«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo» (Sal 62, 2). Con unción y poesía, el salmista revela en este versículo el camino de los inocentes, que buscan al Altísimo desde la alborada de sus vidas.
En efecto, así como el amanecer contiene los esplendores que el sol manifestará a lo largo del día, así también la aurora de la vida de la gracia en un alma encierra todas las luminosidades que brillarán en el futuro. En el origen de una vocación, en los primeros actos de fidelidad a la inocencia, en los movimientos iniciales del espíritu a la búsqueda de Dios es donde, a menudo, se define el porvenir de una persona.
Por lo tanto, para conocer a Mons. João necesitaremos levantar la punta del velo que cubre los misterios de la gracia en la etapa primaveral de su vida, la cual, marcada ya por una predilección de la Providencia, expresa en germen una dádiva que lo distinguirá hasta el final de sus días: el de ser un enfant gâté de la Santísima Virgen.
Un niño connatural a las realidades espirituales
Cuando la luz de la razón empieza a despuntar en el niño, comienzan las primeras percepciones del mundo exterior e inmediatamente nace una inclinación: la búsqueda de su origen, es decir, de sus padres. Los progenitores se convierten en el eje de todos sus análisis y en el término de comparación entre el bien y el mal: todo lo que viene de ellos es bueno y lo que se les opone es malo.
Para conocer bien a Mons. João necesitaremos levantar la punta del velo que cubre los misterios de la gracia en la etapa primaveral de su vida
Ahora bien, la vida sobrenatural recibida en el Bautismo sigue, de un modo aún más sublime, el mismo proceso. El alma fiel a la gracia busca constantemente a Dios, el divino Absoluto que la creó y en el que encuentra su paraíso. Todo comienza entonces a definirse en función de Él y por eso el inocente es inerrante al discernir el bien y el mal, pues tiene al Altísimo como arquetipo.
Cabe señalar, no obstante, que este proceso no se muestra únicamente por un movimiento del intelecto. La razón comprende el bien, pero es la voluntad la que se inclina hacia él, lo desea y lo ama.1 Así, en la búsqueda del Absoluto, la caridad se constituye en motor del alma, estableciendo entre Dios y la criatura una amistad divina,2 en la cual el Espíritu Santo es el maestro interior.
En la infancia de Mons. João, esta relación íntima con Dios se produjo de una forma tan discreta como profunda. Las mociones de la gracia estaban revestidas de una sencillez pueril, de manera que, desde muy temprana edad, las realidades espirituales le eran connaturales.
Silenciosa contemplación
Al ser hijo único, sus primeros años transcurrieron en el aislamiento, lo que hizo que en su alma naciera una gran propensión a la contemplación. Le atraía especialmente la armonía del firmamento estrellado, que observaba durante la noche sentado en el alféizar de la ventana de su habitación, como él mismo narra, en tercera persona, en una de sus obras: «Todo hablaba de misterio… Más aún para un niño. La silenciosa contemplación se extendía durante una, dos, tres horas… Y con el tiempo, las constelaciones cambiaban de posición, alterando la configuración de la bóveda celeste. Como todavía desconocía el movimiento de rotación de la Tierra, imaginaba que las estrellas habían “caminado” […]. Después se preguntaba impresionado: “¿Cómo funciona todo esto? ¿Cómo se ordena? ¡Qué poder habrá detrás de ese ‘caminar’ de las estrellas!”».3
Era la semilla de la fe la que se manifestaba en su inocente corazón, ayudándolo a escudriñar el misterio del orden del universo, pues, por esa virtud, «sabemos que el universo fue configurado por la palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (Heb 11, 3). La gracia abría de esa manera los horizontes de su alma, acostumbrándolo a descubrir al divino Artífice en su obra: «Aprendí a vivir relacionándome con lo que Dios creó, sin conversar por medio de palabras, sino de alma, con todas las bellezas puestas por Él en el mundo».4
El pequeño João comprendió que debía renunciar enérgicamente a todo lo que se opusiera al Bien Supremo, que vislumbraba al contemplar el cielo estrellado
Estas largas horas de soledad constituyeron una circunstancia providencial, que le sirvió de preparación para el desempeño de la misión a la que Dios lo llamaba, según se lo afirmó el Dr. Plinio: «Todo hombre, para realizar grandes obras, necesita pasar por un período en el que permanece totalmente aislado, se recoge y, a solas, puede reflexionar sobre el problema de la vida. Tuviste una ventaja enorme: estuviste muy aislado en tu infancia. Si no hubieras pasado por ese aislamiento, no serías hoy quien eres».5
Hubo otro factor que contribuyó profundamente en su formación. Con tan sólo 4 o 5 años, mientras jugaba en la sala de visitas de su casa veía, a menudo, cómo dos almas en forma de nube se le aparecían, en la puerta que daba al pasillo, por donde entraban.
La fuerza del mundo espiritual es tan superior que el pequeño João se sentía atraído y obligado a caminar hacia ellas. Cuando llegaba al final del pasillo las almas se marchaban por la ventana y el niño, recuperando el dominio de sí mismo, experimentaba miedo y salía corriendo de allí. Este peculiar hecho se repitió dos o tres años, siempre durante la noche, afianzando desde temprana edad en su alma la convicción de la existencia de las realidades invisibles que la fe nos enseña.
Enérgica oposición al mal: una añadidura al temperamento contemplativo
A medida que su contacto con el mundo sobrenatural iba creciendo, florecía en el alma de João la necesidad de identificarse con Dios, a la vez que una aguda perspicacia, nacida de los dones del Espíritu Santo, lo llevaba a discernir el mal que existía en el mundo. La Revolución comenzaba a amenazar el paraíso que la inocencia primaveral había edificado en él y se hacía necesario oponerle resistencia radicalmente para optar por el camino del bien. Fue entonces cuando ocurrió uno de los episodios más impactantes de su infancia.
Cuando tenía alrededor de 6 años, se encontraba jugando tranquila e inocentemente debajo de una mesa, durante una reunión familiar en su casa. Estaban allí dos tíos, hermanos menores de su padre, que representaban bien el estado de espíritu agitado que comenzaba a caracterizar a la humanidad desde principios del siglo xx. Ambos se acercaron al niño y, quitándole el sosiego brutalmente, empezaron una serie de juegos violentos, dándole golpecitos en la oreja y diciéndole todo tipo de groserías.
Al toparse con la fuerza de penetración del mal y con la crisis moral del mundo, concibió el ideal de luchar por una sociedad en donde vigorara la virtud y la armonía en la convivencia
Indignado al percibir que el bien siempre era considerado débil y que el mal siempre ganaba, decidió invertir esa situación y le dijo con firmeza a uno de sus tíos: «Mira, ¡o paras o le daré una patada a la vitrina!». De hecho, en la sala había un mueble antiguo con algunos objetos valiosos de la familia. Como su tío no detenía sus agresiones, el pequeño no dudó en cumplir su amenaza y los cristales se esparcieron con estrépito por el suelo.
Al ver lo sucedido, los familiares se volvieron contra el tío, quien a partir de ese episodio nunca más se atrevió a provocar al niño. Sin embargo, éste entendió que si conservaba una manera de ser tranquila y pacífica de cara al mal el mundo entero se precipitaría sobre él. Entonces, tomó la decisión de asumir un carácter más activo.
En realidad, no hubo propiamente un cambio en su temperamento contemplativo y sereno, sino una añadidura. En el alma en estado de gracia, Dios es «la regla primera, que debe regular la razón humana»6 y, por tanto, el pequeño João comprendió que debía renunciar enérgicamente a todo lo que se opusiera a ese Bien Supremo. Y tal era su integridad de espíritu que esta decisión marcó un camino recto para toda su vida, del que nunca se desviaría.
La búsqueda del Absoluto se transforma en un ideal
El Padre celestial quiere para cada alma un constante crecimiento en las virtudes, pues, como enseña un eminente teólogo del siglo xx, «la vida de la gracia nunca puede agotarse; no es posible que la vida que ha echado sus raíces en el seno de Dios se marchite por falta de alimento, sino que va creciendo constantemente, como reflejo de la naturaleza divina, hasta el momento de salir de la sucesión del tiempo y entrar en el descanso de la eternidad».7 Para ello, permite que el justo encuentre obstáculos y sufrimientos, que no harán más que aumentar sus méritos y fortalecer su voluntad hacia la perfección.
En la caminata de Mons. João no faltaron pruebas mediante las cuales la Providencia quiso robustecerle sus virtudes y, para tal, su inocencia tuvo que ser puesta en estado de pugnacidad. Una de esas pruebas marcó de modo especial el inicio de su juventud, cuando tenía aproximadamente 14 años.
En su alma soplaba la certeza interior de que existía en algún lugar del mundo un hombre desinteresado y virtuoso a quien deseaba ardientemente encontrar
Un día andaba por las calles del barrio Ipiranga, de São Paulo, cuando se cruzó con un conocido suyo, de tan sólo 7 años, que estaba fumando. La escena hirió su sentido moral y no dudó en interpelar al culpable, manifestándole su asombro. El niño se limitó a hacer un gesto desafiante con el humo que salía del cigarrillo. Entonces el joven João le dijo: «¡Se lo voy a contar a tu padre!», a lo que el muchacho respondió intentando meterle la punta encendida del cigarrillo en el ojo. A pesar de haber desviado rápidamente la cara, no pudo evitar que la brasa le quemara el párpado inferior izquierdo. Este hecho le hizo comprender el poder penetrante del mal y confirmó aún más su disposición de ser un gran luchador por el bien.
En ese mismo período, «constató de cerca la crisis moral que ya afectaba por entonces a la juventud y al mundo. En conversaciones con sus primos, le chocó profundamente la afirmación que hicieron ellos de que la gente sólo se movía por su propio interés»,8 lo que le daba la imagen de una sociedad decadente y corrompida, en contraposición a una sociedad ideal y virtuosa que aún no conocía.
Nació entonces en su alma un ideal: «Desde joven deseó ardientemente proyectar, de algún modo, aquella encantadora armonía sideral [que había contemplado en su infancia] hacia la vida social de sus compañeros […]. Años más tarde anhelaba fundar una asociación de jóvenes para relacionarlos con Dios. Era el soplo del Espíritu Santo animándolo a servir a los demás».9 De hecho, el celo por la salvación del prójimo es una característica de quienes aman verdaderamente al Señor.10
Maternal preparación
Sin darse cuenta, el joven João estaba siendo preparado por María Santísima para que algún día se entregara a Ella totalmente como hijo y esclavo. Con mucha suavidad, Nuestra Señora lo envolvía con su manto virginal, preservaba su pureza, aumentaba su fe, fortalecía su amor y establecía un vínculo indisoluble con él, sublime y misterioso, que en un futuro florecería en una ardiente devoción.
La Virgen Poderosa era, sin duda, la que soplaba en el fondo de su alma la certeza interior de que en algún lugar existía «un hombre enteramente virtuoso, desinteresado, movido por puro amor a Dios, y que en su camino estaba el encontrarlo».11
Cuando se retiraba por la noche, absorto en estos pensamientos, se arrodillaba a los pies de la cama y, entre lágrimas, rezaba insistentemente a Nuestra Señora: «Madre mía, quiero conocerlo, quiero conocerlo. Ayúdame a encontrarlo».12 Y ofrecía en esa intención hasta cuarenta avemarías. Pedía con tanto ardor que «llegó a vislumbrar en varias ocasiones la silueta de una persona corpulenta, fuerte y majestuosa, revestida de un hábito y con una capa beige. Aunque no distinguiera sus rasgos fisonómicos, comprendía que se trataba del varón esperado por él, que reformaría el mundo».13
Así pasaron dos años…
A medida que preveía místicamente a ese hombre, comenzaba a amarlo y la gracia lo movía a buscar su presencia.14 Todos los anhelos que habían quedado atrapados en su alma desde su infancia se realizaban en él.
La vocación despunta en el horizonte
En 1956, cuando tenía 16 años, uno de sus profesores del Colegio Estatal Presidente Roosevelt sorprendió a los alumnos con una pregunta insólita: «¿Quién de los presentes no cree en el infierno?». Algunos asintieron. Entonces les pidió que lo buscaran al finalizar la clase. El joven João no dudaba de la existencia de ese lugar de tormento, pero quería saber cómo demostrarlo, pues entre sus familiares con frecuencia surgían discusiones al respecto. Así que decidió escuchar la explicación.
El docente presentó la prueba clásica de que la pena debe ser proporcionada no sólo a la ofensa, sino también a la dignidad del ofendido. Ahora bien, cuando se trata de una afrenta hecha a Dios, ser infinito, como lo es el pecado, se hace inevitable que el castigo sea eterno.
Impresionado con tan claro y sutil argumento, João aprovechó la oportunidad para exponerle al profesor su aspiración de fundar una sociedad juvenil. Éste lo invitó a su casa a fin de discutir el proyecto. El día fijado, sin embargo, la conversación versó acerca del protestantismo, los desenfrenos de Lutero y, especialmente, en la inmaculada santidad de la Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo… Mientras el profesor estaba hablando, una gracia incidió en su alma como un flash, llevándole a concluir: «La Iglesia Católica es la única religión verdadera. Seré enteramente de la Iglesia».15
Rezaba con tanto ardor para conocerlo que llegó a ver la silueta de un varón fuerte y majestuoso, aunque no distinguiera sus rasgos fisonómicos
Y esa gracia, al haber caído en la buena tierra de un alma generosa, enseguida empezó a fructificar. Todo en su vida tuvo sentido, todo cobró luz, la inocencia había encontrado en la Santa Iglesia la morada de su alma. Únicamente le restaba conocer a ese varón bueno, a quien debía seguir…
A la mañana siguiente se levantó temprano y se dirigió a la iglesia de San Juan Clímaco, cercana a su residencia, donde hizo una confesión general, asistió a misa y recitó el rosario completo. Desde aquella ocasión nunca dejó de comulgar ni de rezar la corona de la Santísima Virgen diariamente.
Transcurridos dos meses frecuentando la casa de aquel profesor suyo, éste lo invitó a que conociera a su mentor, el fundador del grupo católico al que pertenecía. El encuentro fue fijado para el 7 de julio de 1956, en la basílica de Nuestra Señora del Carmen. ◊
Notas
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 10, a. 1.
2 Cf. Idem, II-II, q. 23, a. 1.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. I, p. 35.
4 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Charla. Caieiras, 17/2/2005.
5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Reunión. São Paulo, 4/9/1990.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 23, a. 6.
7 SCHEEBEN, Matthias Joseph. As maravilhas da graça divina. Petrópolis: Vozes, 1952, p. 318.
8 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A gênese e o desenvolvimento do movimento dos Arautos do Evangelho e seu reconhecimento canônico. Tesis doctoral en Derecho Canónico. Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino. Roma, 2010, p. 171.
9 Idem, p. 169.
10 «Si amas a tu prójimo en Dios y te preocupas de su felicidad, tu primer pensamiento se encaminará a hacerle disfrutar de la dicha en que tú abundas por la gracia» (SCHEEBEN, op. cit., p. 298).
11 CLÁ DIAS, ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres, op. cit., p. 55.
12 Idem, pp. 55-56.
13 Idem, p. 56.
14 Conforme afirma el Doctor Angélico, la unión es efecto del amor (cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 28, a. 1).
15 CLÁ DIAS, ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres, op. cit., p. 58.