Por ser esencialmente comunicativo, el Sumo Bien quiso expandir, en un acto de puro amor, sus beneficios a todo el universo. Sabemos por la Revelación que «al principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gén 1, 1), que es el inicio de la Historia temporal, escrita en el llamado «libro de las criaturas», cuyo autor es el propio Dios y cuyos capítulos son las distintas etapas históricas.
Recorriendo las páginas de esta obra y cotejando su guion con un género literario, estaríamos bastante lejos de las narraciones edulcoradas y más cerca de las narraciones épicas. ¿Qué dramáticos enredos pueden ser comparados al de Adán y Eva tras haber pecado, al Diluvio o al de la torre de Babel? ¿Qué episodios de heroísmo se asemejarían a las hazañas protagonizadas por Abrahán, Jacob, Moisés, Gedeón, Sansón?
Sin embargo, existe un eje en ese divino poema épico: Jesucristo. Por medio de este «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15), velos de la parvedad humana fueron descorridos y se pudieron contemplar algunos flashes de los misteriosos planes de la Providencia.
Es conocido que el universo salió de las manos de Dios y a Él volverá, porque el Señor declaró: «Yo soy el Alfa y la Omega» (Ap 22, 13). No obstante, así como la Sagrada Escritura posee infinitas capas hermenéuticas, lo mismo ocurre con el «libro de las criaturas». Ante estos sagrados «manuscritos», somos analfabetos para discernir los significados más profundos de los sucesos históricos.
Es cierto que, como señaló Benedicto XVI, el testimonio de los santos constituye la mejor explicación de los Evangelios y, en consecuencia, de la Historia misma, pues manifiesta la luz de Dios de manera palpable en el curso de los acontecimientos.
Así, San Agustín la comunicó en medio de las herejías, San Benito la irradió por la Europa todavía bárbara, Santo Domingo de Guzmán la hizo Palabra de Dios, San Francisco de Asís la manifestó en el combate contra el materialismo de su tiempo y Santo Tomás de Aquino, como un faro, disipó las tinieblas de las falsas doctrinas futuras. A veces, centelleos de esa luz refulgieron incluso en algunas almas que, si bien no habían correspondido enteramente al plan que la Providencia les trazó, cumplieron en cierto modo la misión histórica que les competía en la tierra.
En esa estela, aun cruzando una avenida de callejones sin salida —expresión de Plinio Corrêa de Oliveira—, siempre se encontrará una luz al final del túnel. Un convincente ejemplo reluce en la epopeya de Santa Juana de Arco, cuya vocación fue análoga a la de los grandes hombres providenciales del Antiguo Testamento; por otra parte, sus perseguidores fueron desterrados de la Historia, como lo atestigua el caso de Jean d’Estivet, promotor de la acusación, hallado muerto en las alcantarillas cerca de Ruan…
En suma, si los santos constituyen un modo privilegiado del actuar de Dios en la Historia, el modo más perfecto sólo se manifestó con la más santa de las criaturas: la Santísima Virgen. Por medio de Ella vino al mundo el Salvador, el Espíritu Santo bajó sobre los Apóstoles y sobre el mundo. Por su intercesión tuvieron lugar grandes apariciones, como las de Lourdes, La Salette o Fátima. En fin, por su calcañar la raza de la serpiente es constantemente aplastada. Podemos concluir, por tanto, que María es la llave de la Historia. Y sólo la Providencia sabe cuándo girará nuevamente… ◊