Dramática, patética, colosal. La Divina comedia de Dante Alighieri es una de las mayores obras literarias que la humanidad haya producido jamás.
Este extenso poema, cuya fecha de composición se sitúa a finales de la Edad Media, tiene como argumento principal, no un amor sentimental, ni un elogio a la patria, menos aún una nostalgia del clasicismo grecolatino, sino más bien los principios de la teología católica, sobre todo los relacionados con los novísimos. Todo gira en torno a un supuesto «viaje» del propio Dante a los tres lugares de la vida más allá de la tumba: el infierno, el purgatorio y el Paraíso, cantando magníficamente las verdades que la Iglesia enseña al respecto. No sin razón, Dante fue definido por un Papa como «el más elocuente panegirista y heraldo de la doctrina cristiana»,1 y algunos llamaron a su obra la Suma Teológica en verso.
Uno de los hombres más influyentes de su tierra
Dante Alighieri nació en Florencia, probablemente en 1265. Su vida fue bastante ajetreada. De notable inteligencia, estudió todos los ámbitos de la cultura con excelentes maestros y no tardó en convertirse en uno de los hombres más influyentes de su tierra, lo que le llevó a asumir un importante papel político en la famosa disputa entre los gibelinos, que defendían la supremacía de los emperadores sobre el papado, y los güelfos, defensores de la autoridad pontificia. A estos últimos —y más precisamente a los «güelfos blancos», un partido más moderado— pertenecía el poeta italiano.
Luego de muchos conflictos, acabó desterrado de su Florencia natal en 1302, por obra de los «güelfos negros». Se refugió, después de varios viajes e intentos de repatriación, en Rávena. Allí, inmerso en la tristeza por el exilio, Alighieri comenzó a consolarse en el estudio de la teología, hasta su muerte el 14 de septiembre de 1321.
En este contexto, analizando su vida, fue cuando percibió que se encontraba enmarañado «en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto».2 Y empezó a escribir su obra maestra: la Divina comedia.
Un incentivo al amor de las verdades cristianas
Sin duda, es en el aspecto literario donde reside la mayor parte de la gloria de este escrito universal. La historia está impregnada de elementos de todos los ámbitos de la cultura de entonces: «Todo Dante está en la Divina comedia no por el hecho de ser ésta la mejor de sus obras, sino por su carácter de totalidad».3 Además, el poeta italiano agotó allí sus conocimientos y su talento, inmensos para su época. La Divina comedia fue escrita íntegramente en versos endecasílabos —de once sílabas—, con un innovador sistema de rimas en tercetos, y se divide en tres partes: «Infierno», «Purgatorio» y «Paraíso». En perfecto equilibrio matemático, cada una de estas partes se compone de treinta y tres cantos, más uno introductorio acoplado al «Inferno». Así, esto completa el número cien.
A pesar de tanta excelencia literaria, esta obra no estaba destinada inicialmente a eruditos y literatos, sino a todos. De ahí el hecho de que no estuviera escrita en latín —el idioma que se hablaba por entonces en las universidades y se empleaba en obras eruditas—, sino en la lengua vernácula toscana. Por otro lado, el título original Commedia era indicativo de un estilo literario caracterizado por una «narrativa viva», diferente de la ilustre narrativa de las elegías. El calificativo de Divina con el que quedó consagrada sólo le fue otorgado años más tarde por Boccaccio.
No obstante, conviene recordar que, «cautivando al lector con la variedad de imágenes, con la belleza de los colores, con la grandeza de las expresiones y los pensamientos, lo atrae y excita al amor de la sabiduría cristiana».4
Infierno
El argumento que llena las páginas de la Divina comedia tiene lugar en el año 1300 y comienza con la aparición de Virgilio a Dante, en la tenebrosa selva en la que este último se había perdido, figura de su vida de pecados. El poeta romano afirma que fue enviado por la Virgen María, a petición de Beatriz —nombre que significa beata o beatificante, y que en la obra representa la fe o la teología—, para guiar a Alighieri a través del infierno y el purgatorio, hasta llegar al Paraíso, adonde lo conducirá la propia Beatriz.
Inicia así el descenso al infierno, que tiene forma de embudo, con «círculos» concéntricos que van hasta el centro de la Tierra y albergan castigos peores cuanto más bajos se encuentran. Al llegar a sus puertas, los viajeros se topan con un letrero en el que se lee: «¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!».5
Nada más cruzar el portal, el poeta escucha gritos y gemidos, y pregunta a su guía quiénes son los que se lamentan. Virgilio le responde que se trata de los tibios, los que no se decidieron ni por el bien ni por el mal; se volvieron tan despreciables que ni siquiera el infierno los ha acogido. Luego simplemente le dice: «No hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante».6
Cabe mencionar que, a los principios de la teología cristiana, se suman elementos de la literatura grecolatina como las furias, Medusa, los centauros, etc. Así, tras esta especie de vestíbulo viene el río Aqueronte, en el que se encuentra el mitológico Carón, el barquero que hace la travesía de las almas.
Cruzado el río, hallan el primer círculo, el limbo, en el cual el autor sitúa a los justos, los poetas y los sabios que vivieron en el paganismo antes de la venida de Cristo, así como a los niños no bautizados. En el segundo círculo están los lujuriosos; en el tercero, los golosos; en el cuarto, los avaros y los pródigos; en el quinto, los iracundos; en el sexto, los heresiarcas. En cada uno de estos círculos, Dante indaga a los condenados, entre los que hay todo tipo de personajes —desde papas y emperadores hasta pecadores públicos, especialmente personas de su época—, que le explican el motivo de su condena y la proporcionalidad de los castigos. Es digna de nota la imaginación del poeta para crear nuevos sufrimientos, cada vez más violentos, así como los fuertes colores con los que los pinta. No hay quien lo lea sin sentir miedo de pecar, para no caer en tal condena.
A continuación, entran en la ciudad de Dite, donde vive Satanás. En el séptimo círculo están los violentos (contra el prójimo, contra sí mismos o contra Dios); en el octavo, los fraudulentos, que comprende diez clases diferentes. El noveno y último está en el centro de la Tierra, y está formado por Cocito, un lago congelado donde sufren los traidores. En el sitio más profundo, la Judesca, está Lucifer masticando en su triple boca a Judas, Bruto y Casio. Cruzando el centro de la Tierra, comienza ahora recorriendo un camino inverso, ascendente, que los llevará a la isla del purgatorio. De este modo suben hasta que el poeta concluye: «Por allí salimos para volver a ver las estrellas».7
Purgatorio
En la visión dantesca, el purgatorio es una isla del hemisferio sur —lo que se evidencia con la aparición de la Cruz del Sur—, en la cual hay una gran montaña cónica que se eleva a través de círculos ascendentes: cuanto más altos, menor el trayecto que recorrer y más ligeros los pecados que purgar en ellos.
Antes de la montaña, sin embargo, hay un espacio intermedio, donde sufren aquellos que sólo se arrepintieron en el último instante de sus vidas. Tienen que esperar allí hasta que se les dé permiso para iniciar la vía de la purificación. Al principio de la ruta la caminata es bastante penosa, pero cuanto más se sube, más despejado se vuelve el paso.
Al llegar a la puerta de ese lugar, un ángel trazó siete veces la letra «P» en la frente de Dante, diciéndole: «Procura lavar estas manchas cuando estés dentro».8 Estas marcas representaban los siete vicios capitales, que serían expiados en cada uno de los círculos, en este orden: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia —junto con la prodigalidad—, gula y lujuria. En esta escala, el poeta siguió un orden muy teológico, pues los pecados espirituales son peores que los carnales.
En la cima de la montaña se encuentra el paraíso terrenal. Al llegar allí, Virgilio —símbolo de la sabiduría humana— desaparece y, en medio de una multitud de ángeles, aparece la figura de Beatriz —representante de la sabiduría divina—, quien lo guiará durante el recorrido en el Cielo.
Antes de eso, no obstante, ella lo reprende severamente por sus pecados. Después de que Dante se arrepintiera, Beatriz le hace beber del río Leteo, para que se olvide de ellos. Ahora la guía se les aparece junto a siete damas —las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales— y empieza a tratarlo con bondad. Luego lo lleva al río Eunoe, en el que se sumerge el poeta. Al salir se siente reanimado, «purificado y dispuesto para subir a las estrellas».9
Paraíso
Dante imagina el Cielo como nueve esferas concéntricas, cada una de las cuales corresponde a uno de los coros angélicos. Por encima de estas esferas está el Empíreo, que es inmóvil, donde se encuentra el trono de Dios. Esta división, por cierto, se basa en el sistema astronómico de Ptolomeo, entonces en boga; es decir, todas las esferas giran alrededor de la Tierra, siendo mayor la velocidad de su movimiento cuanto más se alejan de nuestro planeta.
Beatriz le explica cómo las almas santas son elevadas al Cielo y cómo Dante subirá a su semejanza: el amor de Dios las atrae infaliblemente cuando lo contemplan. Así pues, comienzan la ascensión. En la primera esfera, la de la Luna, están quienes, aunque virtuosos, no cumplieron plenamente sus votos, siendo insuficientes en fortaleza. Al ser interrogada si no ansiaba una gloria mayor, una de las almas le responde al poeta: «Si deseáramos estar más elevadas, nuestro anhelo estaría en desacuerdo con la voluntad de Aquel que nos reúne aquí».10 En otras palabras, en el Cielo los bienaventurados tienen tal unión de voluntades con Dios que su felicidad consiste en cumplir sus designios, sin aspirar a nada más que lo que Él quiere.
En el segundo Cielo, el de Mercurio, están los que adquirieron fama mundana legítimamente, pero la desearon con gran ardor, en detrimento de la justicia. Elevados al Cielo de Venus, los viajeros ven a los amantes, que se excedieron en esta pasión, faltando a la templanza. Allí se hallan incluso almas que practicaron el amor de manera imperfecta.
En la esfera del Sol se encuentran los doctos en teología, que brillaron por su prudencia. Se acercan a Dante varios doctores, entre ellos Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. Ambos comienzan entonces a cantar la gloria de las órdenes mendicantes: Santo Tomás enaltece a los franciscanos, mientras que San Buenaventura exalta a los dominicos.
La quinta esfera es la de Marte, compuesta por militantes, ejemplos de fortaleza. Éstos se organizan en forma de una gran cruz. El Cielo de Júpiter es el de los justos, que forman, en celestial coreografía, la frase de las Escrituras: «Diligite iustitiam, qui iudicatis terram» (Sab 1, 1).11 De la «M» final surge el águila del Imperio romano, pues ahí se encuentran quienes ejercieron santamente el gobierno de las naciones.
A partir de ahora aparecerán los que destacaron por su amor puro a Dios. Se desprende de esto que en la visión dantesca del Paraíso la caridad es el principal factor para la gloria. En la esfera de Saturno están los contemplativos. Allí Dante se topa con una magnífica escalera de oro, cuya cima no puede ver. San Pedro Damián baja hasta él y le explica por qué allí no escucha ninguna música: sus oídos humanos no soportarían tanta maravilla. Beatriz, la teología, se vuelve cada vez más radiante, indicando la proximidad de Dios.
Subiendo los escalones áureos, llegan a la esfera de las estrellas fijas, donde están los que acompañan a Cristo en su triunfo. Dante puede ver a Jesús y a la Santísima Virgen. La última esfera del mundo físico es la del Cristalino, o Primum mobile (primer motor). Ahí ve, en medio de una luz muy fuerte, a los ángeles más cercanos a Dios, dispuestos según los nueve coros angelicales y en tres ternarios.
Al ascender al Empíreo, Dante necesita recibir una nueva capacidad de vista, ya que el ojo humano no puede contemplar tanta gloria. Al llegar allí, ve a los bienaventurados dispuestos como pétalos de una enorme rosa. Entonces Beatriz deja al poeta para ocupar el lugar que le corresponde en esta rosa de los bienaventurados, y el gran San Bernardo empieza a guiarlo, pues la teología alcanza ahí sus límites y da paso a la mística.
El abad de Claraval le explica la ordenación del Empíreo y recita una sublime oración a Nuestra Señora, intercediendo por Dante ante Ella para que le conceda ver a Dios. La Virgen eleva sus purísimos ojos al Altísimo, y en ellos Dante contempla el reflejo de la visión beatífica. San Bernardo le insiste en que mire al Señor: «Bernardo, sonriéndose, me indicaba que mirase hacia arriba; pero yo había hecho ya por mí mismo lo que él quería».12 ¿Habrá algo mejor que ver a Dios a través de los ojos de María?
Sin embargo, llevado por un atrevimiento mayor, osa mirar directamente a Dios y ve, en tres esferas luminosas, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, percibiendo, de manera indescriptible, los misterios de Dios. Y con esta visión divina encierra su poema.
¿Por qué leer la «Divina comedia»?
A estas alturas, el lector debe haberse preguntado: ¿de qué sirve leer la Divina comedia, si sólo es una narración ficticia? En respuesta a esta cuestión, cabe citar las palabras de Benedicto XV: «Su comedia, que merecidamente obtuvo el título de divina, a pesar de los elementos de ficción e inventados, o las alusiones a la vida mortal, no tiene otro propósito que glorificar la justicia y la providencia de Dios, que gobierna el mundo en el tiempo y en la eternidad, y que premia y castiga a los hombres, tanto individualmente como en sociedad, según sus méritos».13
Por lo tanto, al cantar hermosamente los principios de la fe católica, la Divina comedia nos sirve de meditación sobre los novísimos, incitándonos a un amor más grande a Dios, quien es sustancialmente, conforme las últimas palabras de la obra, el Amor «que mueve el Sol y las demás estrellas».14 ◊
Notas
1 BENEDICTO XV. In præclara summorum.
2 Infierno, I. Todas las citas de la Divina comedia han sido extraídas de la versión en español: DANTE ALIGHIERI. La divina comedia. Madrid: M. E. Editores, 1994.
3 RUIZ, Nicolás González. «Introducción general». In: DANTE ALIGHIERI. Obras Completas. 5.ª ed. Madrid: BAC, 2002, p. 8.
4 BENEDICTO XV, op. cit.
5 Infierno, III.
6 Ídem, ibidem.
7 Ídem, XXXIV.
8 Purgatorio, IX.
9 Ídem, XXXIII.
10 Paraíso, III.
11 Del latín: «Amad la justicia, vosotros los que juzgáis la tierra».
12 Paraíso, XXXIII.
13 BENEDICTO XV, op. cit.
14 Paraíso, XXXIII.