Imaginémonos a bordo de un avión de transporte de tropas, a más de 5000 metros de altitud. Los pasajeros son paracaidistas y se preparan, al igual que nosotros, para saltar por primera vez desde esa altura. ¡Imposible no tener miedo!… Algunos se encomiendan a la protección divina, mientras que otros avanzan hasta los primeros puestos de la fila. Todos nos colocamos en nuestros puestos.
Ha llegado el momento, querido lector, ¡nos toca saltar! Tres, dos uno… ¡ya!
«Sumergidos» en el azul celeste, ahora sólo nos acompaña el silencio. Sin embargo, por encima de los fuertes y palpitantes latidos del corazón, en nuestro interior una suave voz se hace oír.
«¿Cómo estoy llevando mi vida? ¿He actuado bien últimamente? ¿He cumplido con mis obligaciones? ¿A qué distancia me encuentro de la realización de mi vocación cristiana? Si viniera a morir al tocar el suelo, ¿estaré listo para comparecer ante Dios?». A estas cuestiones mudas, diversas respuestas se presentan, hasta que… ¡zas! Finalmente aterrizamos, sanos, salvos y aliviados.
Los aplausos, las felicitaciones de nuestros compañeros y los efusivos comentarios de todos nos distraen de nuestras reflexiones precedentes y, por fin, todo acaba. Todo menos una duda: ¿qué era aquel misterioso murmullo que nos invadió durante el salto?
Ley moral innata
Envolvente pero discreta, respetuosa pero resoluta, estimulante o amonestadora, esta misma voz oculta suele presentarse no tan sólo cuando corremos algún riesgo de vida, sino en las más variadas circunstancias, sobre todo en las ocasiones en que debemos optar por el bien o por el mal. Proviene de lo más íntimo de nuestro propio ser.
Enseña la filosofía que todo hombre posee grabada en su alma, desde su nacimiento, la ley natural, principio de la actividad moral humana conocido en sí mismo,1 que nos permite distinguir mediante la mera razón lo correcto de lo errado, la verdad de la mentira,2 y a través del cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar. Esta ley —que está expresada a la perfección en la ley revelada, es decir, el Decálogo— fue escrita por Dios no en tablas de piedra, sino de carne: nuestros corazones. Y en la fidelidad a ese discernimiento innato reside el secreto de una vida coherente y virtuosa.3
San Pablo bien resume tal realidad en su Epístola a los romanos: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrita en sus corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus razonamientos internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza» (2, 14-15).
Por consiguiente, en nuestro interior hay una especie de conocimiento permanente y universal sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar, llamado sindéresis. En el terreno de la acción práctica, el «consejo» de nuestra razón —que aprueba o censura las intenciones, actos y conductas nuestras o las de los demás— recibe el nombre de conciencia. Ésta es la que «conversa» con nosotros a todo instante, con el objeto de guiarnos hasta nuestro fin último, la santidad.
El espejo del alma
La palabra conciencia viene del término latino conscientia, que significa conocimiento, noción, sentido interior. «Es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella».4
Así como un espejo refleja el estado físico de un cuerpo material, la conciencia «es el espejo en el que se ve el estado exterior e interior del hombre, es decir, su cuerpo y su alma».5 En él «el alma, con los ojos de la razón, ve […] su belleza o su fealdad, su pureza o sus manchas». Luego la conciencia es el guía que nos muestra cómo caminar hacia la santidad y a qué distancia estamos de ella.6
Esta imagen de nosotros mismos es tanto más clara cuanto más nos preocupamos por preservarnos de las máculas de nuestras faltas. Así como el polvo y otros residuos manchan un espejo y le restan nitidez, así el pecado entorpece la conciencia y no nos permite ver con acuidad el estado de nuestra alma.
En efecto, si nos acostumbramos al vicio, la voz interior de la conciencia se vuelve poco a poco más débil, hasta casi extinguirse. Al perder esta brújula que nos marca el verdadero rumbo, nos condenamos entonces a una decadencia sin freno. En casos extremos, nuestro «espejo» espiritual puede quedar tan empañado que empezamos a ver nuestros defectos como si fueran hermosas cualidades…
Es indispensable, por tanto, si queremos preservar nuestra sanidad cristiana y caminar hacia el Cielo, que cultivemos una buena conciencia. Ésta es una ciencia inmortal, porque la llevaremos a la eternidad; «será la gloria o la confusión inevitable de cada uno, según la cualidad de las cosas que se depositen en ella».7
Las columnas de nuestra casa espiritual
San Bernardo de Claraval escribió un tratado sobre la conciencia —del que ya hemos citado algunos extractos—, la cual define como la ciencia del corazón o del conocimiento de sí mismo y la base de la perfección. En esta obra, el santo cisterciense compara la conciencia a una casa que debe estar cimentada sobre sólidas columnas, que presenta en número de siete: «la buena voluntad; la memoria o recuerdo de los beneficios de Dios; el corazón puro; el entendimiento libre; el espíritu recto; el alma devota; la razón iluminada».8 Consideremos algunas de ellas.
La primera columna es la buena voluntad del hombre, «porque por la bondad de la voluntad es donde empieza todo bien».9
Cuentan que, en cierta ocasión, una religiosa le escribió a un virtuoso sacerdote pidiéndole una orientación de cómo llegar a la santidad. Tras una larga espera y de mucha insistencia, recibió como respuesta una nota con esta única inscripción: «Si quieres». Si queremos, estimado lector, ya habremos dado el paso decisivo rumbo a la rectitud de conciencia.
Ahora bien, no perseveraremos mucho tiempo en nuestras buenas disposiciones si no mantenemos encendida y bien abastecida la antorcha del amor. Y, para ello, San Bernardo aconseja que recurramos a la memoria de los beneficios que Dios ha hecho a nuestro favor.
Consideremos siempre cómo, «a pesar de la multitud y magnitud de nuestros pecados, su misericordia nunca se cansa; cuando nos olvidamos de Él, Él mismo se digna advertírnoslo; […] cuando nos arrepentimos, nos perdona; si perseveramos, es porque Él nos guarda. […] Cuando somos purificados por la tribulación, nos devuelve la paz perfecta, el dulce descanso. […] Acordémonos de los muchos beneficios que nos ha hecho, sin que se lo pidiéramos»;10 entonces nos será fácil amarlo y emplear todas nuestras energías para servirlo.
Otras importantes columnas señaladas por San Bernardo son el espíritu recto y el corazón puro.
Tener un espíritu recto significa buscar «a Dios sobre todas las cosas, para agradarle sólo a Él».11 Además, la rectitud debe movernos a adentrarnos en nuestro corazón, recorrerlo y escudriñarlo con toda diligencia, reflexionar acerca de lo que hacemos y de lo que deberíamos hacer. Hemos de analizar, cada día, si mejoramos o decaemos, qué pensamientos son los que habitualmente nos asaltan, los afectos y deseos que con mayor frecuencia nos arrastran, las tentaciones con las que el demonio más nos combate. No podemos permitir nada de extraño en nuestro interior, ni albergar en la conciencia ofensa alguna a Dios, por muy leve que nos parezca, acordándonos siempre de nuestras culpas pasadas.
Sólo así tendremos un corazón puro, «libre de las solicitudes del mundo, de los malos deseos, de los malos pensamientos y de los deleites de la carne, […] lo suficientemente firme como para no ser sacudidos por ninguna perturbación repentina; que no se deje llevar por los placeres ilícitos, ni corromper y abatir por ningún mal, por ningún revés».12
Esto requiere un gran esfuerzo de nuestra parte: ¡«El Reino de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan» (Mt 11, 12)! Sin embargo, no lo olvidemos: jamás alcanzarán la pureza de conciencia quienes no hayan unido su honesto compromiso a ardientes deseos y súplicas a la divina Bondad, pues el alma humana no puede conquistarla por su propia virtud; es, ante todo, un don de Dios.
¡Recemos y luchemos!
Si nos esforzamos, querido lector, en observar estos sabios consejos, si «limpiamos» siempre nuestra alma con la confesión de los pecados, con la satisfacción, con las buenas obras y, de manera especial, con la persistencia en esas obras, habremos logrado sin duda la tranquilidad de la buena conciencia, «a la que Dios no imputa ni sus pecados, porque no los ha cometido, ni los ajenos, porque no los ha aprobado».13
Es una batalla dura, ¡pero fructífera! Recemos, resistamos y luchemos: bienaventurados son los que saben aprobarse o reprobarse a sí mismos, «porque quien se desagrada a sí mismo, agrada a Dios»;14 y los que lo agradan, aun cuando sufran infortunios en esta tierra, se alegrarán eternamente en su presencia. ◊
Notas
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 94, a. 2.
2 Cf. CEC 1954.
3 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «Os princípios da ação moral: caminho seguro para chegar à santidade». In: Lumen Veritatis. São Paulo. Año IV. N.º 13 (oct-dic, 2010); p. 12.
4 CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º 16.
5 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Traité de la conscience ou de la connaissance de soi-même. Paris-Lyon: Perisse Frères, 1856, p. 34.
6 Ídem, pp. 34-35.
7 Ídem, pp. 2-3.
8 Ídem, p. 10.
9 Ídem, ibídem.
10 Ídem, pp. 12-13.
11 Ídem, p. 14.
12 Ídem, p. 15-16.
13 Ídem, p. 30.
14 Ídem, p. 44.