En toda casa religiosa bien organizada existe una figura poco percibida, pero cuán indispensable: la del proveedor. ¿En qué consiste su oficio? En abastecer a la comunidad de todo lo necesario para su subsistencia: víveres, utensilios, despensas. Es el «hombre de la providencia», que se encarga de administrar el patrimonio de tal manera que a nadie le falte de nada. Su tarea es tan importante que una comunidad no puede vivir sin él.
La palabra providencia viene del latín providere, es decir, proveer. Y la Divina Providencia es el título que le damos a Dios en cuanto que tiene su Corazón abierto a las necesidades de las criaturas y procura darles todo de lo que carecen.
Por acción de la Providencia divina todos existimos y no nos falta ni agua ni alimento. En este sentido, el Señor advierte: si hasta los pájaros tienen su sustento y las plantas los medios para crecer, ¿por qué el Padre celestial abandonaría a los hombres (cf. Mt 6, 26-32)? Basta con tener confianza y Él proveerá.
Ahora bien, en general, Dios no ejerce su Providencia de forma directa, sino que, tanto en el orden de la naturaleza como, sobre todo, en el orden sobrenatural, prefiere realizar sus obras a través de otros seres.
Por ejemplo, podía saciar el apetito de un pobre transformando una piedra tosca en un auténtico festín; sin embargo, quiere la limosna del rico, de modo que éste sea su intermediario en ese beneficio. A un enfermo que se siente indispuesto, que tiene dolores o dificultad para dormir por la noche, no lo cura directamente, sino que deja que lo haga el médico, que le dará la medicina adecuada. A otro, al que le gustaría aprender muchas cosas, en lugar de instruirlo personalmente, prefiere que haya un instrumento humano llamado maestro.
Guías para indicarle el rumbo a la humanidad
En lo que se refiere a la acción divina en la historia, hay ciertas gracias que, a pesar de haber sido conquistadas por Nuestro Señor Jesucristo como cabeza del Cuerpo Místico, Dios las reserva para las almas en función de la colaboración de determinados hombres providenciales con la Redención. El Creador ha preparado desde toda la eternidad el enorme y deslumbrante reguero de funciones, gracias, vocaciones y estilos que deben desarrollarse a lo largo de los siglos, de manera que, especialmente en situaciones de degeneración, en las que su pueblo se encuentra bajo tremenda opresión, suscita héroes, profetas y fundadores de órdenes religiosas y los envía para indicarle a la humanidad el rumbo firme y seguro.
En la Antigüedad, Dios libró a la tierra de la destrucción del diluvio en consideración a un único hombre, y gracias a él la especie humana siguió existiendo. Noé fue un varón escogido por la Divina Providencia, la bandera más alta que ella ha levantado, una prefigura de las que vendrían a lo largo de la historia, el estandarte que contenía todos los demás estandartes del futuro.
Recibió la inspiración y la orden de construir el arca bendita para salvar al mundo del naufragio. Y así como en el arca material se recogió cuanto había de bueno creado por Dios y que habría perecido en el diluvio, así también en el alma de Noé fue bendecido espiritualmente todo el género humano refugiado con él.
Más tarde, Dios elige a Moisés, a la edad de 80 años, para salvar a su pueblo de la tiranía del faraón. En los signos y plagas que afligieron entonces a Egipto, vemos la omnipotencia de Dios inclinándose sobre su profeta. Al llegar a la orilla del mar Rojo, le basta con levantar su cayado para que las aguas se separen, formando dos enormes murallas. Seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños, cruzan a pie enjuto por el fondo del mar, mientras que, también por orden suya, el ejército egipcio, con sus caballos, carros, jinetes, oficiales y el propio rey, es engullido por las olas.
¡Cuántos milagros, cuánto poder! Durante cuarenta años el brazo de Dios lo sostiene y hace que caiga maná del cielo, que aparezcan codornices en el desierto, que brote agua de la roca… Y cuando doscientos cincuenta rebeldes —liderados por Coré, Datán y Abirón— deciden sublevarse contra su profetismo, ordena que la tierra se abra y los consuma con todo lo que poseían.
En todos estos hechos, Dios podría, si quisiera, dar las órdenes Él mismo, pero opta por entrar en asociación con Moisés: permite que su elegido participe de sus poderes, de modo que tenga la fuerza que Él mismo manifestaría actuando directamente. Hasta tal punto que, cuando anhela algo, el Altísimo revela su voluntad en el corazón de su elegido, y entonces basta un solo deseo suyo para que la voluntad divina se cumpla. Esto queda particularmente demostrado cuando el pueblo cayó en la idolatría y Moisés intercedió por él, implorándole a Dios que se compadeciera y no lo destruyera. El Señor se lo concedió, aunque antes hubiera decretado que lo exterminaría y le daría al profeta otro pueblo.
Y, de este modo, en el Antiguo Testamento, Dios envió hombres modelos y guías, varones de fuego como Samuel, Elías, David —quien reunía en sí la realeza y el profetismo— y muchos otros, a través de los cuales les indicaba el verdadero camino.

De izquierda a derecha: Noé, Moisés y David, de Lorenzo Monaco – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; San Elías, de Andrea di Bonaiuto – Iglesia de Santa María del Carmen, Florencia (Italia)
En el nuevo régimen de la gracia, la Santa Iglesia ha continuado siendo asistida siempre por profetas. Dios ha permanecido cerca de nosotros mediante el ejemplo vivo de los santos: desde San Juan Bautista y los Apóstoles, pasando luego por San Agustín, San Benito, San Bernardo, San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, hasta San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús. Más recientemente, encontramos a San Luis Grignion de Montfort, hombre extraordinario, de una devoción mariana sin igual, cuyas obras escritas nos muestran en profundidad y de forma magnífica quién es la Santísima Virgen. Y así podríamos multiplicar los ejemplos.
Características del hombre providencial
Ahora bien, ¿cuáles son las características del hombre providencial?
Primero, observamos que, por lo general, Dios le exige que realice una tarea tan grande que le supera. Su talla humana suele ser desproporcionada en relación con su misión.
En segundo lugar —y éste es el punto que más lo define, pues se trata de un aspecto sobrenatural—, se convierte en canal de gracias. Por lo tanto, es un craso error tratar de encontrar en las capacidades naturales la providencialidad de uno de estos elegidos, ya que ésta viene de Dios y no del hombre. Si una «gota» de gracia vale más que todo el universo creado, como afirma Santo Tomás de Aquino,1 evidentemente la acción sobrenatural en ese varón debe ser mayor que su naturaleza.
Hay una tercera cualidad: su existencia sólo tiene sentido en el cumplimiento de la misión para la que fue destinado. Si la abandona, «perderá su sabor» y se le podrán aplicar las palabras del Señor: «No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente» (Mt 5, 13).
El cuarto rasgo distintivo del hombre providencial es el de tener, por una acción de la gracia en su alma, el entendimiento, la apetencia y la sensibilidad para llevar a cabo una determinada misión. Por mucho que otros, carentes de ese llamamiento, hagan esfuerzos humanos o sobrehumanos por imitarlo, de nada les servirá, porque no lo conseguirán.
A parte de estas características, existe una quinta, más imponderable, que marca a este elegido: la transparencia de la predestinación. Desde el principio, a veces todavía en la cuna o en el regazo materno, se percibe en él un factor inusual que lo separa y distingue de los demás.
El divino Modelo
Este último rasgo lo encontramos en grado supereminente en el Niño Jesús. Debía ser dulce, buenísimo, pero al mismo tiempo serio y grave, diferente a todos los chiquillos de su edad. Tenía que causar admiración en las personas con las que trataba, porque sabemos por el Evangelio que asombró a los doctores en el Templo, dejándolos boquiabiertos ante su sabiduría (cf. Lc 2, 47).

El Niño Jesús entre los doctores de la ley – Iglesia de Santiago, Amberes (Bélgica)
A medida que el Señor iba creciendo en edad, su alma noble, tierna, fuerte, en una palabra, perfectísima, alma que estaba en la visión beatífica, se reflejaba en el exterior, irradiando en su fisonomía, sus gestos, sus actitudes y sobre todo su cuerpo, el esplendor que poseía.
¿Qué decir entonces de la belleza dominante, cúspide, pináculo de Nuestro Señor Jesucristo a la edad de 30 años? De Él se había anunciado que sería el más bello de entre los hijos de los hombres (cf. Sal 44, 3). Nunca hubo ni habrá un hombre más bello en todo el orden de la creación.
No obstante, ¿cómo se explica que pasara desapercibido en Nazaret? ¿Cómo es posible que vecinos, amigos y parientes no descubrieran en el Señor al hombre providencial? Ciertamente, era un orador como nunca existió en Israel. Pero, aun así, ¿qué le importaba eso a sus conciudadanos? Dice el Evangelio que éstos comentaban: «Es uno de nosotros. ¡Su padre es carpintero!» (cf. Mt 13, 55-56). ¿Cómo no reconocieron en Él al Mesías? ¿Cómo no vieron el brillo de su divinidad?
Assueta vilescunt, se dice en latín. Desgraciadamente, el ser humano se acostumbra a todo; y las cosas extraordinarias, cuando se vuelven rutinarias, acaban por desgastarse ante nuestros ojos, hasta que en determinado momento nos parecen vulgares.

Y en el caso del Señor, el plan divino requería que pasara el largo espacio de treinta años sin que se le diferenciara de la gente corriente. Se podría decir: «Era un hombre incomprendido». Sí, el Incomprendido por excelencia, con I mayúscula, lo fue Él. Además de contradecir las desviaciones y errores de su tiempo, mostrándose como lo opuesto a las convicciones de aquellas personas, trajo una doctrina nueva dotada de poder (cf. Mc 1, 27), completamente inimaginable para sus contemporáneos: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).
Incomprendidos, aislados, perseguidos… ¡pero victoriosos!
He aquí la sexta característica del hombre providencial, difícilmente aceptada por la mentalidad moderna, siempre propensa a resolver los problemas de forma mágica, sin contratiempos: la de ser, en cuanto una repetición del Hombre-Dios, incomprendido por los suyos.
Cuántas veces no habremos visto esto en la historia, incluso en el ámbito natural. En el mundo del arte, por ejemplo, en un momento dado aparece un Mozart, un talento verdaderamente genial, cuyas composiciones representaron una evolución en la música al superar el estilo clásico y apuntar ya hacia algunas vertientes románticas, que vendrían poco después. Sin embargo, sus contemporáneos no siempre lo aceptaron, pues los esquemas artísticos de la época no toleraban modificaciones. Por eso murió casi en la miseria, y a su entierro, de tercera categoría, sólo asistió un puñado de amigos.
Ahora bien, en el terreno sobrenatural, los hombres providenciales han venido aportando algo enteramente insólito e indicando un rumbo a veces contrario a la opinión unánime formada por la sociedad de su época. ¡Y por eso impactan!
Como consecuencia, pasarán a menudo por terribles apuros, los cuales harán de ellos hombres despreciados, perseguidos y calumniados, cuya situación tendrá las apariencias de un desastre incluso para ellos mismos, con la impresión de que todo se les derrumbará encima.
En esos momentos el demonio, que, como dice San Pedro, ronda a nuestro alrededor como un león, buscando a quien devorar (cf. 1 Pe 5, 8), tratará de aumentar la tentación, hasta el punto de llegar al absurdo de que la propia vocación le parezca incomprensible.
Pero si, entregado a una causa grandiosa, el varón providencial permanece fiel y confía, entonces la Providencia lo levantará, infundiéndole ánimo y haciéndolo vencedor. Eso es lo que le sucedió al Señor: el Hijo unigénito de Dios fue traicionado, martirizado, crucificado; pero la cruz, instrumento de su muerte y símbolo de ignominia, se convirtió en la medida para la historia, objeto de distinción y de gloria, incrustado en lo alto de todas las coronas, de todas las torres, de todas las catedrales.
El hombre providencial para el siglo xx
Si la Providencia obró así por una elevada razón de sabiduría, queriendo toda la gloria para Nuestro Señor Jesucristo, deseaba, al mismo tiempo, poner a prueba a cuantos tuvieron contacto con Él, exigiéndoles la delicadeza de atención para ver que allí había alguien más importante que cualquier otro hombre.
¿Y acaso, en relación con los modelos extraordinarios enviados por Dios para guiar los pasos de la humanidad, no les permitirá la Providencia también a aquellos con quienes conviven pasar por esta misma prueba, para tantear su generosidad y luego recompensar su amor?
También en el siglo xx, cuando el proceso revolucionario había alcanzado un auge, hubo un hombre enviado por la Providencia para ocuparse del rumbo y la buena orientación de los hombres: Plinio Corrêa de Oliveira.

El Dr. Plinio y Mons. João en febrero de 1990
Reconstruyendo mi primer encuentro con él, recuerdo que —sin saber aplicar los términos— vi en él a un profeta, a un hombre providencial llamado a cambiar el curso de la historia. Esto correspondía a mis anhelos y a los toques místicos de la gracia en el sentido de dar con alguien que transformaría el mundo. Y tenía la certeza de que debía servir a ese hombre y seguir ese camino hasta el final.
¿Cuál fue ese final?
Un futuro feliz en la tierra, no lo hubo para él; más bien, le sobrevinieron amarguras, aislamiento y el silencio… Pero, mirando atrás, no me arrepiento de haberlo seguido a pesar de tantas contrariedades, pues es seguro que con su fidelidad compró gracias reservadas al Reino de María y al triunfo de su Inmaculado Corazón. ◊
Fragmentos de exposiciones orales
pronunciadas entre 1991 y 2009.
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I-II, q. 113, a. 9, ad 2.