Evangelio de la fiesta de la cátedra de Pedro
En aquel tiempo, 13 al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». 14 Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». 15 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». 16 Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». 17 Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. 18 Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. 19 Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los Cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los Cielos» (Mt 16, 13-19).
I – La cátedra que ningún poder humano conseguirá destruir
Es una secular y venerable costumbre conmemorar la cátedra de Pedro, exaltada por los Padres de la Iglesia en sus escritos.1 La pionera en instituir esta fiesta fue la ciudad de Antioquía, en memoria de su primer obispo, el propio príncipe de los Apóstoles. Más tarde, Roma, su última diócesis, también comenzó a celebrarla, extendiéndola después a la Iglesia universal.
Al referirnos a la cátedra entendemos la sede estable desde la cual el obispo enseña palabras de salvación a sus fieles. En el caso de la cátedra de Pedro, aludimos a la enseñanza infalible del Papa, pastor universal de la Iglesia, de cuyos labios el rebaño de Cristo debe recibir el alimento puro y santo de la verdad divina.
En este sentido, el Concilio Vaticano I consagró una antiquísima tradición eclesial al declarar: «El romano pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal—, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del romano pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia».2
No obstante, la autoridad doctrinal del vicario de Cristo no es independiente ni absoluta. El mismo concilio explica con claridad su subordinación a la divina Revelación: «No fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe».3
Por lo tanto, a través del munus petrino, el Papa tiene el poder delegado por Cristo de certificar a los católicos en las verdades fundamentales, de suerte que, conociendo y amando a Dios con seguridad, puedan santificarse y, al término de su recorrido terrenal, tener acceso a las moradas eternas. Fue el propio Jesús, en la región de Cesarea de Filipo, quien quiso establecer su Iglesia sobre la roca de la confesión de fe de San Pedro. Un don de inestimable valor, por el cual estamos agradecidos a Dios.
A través del «munus» petrino, el Papa tiene un poder delegado por Cristo, no para expresar nuevas doctrinas, sino para certificar a los católicos sobre verdades fundamentales
Sin embargo, a lo largo de la historia no han faltado acontecimientos lamentables que pusieron en evidencia la fragilidad de algunos Papas y el mal uso que hicieron de su magisterio. Por miedo a la opinión dominante, en varias circunstancias la fe se ha visto de manera vergonzosa en peligro. Basta recordar —además de los casos de Vigilio y Liberio— la defección de Honorio, condenado por herejía por el III Concilio de Constantinopla, con la posterior confirmación del papa San León II. He aquí la solemne sentencia del pontífice: «Declaramos anatema a […] Honorio, que no se esforzó por mantener la pureza de nuestra apostólica Iglesia en la doctrina de la tradición de los Apóstoles, sino que permitió con execrable traición que se ultrajase a esta Iglesia sin mancha».4 A ese hecho se suma la larga lista de antipapas que sembraron el desconcierto en la Iglesia durante años, sea por la ilegitimidad de su nombramiento o bien por la confusión doctrinal y disciplinaria que se propagó bajo sus auspicios.
¿Estos escándalos ponen en jaque la garantía de veracidad de la cátedra de Pedro? No, porque en ninguno de ellos —ni en otros similares ocurridos a lo largo de los siglos— los pontífices hicieron uso de la infalibilidad. Tales episodios sólo evidencian la debilidad heredada del pecado original y, al mismo tiempo, la fuerza indestructible de la cátedra que ni siquiera sus ocupantes, por muy débiles o perversos que fueran, consiguieron destruir.
En cambio, en los cielos de la historia fulguran abundantes ejemplos de papas santos e intrépidos, capaces de declarar la verdad de manera definitiva y vinculante sin temor a las consecuencias, a veces dramáticas, para ellos mismos. Algunos hasta pagaron con su vida la fidelidad al don de la fe, consolidando con su sangre la cátedra que el divino Maestro les había confiado.
Así pues, la fe católica puede ser puesta a prueba en determinadas circunstancias por el pandemonio provocado por falsas doctrinas difundidas por agentes del Maligno en la Iglesia, pero invariablemente encontrarán el escollo de la infalible cátedra de Pedro, que permanece impertérrita e inmutable en su fidelidad a la verdad de Cristo. Será también el criterio certero para distinguir la voz de los auténticos pastores de entre las intrigas perniciosas de los lobos disfrazados de ministros.
Teniendo presentes estos principios sobre la cátedra de Pedro, estamos en condiciones de seguir con mayor provecho el conocidísimo, pero siempre rico y lleno de novedades, Evangelio de la confesión del príncipe de los Apóstoles.
II – El fundamento de la Iglesia Católica
En aquel tiempo, 13 al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».
San Mateo nos indica la elección que hizo el Señor del sitio, el más adecuado, para la conversación que iba a tener lugar ahí. Es una región circunvecina de Cesarea de Filipo, ciudad situada en la falda suroeste del monte Hermón y dedicada a César Augusto, en cuyo honor se había construido allí un fastuoso templo.
Junto al monte Hermón, símbolo de la grandeza del Padre de las luces, San Pedro es inspirado por Dios sobre el mesianismo y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo
Hermón, mencionado varias veces en las Escrituras, goza de una prestigiosa elevación, que en invierno suele revestirse de un cándido manto de nieve. Por su altura, se impone como punto central del panorama, pero su extensión y delicada orografía le confieren una nota de noble suavidad. Es un hermoso símbolo de la grandeza del Padre de las luces, que inspirará a Pedro en aquella ocasión sobre el mesianismo y la divinidad de su Hijo.
En la ladera de esta montaña sagrada, el Señor inicia el diálogo sondeando a sus discípulos, con divina didáctica, acerca de las opiniones de los hombres con respecto a Él. Era necesario que se compenetraran de que habían recibido una vocación privilegiada, que los distinguía de la multitud. Tal vez, a fin de subrayar este aspecto, Jesús los lleva a un paraje con una vista imponente, lejos de Galilea, para ayudarlos, fuera del contexto habitual, a darse cuenta de cómo debían separarse de los demás, pues a ellos se les está revelando el secreto del gran Rey.
Una visión incompleta
14 Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
Influenciado por el pecado de sus élites, el pueblo de Israel había perdido el frescor de la inocencia, dejándose llevar por un espíritu codicioso y demasiado terrenal. En consecuencia, la espera del Mesías se había convertido más en una aspiración sociopolítica que religiosa. La conversión del corazón estaba desatendida por los judíos, contagiados por el miasma de la hipocresía farisaica, toda ella compuesta de meras externalidades.
Por eso, cuando veían a Jesús recorriendo las ciudades de Galilea y de Judea, las personas lo identificaban con alguien del pasado, incapaces de percibir la grandeza impar, llena de novedad, de aquel misterioso personaje dotado de poderes inusitados, que contenía en sí mismo todos los encantos.
El propio Señor, al ser preguntado por los discípulos que buscaban el motivo por el cual enseñaba a las multitudes en parábolas, afirmaba: «A vosotros se os han dado a conocer los secretos del Reino de los Cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías: “Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure”. Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen» (Mt 13, 11-16).
Pregunta altamente teológica
15 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Jesús dirige la conversación con fineza y acierto. Después de llevarlos a reflexionar acerca de la opinión que el mundo tenía con respecto a Él, se dirige a los discípulos y les pregunta sobre su identidad.
Pero en este caso no se refiere a sí mismo como «el Hijo del hombre», sino que utiliza la primera persona del singular del verbo ser —«quién decís que soy yo»— con la que Dios se había identificado cuando Moisés le pidió que le revelara su nombre: «Esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros» (Éx 3, 14).
Habían sido colocadas las premisas justas para favorecer la confesión de fe de sus seguidores, hecha por boca de Pedro.
El núcleo de la fe
16 Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo».
La declaración de San Pedro expresa, a la perfección, nuestra fe en el Salvador. Al afirmar que Él es el Cristo, lo reconoce como verdadero hombre, descendiente de David, ungido por Dios como Mesías; al añadir que Él es el Hijo del Dios vivo, reconoce su naturaleza divina, que permanecía oculta para la mayoría de los judíos.
De esta manera, con un discernimiento sobrenatural penetrante, agudo e inerrante, San Pedro resume en pocas palabras toda la doctrina sobre el misterio de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.
La inspiración del Padre
17 Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos».
En general, se presta poca atención en ese pormenor, que ilumina de manera particular la fiesta de hoy: la confesión de fe de San Pedro debe su peso a la iluminación divina, sin la cual carecería de todo valor.
Por lo tanto, la seguridad de la cátedra petrina proviene ante todo de la inspiración del Cielo, de un compromiso de Dios con los hombres, garantizándoles la veracidad de la enseñanza del sumo pontífice, gracias a su auxilio infalible. La solidez de la roca no reside, en última instancia, en sí misma, sino en la Trinidad misma, sobre la que está cimentada.
Dos rocas, ¿dos cimientos?
18 «Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará».
San Pedro es constituido como la roca —Cefas, según la forma aramea— sobre la que el Señor construirá su obra. A este precioso don el Redentor añade otro, de incalculable relevancia: la promesa de la indestructibilidad de la Iglesia, ya que las puertas del infierno no podrán derrotarla.
San Pedro es constituido como la roca sobre la que el Señor edificará su Iglesia, y a este don el Redentor añade la promesa de que nunca será destruida
Sin embargo, San Mateo centra su relato en un personaje más destacado que el príncipe de los Apóstoles: Nuestro Señor mismo, ya que es Él quien constituye a Simón como piedra fundamental de la Iglesia y quien promete hacerla invencible contra los ataques del Maligno.
En este sentido, los protestantes argumentan en disputas teológicas que es incoherente afirmar que la Esposa de Cristo tenga dos cimientos, es decir, Jesús y el apóstol Pedro. Basándose en las Escrituras, que se refiere varias veces al Señor como roca fundamental de la Iglesia, pretenden descartar la misión del Papa, sucesor de San Pedro y su enemigo jurado. Citan a menudo la célebre aserción de San Pablo: «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3, 11). ¿Cómo se aclara esta aparente dicotomía? ¿La Iglesia tendría entonces dos cimientos distintos?
Para responder a estas cuestiones cabe mencionar una obra apologética de San Francisco de Sales, que le hizo merecedor del título de doctor de la Iglesia:
«Nosotros [los católicos] no lo ponemos [a San Pedro] por fundamento. Aquel, junto al cual no se puede poner otro, lo puso Él mismo; y si Nuestro Señor es verdadero fundamento de la Iglesia, como lo es, debemos creer que San Pedro lo es también, pues Nuestro Señor le ha puesto en ese rango. […]
San Pedro y los demás Apóstoles no son fundamentos distintos del Señor, sino dependientes de Él, y su doctrina no es diferente de la de su Maestro
»¿Habéis considerado atentamente las palabras de San Pablo? No quiere que se reconozca ningún fundamento fuera de Nuestro Señor; pero ni San Pedro ni los demás Apóstoles son fundamento además de Nuestro Señor, sino bajo Nuestro Señor; su doctrina no es otra que la de su Maestro, sino la misma de su Maestro. […]
»Nuestro Señor es, pues, fundamento, y San Pedro también; pero con una diferencia tan notable que en comparación del uno, del otro puede decirse que no lo es. Porque Nuestro Señor es fundamento y fundador, fundamento sin otro fundamento, fundamento de la Iglesia natural, mosaica y evangélica, fundamento perpetuo e inmortal, fundamento de la Iglesia militante y de la triunfante, fundamento de sí mismo, fundamento de nuestra fe, esperanza y caridad y del valor de los sacramentos. San Pedro es fundamento, no fundador de toda la Iglesia; fundamento, pero fundado sobre otro fundamento, que es Nuestro Señor; fundamento de la sola Iglesia evangélica; fundamento sujeto a sucesión; fundamento de la Iglesia militante, no de la triunfante; fundamento por participación; fundamento ministerial, no absoluto; en fin, administrador y no señor, y de ningún modo fundamento de nuestra fe, esperanza y caridad, ni del valor de los sacramentos.
»Esta tan gran diferencia hace que, en comparación, uno no sea llamado fundamento respecto del otro, aunque tomado aisladamente puede ser llamado fundamento, a fin de dejar lugar a la propiedad de las palabras sagradas; por esto, aunque Él sea el buen Pastor, no deja de darnos otros bajo Él, y entre ellos y su majestad hay tan grande diferencia, que Él mismo enseña que es el solo Pastor».5
El poder de las llaves
19 «Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los Cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los Cielos».
La llave de mando era un símbolo de la realeza en Israel, y solía tener un tamaño considerable, hasta el punto de que se podía llevar sobre los hombros (cf. Is 22, 22). En este pasaje el Señor le entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos. Al utilizar el plural, indica el manojo confiado al gobernador del palacio real, una especie de mayordomo con facultad para administrar los bienes como segundo hombre por debajo del príncipe. Se trata, por tanto, de la delegación de un poder vicario concedido al primer Papa en pro de la Iglesia militante, ya que todo lo que ate o desate en la tierra será atado o desatado en el Cielo, es decir, tendrá consecuencias en la eternidad para los fieles que peregrinan en este mundo.
Vale la pena señalar que el divino Maestro le otorga a Pedro el poder de atar y desatar, expresiones metafóricas que parecen no estar en armonía con la imagen de las llaves, que abren y cierran. En realidad, será la Redención obrada en el Calvario la que abrirá las puertas del Cielo. El munus petrino consistirá en disponer a las almas para la salvación o impedirles el acceso al perdón. Por eso las desata de sus culpas y de las garras del demonio, brindándoles la posibilidad de alcanzar el premio eterno; o las ata, impidiéndoles la vida sacramental y, por consiguiente, cerrándoles las puertas del Reino eterno.
III – Catolicismo: la certeza de la verdad
La fiesta de la cátedra de Pedro trae a la memoria de la Iglesia el don inestimable de la infalibilidad pontificia, que constituye la base de la fe católica, dándoles a los fieles la posibilidad de confiar con plena certeza en las palabras de verdad declaradas por los Papas de manera solemne o definitiva.
Nuestro Señor Jesucristo, que fundó la Iglesia sobre Pedro y la edificó como fortaleza inexpugnable, continúa velándola y guiándola. ¡La victoria será de aquellos que confían en Él!
Ésta es la roca elegida por Cristo para construir su Iglesia. Y por mucho que los hombres atenten contra el valiosísimo depósito de la fe, pretendiendo oscurecerlo o destruirlo, no lo conseguirán. Las enseñanzas pontificias resonarán siempre como la voz del auténtico Pastor en los oídos internos de las ovejas elegidas por el Señor.
Por lo tanto, incluso en tiempos de crisis y desorientación, huyamos de cualquier desaliento, seguros de que los hombres pasan, con sus falacias y engaños, pero la verdad permanece. Nuestro Señor Jesucristo, que fundó la Iglesia sobre Pedro y la edificó como fortaleza inexpugnable, continúa velando y guiando a su Iglesia. ¡La victoria será de aquellos que confían en Él! ◊
Notas
1 El gran San Jerónimo, dirigiéndose al obispo de Roma, así se expresaba: «Juzgué que debía yo consultar a la cátedra de Pedro y a la fe alabada por boca apostólica, y buscar alimento para mi alma allí donde en otro tiempo recibí la vestidura de Cristo. […] Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca» (SAN JERÓNIMO. «Epístola 15. A Dámaso», n.os 1-2. In: Obras completas. Madrid: BAC, 2013, t. Xa, pp. 73; 75).
2 CONCILIO VATICANO I. Pastor æternus: DH 3074.
3 Ídem, 3070.
4 SAN LEÓN II. Carta «Regi regum» al emperador Constantino IV: DH 563.
5 SAN FRANCISCO DE SALES. «Les controverses». P. II, c. 6, a. 2. In: Œuvres. Annency: J. Niérat, 1892, t. I, pp. 236-238.
Que maravillosa clase Magistral para instruirme sobre el tema, mil gracias. BENDICIONES por estas revistas tan interesantes e instructivas para el católico común con religosidad de primera Comunión.