Los niños nacen sin manual de instrucciones. Llegan cambiando todas las reglas, aboliendo horarios, deshaciendo egoísmos. Y, de hecho, sólo después de muchos fracasos, los progenitores descubren que, para formarlos bien, necesitan algo más que libros: han de ser buenos padres…
Dotados de una sublime y altísima misión, comparable a la de la creación —pues por medio de ellos Dios puebla la tierra y el Cielo de nuevos seres humanos—, los padres son los emisarios divinos para el mantenimiento de la vida de sus hijos, los depositarios de las esperanzas que el propio Creador tiene sobre ellos. A su manera, deben ser la primera imagen de la divinidad que se les presenta a los hijos.
Ahora bien, ¿cómo se puede llevar a cabo con perfección la tarea de educar a la prole en tiempos tan revueltos?
Misión ardua, pero posible
La educación siempre ha sido y sigue siendo un gran desafío, que resulta hasta desalentador si tenemos en cuenta la inmensidad de las dificultades que ofrece el mundo actual y la legión de enemigos, velados o declarados, que perturban la relación padres-hijos.
Difícil, sin embargo, no significa imposible. Y el secreto del éxito está, en primer lugar, en que los padres se convenzan de la desmesurada labor que asumen e imploren el auxilio especial de Dios, ante quien prometieron fidelidad incondicional cuando abrazaron las vías del matrimonio. En la oración, sobre todo, es donde encontrarán fuerza y sabiduría para guiar cada etapa de la formación de sus hijos.
El segundo paso consiste en escuchar los consejos que la Santa Iglesia, como verdadera maestra de la verdad, ofrece a las familias cristianas de todos los tiempos.
Afecto verdadero y equilibrado
Según la sana tradición cristiana, tantas veces sostenida por el magisterio, existen algunos principios generales que han de observarse en un proceso de instrucción católico y saludable.

La responsabilidad esencial de los padres es, sin duda, el afecto. Este término, no obstante, debe entenderse con seriedad, desintoxicado de las profundas deformaciones que actualmente sufre. No se trata de un afecto sentimental que aprueba, con el mismo entusiasmo, las virtudes y los vicios del hijo; se trata, más bien, de un afecto profundísimo, pero ilustrado e inteligente, de un amor sin flaquezas, sin sensibilidades exageradas, sin egoísmos y sin predilecciones gratuitas, ordenado en función de Dios y que tiene como objetivo la santidad.
«Dios hizo del corazón del padre y de la madre un tesoro de amor, un cofre de ternura»,1 subraya el canónigo Boulenger. En este sentido, todo cuidado es poco: el cariño, cuando es excesivo, a menudo acaba siendo perjudicial. Y la lucha contra este mal empieza desde la cuna. En los primeros albores de la existencia de su hijo, los padres ya han de estar atentos a los signos de una naturaleza caída por el pecado, para desenmascararlos y combatirlos.
Con respecto al llanto del niño, por ejemplo, es recomendable que la madre intente discernir cuándo es fruto de una necesidad real y cuándo está motivado por algún capricho. En este último caso, se aconseja que no se le dé inmediatamente lo que quiere; así comenzará a darse cuenta de que no siempre se hace su voluntad. Aunque esto pueda parecer duro, la verdad es innegable: muchas locuras de la adolescencia se evitarían si en la primera infancia los padres tuvieran la sabiduría de reprimir esos pequeños impulsos desordenados…

«Una madre regaña a su hijo», de Albert Becker
Por otro lado, también existe el problema opuesto: el desinterés, cuya causa es el egoísmo y su efecto la ausencia y una dureza disfrazada de exigencia. Es un modo terrible de deformar a los hijos. Al ser los padres un reflejo de la bondad de Dios hacia ellos, deben prestarles toda la atención que necesitan para desarrollarse. Yendo a lo concreto, parece inaceptable, por ejemplo, que una madre o un padre, cansados de los prolongados llantos o peticiones de su hijo, le pongan en sus manos una tableta o un móvil —recurso frecuente, por desgracia— para librarse del incordio de tener que atenderlo…
Amor sin predilecciones
El afecto ha de observar también otra regla importante, principalmente en las familias numerosas: no puede mostrar predilecciones basadas en afinidades temperamentales o intelectuales, sino que debe dedicar el mayor cuidado posible a todos los hijos, tratando a cada uno de ellos como un don de Dios, el fruto más excelente del matrimonio.2
De la misma manera, los padres no pueden proyectar sus propios anhelos o ambiciones en sus hijos, porque su meta es el bien y la felicidad de ellos y nunca su beneficio personal. Hacer planes específicos para el futuro de los hijos, como proyectar carreras y estilos de vida, sin tener en cuenta las aptitudes y tendencias de los pequeños es el camino hacia la infelicidad.

Muchos desastres familiares surgen de desviaciones aparentemente simples como éstas. Para evitarlos, es recomendable fomentar en los niños desde edad temprana la realización de actividades lúdicas que pongan de manifiesto sus capacidades intelectuales y físicas; como también la práctica de diversas artes, deportes o lenguas extranjeras que favorezcan el desarrollo de su personalidad y cultura. Esto ayudará a discernir la vocación natural y sobrenatural de los hijos.
Por último, cabe señalar que la educación no es obligación sólo de uno de los progenitores. En esto tampoco debe haber predilección. El niño es fruto de ambos y en él está la suma de las cualidades, gustos y tendencias de cada uno. No hay nada mejor que la experiencia conjunta de los padres para evitar que los hijos imiten sus errores, fracasos y disgustos.
Educar no es sólo decir «sí» o «no»
Hay quien piensa que educar consiste únicamente en dictar normas de disciplina. La verdadera educación va mucho más allá, porque tiene un doble alcance: afecta al cuerpo y al alma. Utilizando las reglas como medio y no como fin, desarrolla bienes corporales como la salud, la disposición y la energía, con el objetivo de crear condiciones favorables para el perfeccionamiento intelectual y espiritual del niño. En efecto, los padres tienen la obligación de fomentar en sus hijos, con las palabras y el ejemplo, las virtudes naturales y sobrenaturales, tarea que abarca desde la instrucción básica —normas de comportamiento, aseo y cortesía— hasta la más importante: la enseñanza religiosa.

Es un gran error pensar que los principios de urbanidad, indispensables, se aprenden simplemente en los pupitres escolares. ¡Podría ser demasiado tarde! Son una obligación familiar desde la cuna. Los colegios, institutos y universidades se limitarán a añadir a esa educación primordial cierta dosis de conocimientos culturales.
La instrucción religiosa es también una tarea progresiva. Las nociones básicas sobre Dios, las primeras oraciones, los actos de piedad en familia son elementos claves en la formación moral de los niños, cuyo recuerdo nunca se borrará de sus memorias.
En resumen, corresponde a los padres hacer de sus hijos buenos ciudadanos y, sobre todo, buenos cristianos.
Jornada paulatina
Así como un medicamento se volvería venenoso si se ingiriera en grandes cantidades en una sola ocasión, la formación de un hijo es un proceso gradual —se extiende desde la cuna hasta la plena madurez— y fracasaría si se adelantaran sus etapas. Cada retoño debe ser modelado según su edad y temperamento, en una sabia mezcla de afecto y severidad, reconocimiento y exigencia, estímulo y reprensión.
Durante los encantadores tres primeros años de vida, se recomienda darle al niño pequeñas responsabilidades, como guardar sus juguetes, organizar sus pertenencias, llevar su ropa sucia a un lugar determinado y aprender a quitar el polvo de ciertas superficies. Esto le permitirá adquirir nociones de orden y limpieza.
Después de eso, hasta los 7 años, se aconseja que ayude a cuidar de la mascota de la familia, haga su propia cama, riegue las plantas y lave algunos platos, para que se sienta parte activa de la familia. Si va creciendo sanamente en responsabilidades, llegará a los 12 años sabiendo colaborar en algunas tareas domésticas, como preparar comidas sencillas, limpiar la casa, lavar algo de ropa e incluso cuidar de sus hermanos pequeños, pero sin dejar de disfrutar de las alegrías de la vida infantil.

como la instrucción religiosa: las nociones básicas sobre Dios y los actos de
piedad en familia son elementos claves en la formación moral de los niños.
«Acción de gracias», de Karl Gebhardt – Colección privada
Esperanza de la Iglesia y del mundo
No existe universidad que forme buenos padres…, como tampoco hay un método capaz de prever todas las casuísticas que implican la educación de los hijos. Sin embargo, una cosa es cierta: lo que los progenitores le exijan al niño durante su proceso de formación constituirá su suerte para el resto de la vida, y todo lo que llegue a ser en el futuro constituirá un reflejo de la educación recibida en casa.
Queridos padres y madres que habéis invertido el tiempo leyendo este artículo, no escatiméis esfuerzos en la educación de vuestros retoños: ellos sentirán, bajo el velo de la vida familiar, la bondad de Dios mismo, que prometió ser para los hombres un Padre siempre compasivo (cf. Sal 102, 13), y tendrán la alegría de cumplir el mandamiento de cuya práctica el propio Redentor quiso dar ejemplo: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra» (Éx 20, 12).
Además, como jóvenes cristianos bien instruidos, serán la esperanza de la Santa Iglesia para la transformación de la sociedad y del mundo. ◊
Notas
1 Boulenger, Auguste. Doutrina Católica. São Caetano do Sul: Santa Cruz, 2022, t. ii, p. 86.
2 Cf. CCE 2378.