Salomón fue reconocido por su sabiduría. El lirio, no obstante, excede en valor simbólico a este monarca porque remite a aquella que, habiéndose vaciado de sí misma, fue revestida de divinidad.
Otro día de predicación del divino Maestro. En lo alto de un monte, cerca del lago Tiberíades, Jesús revela con palabras llenas de unción cómo deben ser sus verdaderos seguidores. Terminado el sermón, todos descienden maravillados.
En medio de la muchedumbre que caminaba, uno de los discípulos iba meditando acerca de lo que acababa de escuchar. Había una frase que le llamó especialmente la atención: «Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 28-29).
Cuanto más reflexionaba sobre ella, con más fuerza surgía una pregunta en su interior: «Entre las flores creadas, la única que recibe un elogio del rabí es el lirio. ¿Por qué esa preferencia?».
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Ejemplos sacados de la naturaleza son usados en numerosas ocasiones en la Sagrada Escritura para simbolizar realidades superiores, pues el mundo visible es imagen del propio Dios. Y cuando Él creó esa flor lo hizo atendiendo a altísimos objetivos, entre ellos el de representar la belleza y pureza de María Santísima.
«Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas» (Cant 2, 2). El número de pétalos de esta flor representa la triple relación de Nuestra Señora con la Santísima Trinidad: Ella es Hija predilecta del Padre, Madre amabilísima del Hijo y hermosa Esposa del Espíritu Santo.
La variedad de colores con que el divino Artífice ornó esta flor nos deja sin saber cuál de ellas posee mayor belleza. Así es como se presenta María: a medida que conocemos sus excelsas virtudes, no sabemos a cuál de ellas amar más.
¡El aroma del lirio es insuperable! ¡Su fragancia parece restaurar la inocencia! Ahora bien, la santidad de la Reina del universo es el perfume del Señor. Ella arrebata a los ángeles en caridad ardiente, revigora las fuerzas de los elegidos y penetra en los corazones más empedernidos.
Desde el principio Dios eligió a María para ser su Predilecta, su Esposa, su Reina. Hizo de su Inmaculado Corazón el arca donde están depositados dones y gracias excelentes. En Ella el Creador bajó a la tierra; y en Ella, del mismo modo, las criaturas suben al Cielo. En María se da la victoria sobre la serpiente proclamada en el Protoevangelio —«Ella te aplastará la cabeza» (Gén 3, 15)— y reafirmada en Fátima: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!».
Salomón fue reconocido por su sabiduría; los magnates de su época lo temían y honraban. El lirio, no obstante, excede en valor simbólico a este monarca porque remite a aquella que, habiéndose vaciado de sí misma, fue revestida de divinidad. El Apocalipsis trata de describir la grandeza de esta Dama cuando habla de: «una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 2).
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Le quedaban al ardoroso discípulo pocas calles para llegar a su casa. De repente, sus ojos cayeron sobre cierta Señora de apariencia discreta y modesta, pero rebosante de distinción. ¡Era la Madre del Maestro! Sin esperárselo, la mirada de la noble Dama posó penetrante en aquel seguidor, volviendo claras las ideas que pasaban por su alma a lo largo del camino. A partir de ese momento, siempre tuvo su corazón puesto en María.
Hagamos como él. Si seguimos con fidelidad a nuestra bondadosa Madre, veremos su Reino nacer como un lirio en medio del lodo contemporáneo, es decir, asistiremos al surgimiento de la era más hermosa de la Historia en el seno de una época de extremos horrores. Dios se inclinará sobre la tierra como abrazándola y los hombres se erguirán hasta tocar de algún modo el Cielo.
He aquí lo que Nuestra Señora desea concedernos si permanecemos fieles a su amor. ◊