Lourdes: una promesa

La fuente de la gruta de Massabielle es bien la imagen de la fuente de las gracias mariales que está a punto de inundar la tierra, con vistas a establecer el reinado de María.

Hay ciertas palabras que, una vez pronunciadas, son como un rayo de luz en la más densa oscuridad, en sí mismas no producen más que consuelo y esperanza. Lourdes es una de ellas.

Cuando oímos este nombre, enseguida nos viene a la mente la escena de la procesión de las antorchas, de la bendita gruta de Massabielle y de la imagen que allí se encuentra, o de las magníficas basílicas dedicadas a la Madre de Dios. Es imposible no acordarse del agua que mana abundantemente a sus pies, y que tanto beneficio físico y espiritual traen a innumerables fieles. De hecho, «Lourdes es uno de los lugares que Dios ha elegido para reflejar un destello especial de su belleza».1

¿Cuál es el alcance de Lourdes?

Pensando en ese cuadro, a la vez tan magnífico y tan sencillo, podemos preguntarnos por los motivos que habrían llevado a Dios a escogerlo para que se volviera uno de los mayores centros de peregrinación del mundo, una especie de Santa Casa de Misericordia abierta a todos, donde numerosos enfermos obtienen su curación, los pecadores se convierten, los afligidos encuentran consuelo, donde, en fin, una fuente de luz y de gracia se derrama sobre aquellos que hacia allí se dirigen con un mínimo de devoción, e incluso sobre quienes llegan movidos por simple curiosidad.

La respuesta se hace aún más difícil si recordamos la parsimonia del discurso de la Virgen durante sus manifestaciones en la gruta. Resulta curioso, pero en general Ella parece tanto más parca en palabras cuanto más su mensaje está destinado a ser universalmente conocido.

Lourdes no escapa a esta regla. Si no fuera absurdo, casi diríamos que la Reina del Cielo se volvió tímida al verse sorprendida por las multitudes en su tête-à-tête con la cándida y humilde Bernadette Soubirous; deduciríamos que esa publicidad le molestaba, por forzarla a entretener a una audiencia mayor de lo previsto.

Obviamente, la verdad es distinta. Sabemos que el carisma de la profecía se manifiesta de diferentes maneras. No debemos limitarlo al discurso, pues hasta las acciones y los movimientos del profeta pueden llevar un mensaje (cf. Ez 37, 15-28; Jer 13). Y cuando meditamos en Lourdes como símbolo y gesto profético, algo del misterio comienza a despuntar en toda su estatura.

Una respuesta a los problemas de su tiempo

El contexto de las apariciones de María Inmaculada a Santa Bernadette indica su universalidad. Las persecuciones religiosas, las guerras y las conmociones que había atravesado la hija primogénita de la Iglesia desde la Revolución francesa sacudieron profundamente el catolicismo que otrora había reinado en esa nación, influyendo en los demás pueblos europeos. El mundo caía en las profundas tinieblas del ateísmo, el racionalismo y el subjetivismo.

En ese momento, la Santísima Virgen decide aparecerse en una aldea casi desconocida de Francia, a una jovencita sencilla e ignorante, para que de allí fluyera un caudal de gracias y de maravillas, impensables e inexplicables excepto por la fe.

Nuestra Señora vino a transmitirle al mundo un mensaje de oración, de penitencia y de conversión, y en sus fieles devotos, especialmente, quiso infundir ánimo y amor al sacrificio, como lo indica claramente una de las primeras frases que le dijo a la vidente: «No prometo hacerte feliz en este mundo, sino en el otro».

¿Un simple fenómeno histórico?

Sin embargo, podemos preguntarnos si ese rastro de gracias es como el brillo de las estrellas que contemplamos en el firmamento durante la noche, que se originaron hace millones de años y llegan hasta nosotros como un débil testimonio de algo que sucedió en un astro que quizá ya no existe. En otras palabras, ¿las bendiciones de Lourdes sólo son emanaciones póstumas del pasado, que tienden a disminuir con el tiempo hasta extinguirse por completo?

Para eliminar una densa oscuridad, la luz debe ser muy intensa. Si María derramó allí tantas gracias sobre los hombres en los siglos xix y xx, como una forma de remedio para el pecado, ¿cuánto más no derramará en nuestros días, en los que las enfermedades espirituales y las debilidades morales han alcanzado paroxismos impensables? Cuando las tinieblas del pecado cubren la tierra como un manto negro, ¿aquella que las Escrituras cantan como una «mujer vestida del sol» (Ap 12, 1) no hará brillar su luz en el mundo entero con más intensidad, si Ella misma prometió para el futuro una era luminosa, en la que su Inmaculado Corazón triunfará?

El 16 de julio de 1858, Bernadette respondió nuevamente a la misteriosa llamada de la gruta; sería la última vez. Al llegar allí constató que habían vedado el acceso a Massabielle. Por eso tuvo que contentarse con mirar desde lejos, al otro lado del Gave. Se podría decir que tal circunstancia era un indicio de alejamiento, de ocaso. No obstante, las palabras de la vidente revelan lo contrario: «Me parecía que estaba delante de la cueva, a la misma distancia que otras veces; veía solamente a la Virgen, ¡nunca la había visto tan hermosa!».

Imagen de Nuestra Señora en la explanada del Santuario de Lourdes

En el momento en que María Santísima podía parecer distante, Ella se presentó con todo su esplendor y con gran proximidad. No se trataba de una despedida, sino una promesa.

Por lo tanto, no resulta pretencioso afirmar que la luz que de Lourdes viene hasta nosotros procede, en realidad, del futuro, como esperanza de nuevas gracias que María Santísima desea derramar sobre sus hijos.

Una fuente nacida del barro

Como Madre solícita, Nuestra Señora sabe dar la medicina adecuada para cada enfermedad. Y cuanto más grave es la herida, más potente es el ungüento preparado. ¿Quién mejor para curar a una generación devastada por tantos trastornos nerviosos y tantas dolencias físicas que la Santa Taumaturga de Massabielle? ¿Quién mejor para sanar a una humanidad necesitada que la bondadosa Señora que se le aparecía tan dulce y afable a la pequeña Bernadette?

Además, ¿qué mejor para restaurar una sociedad tan quebrada por el igualitarismo y ya olvidada de la dignidad de la condición humana que mirar aquella gruta en la que la vidente asumía un porte regio, hasta el punto de que una noble francesa declaró que nunca había conocido a una muchacha aristocrática con tanto encanto y grandeza como la campesina Bernadette mientras trataba con la Reina del Cielo? ¿Y qué podría ser más apropiado para inculcar el sentido de la fe en una sociedad tan atea que seguir el ejemplo de piedad de esta jovencita, que con tanta devoción rezaba su rosario a los pies de la Madre de Dios y que por el mero hecho de santiguarse producía conversiones?

El conocido episodio de Santa Bernadette cavando la tierra barrosa para extraer un poco de agua para beber parece ser un buen ejemplo de lo que Nuestra Señora quiere hacer con la humanidad: aunque el fango de la Revolución cubra el orbe, hay una fuente de gracias mariales —es decir, gracias exclusivas de la Santísima Virgen, pero que desea compartir con sus hijos— que está a punto de inundar la tierra y que hará que su reinado se establezca, manifestando a los hombres prodigios de vida sobrenatural hasta ahora inconcebibles. ◊

 

Notas


1 BENEDICTO XVI. Homilía, 13/9/2008.

 

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