia y, en consecuencia, inmensamente amados y perdonados siempre que reconozcamos nuestras faltas con dolor y las depositemos confiados en las brasas del amor divino. De esta forma, la preciosísima sangre de Cristo y las lágrimas extraordinariamente santas de Nuestra Señora se derramarán sobre nuestras almas, confiriéndoles un perfume agradable a Dios. 

 

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