Grandes conversiones – Teodoro Ratisbona, un auténtico hijo de Israel – De la sinagoga a la Iglesia Católica

La historia puede narrar bellísimas conversiones que tuvieron lugar entre los más diversos pueblos; pero las intervenciones del Señor en la vida de los de su raza son especialmente conmovedoras.

A partir de aquel momento, la vida de Teodoro tomaría otro rumbo. Saliendo de casa se encontró con su hermano. «¿Adónde vas?», le preguntó éste estrechándole la mano. «Aquí cerca», le respondió. De hecho, estaba «cerca»… Sólo daría un paso para llegar al destino deseado: un paso, un quitarse el velo (cf. 2 Cor 3, 16) «del judaísmo al cristianismo, de la sinagoga a la Iglesia, de Moisés a Jesucristo, de la muerte a la vida».1

Sin embargo, ¡cuántas luchas precedieron a ese gran día!…

Abriendo camino a su hermano

Alfonso Ratisbona se hizo muy famoso en el mundo católico por su prodigiosa conversión. Pero lo que casi nadie sabe es que su hermano Teodoro le precedió en el camino de la fe.

En el alma de Teodoro Ratisbona la gracia de la conversión se insinuó con delicadeza, iluminando su interior como los rayos del crepúsculo

La acción de la gracia en el alma de Alfonso fue fulminante; en el corazón de Teodoro se insinuó con delicadeza. Como la aurora, la luz de la Santísima Virgen rasgó de una sola vez las tinieblas que dominaban el espíritu de Alfonso; con Teodoro, Dios actuó suavemente, iluminando su interior como los rayos del crepúsculo, poco a poco.

No obstante, bien podemos creer que las luchas espirituales de Teodoro en el proceso de su conversión abrieron camino para que también Alfonso entrara un día en el seno de la Santa Iglesia.

Primeras críticas al judaísmo

Teodoro Ratisbona pertenecía a la familia Cerfberr, afincada en Estrasburgo (Francia) y su padre era presidente del consistorio israelita. Toda su educación infantil se basó en las tradiciones y costumbres judías, a pesar de no haber recibido una formación propiamente religiosa. Su madre fue la única figura que le enseñó, con su ejemplo, principios morales. Por eso, su temprana muerte lo sacudió a fondo e inclinó su temperamento hacia asuntos más serios.

«El nombre de judío empezaba a ruborizarme», confesó. De hecho, la asistencia a la sinagoga y a las asambleas judaicas engendró en su alma grandes críticas contra la poca dignidad de quienes allí se reunían. «¿Por qué no ha venido todavía el Mesías?», pensaba; y poco a poco fue desdeñando incluso la creencia en esa venida. Y como su padre no le obligaba a participar en ritos judaicos, acabó distanciándose de la religión.

De la duda al escepticismo

Con la ausencia de su madre, su alma comenzó a sentir un vacío tremendo. Deseaba amar y ser amado; y buscaba ser comprendido, porque ya no se comprendía a sí mismo.

Hizo una estancia en París, pero la amargura interior de su corazón sólo creció: «No conocía yo a ningún hombre, ningún libro que pudiera instruirme en las cosas eternas». Siempre le había horrorizado el cristianismo, por tradición familiar, y lo consideraba idolatría; y el judaísmo se había convertido para él en una vergüenza: «La sinagoga era como una barrera entre Dios y yo».

Retrato de Teodoro en su juventud

A la edad de 25 años surgieron las primeras solicitaciones para el matrimonio. Teodoro pensaba que podría encontrar su felicidad por ese camino. Con todo, antes de tomar cualquier decisión, quería disfrutar del mundo y pasó un tiempo persiguiendo placeres ilusorios.

En cierto momento, una duda rondaba su conciencia: «¿Cuál es el propósito por el que estoy en esta tierra?». Vivía sin religión, sin ambicionar ni el bien ni el mal… ¿Qué sentido tenía su existencia?

En busca de respuestas, navegó en las aguas a menudo peligrosas de la filosofía y acabó familiarizado con la literatura filosófica del siglo xviii, tan alejada de la verdad. Se dedicó exclusivamente al estudio: encerrado en el lugar más apartado de su casa, pasaba el día leyendo y meditando, comiendo solamente lo necesario para subsistir, a veces sin dormir. Según afirmaría él, murmuraba con Rousseau y se reía con Voltaire… Cayó así en un total escepticismo y, para su desgracia, muchos le aplaudieron por ello.

En su búsqueda de la verdad, el joven Teodoro pasó de la sinagoga a un completo escepticismo, hasta que se acordó del Dios de su infancia…

En el fondo de ese abismo de incredulidad, no obstante, la tristeza invadió su alma y se acordó del Dios de su infancia. «¡Oh, Dios!, si realmente existes, hazme conocer la verdad y, por adelantado, juro que te consagraré mi vida».

De hecho, la tormenta se calmó: había llegado el momento de la gracia.

Entre el Dios de los judíos y el Dios de los cristianos

Decidido a abandonar Estrasburgo, se marchó a París para terminar sus estudios de Derecho allí. Esperaba encontrar maestros que llenaran el vacío de su alma. Aunque, apenas había iniciado sus proyectos de estudio en la capital francesa, un extraño sentimiento comenzó a atormentarlo y una voz interior le decía: «¡Tienes que volver a Estrasburgo!». «¿Qué? ¿Volver a Estrasburgo?», pensó. ¡Acababa de salir de allí! ¿No quedaría mal regresar sin haber empezado siquiera la ejecución de sus planes? Pero la voz resonaba en su mente como una campana: «¡Estrasburgo!». Al no poder resistirse al clamor de su conciencia, Teodoro retornó a su ciudad.

Recién llegado, se le acercó un joven desconocido que lo invitó a participar en un curso que sería dirigido por un gran filósofo, profesor de excelente reputación, llamado Bautain. Ese joven —¡ni se lo imaginaba!— pronto se convertiría en su mejor amigo y, más tarde, en su hermano en el sacerdocio.

El curso fue completamente inédito para Teodoro. El expositor enseñaba la verdad universal a partir de la Sagrada Escritura, lo que daba fuerza y ​​virtud a su discurso. Como el hielo ante el sol, toda la resistencia del corazón de Teodoro comenzó a desvanecerse. El cristianismo penetraba en su alma sin consultar a la razón

A pesar de todo, empezaba para él una ardua lucha, no contra criterios racionales, sino contra los restos de judaísmo arraigados en su alma. «Ya creía en Jesucristo y, sin embargo, no me decidía a invocarlo, a pronunciar su nombre, ¡tan profunda e inveterada es la aversión de los judíos a este nombre sagrado!».

Vista de Estrasburgo a finales del siglo xix.

Ahora bien, durante una estancia en Suiza, contrajo una terrible enfermedad que lo dejó al borde de la muerte. No queriendo ofender al Dios de Abraham invocando al Dios de los cristianos, no sabía a quién recurrir… Pero en cierto momento le sobrevino una lancinante desesperación y de sus labios escapó el adorable nombre de Jesucristo. Al día siguiente, la fiebre le abandonó. A partir de entonces, pronunciar el nombre de Jesús se le hizo dulce y agradable, y también empezó a invocar a la Virgen María como su Madre.

Finalmente, brotó de su corazón un deseo: ¡ser bautizado! Aunque su situación era delicada y requería prudencia…

Caminando de claridad en claridad

Al acabar sus estudios de Derecho, su padre le dio el cargo de director de las escuelas judías del consistorio. Ayudado por dos amigos de su misma raza que también habían asistido al curso de Bautain, reformó la enseñanza y comenzó a dar conferencias para contribuir en la educación de los niños. Los auditorios se llenaban para escuchar sus exposiciones, tal era la fuerza de la predicación de la verdad. Una bendición acompañaba todos esos emprendimientos. Y, al igual que había ocurrido con ellos, la sinagoga empezó a cristianizarse sin saberlo

Incluso con esos progresos, la fe que nacía en su corazón exigía un alimento más sólido. Necesitaba dar pasos en la Iglesia Católica. La primera vez que asistió a una misa solemne, Teodoro pensó que había llegado al Paraíso. Los cantos, las oraciones, el sacerdote que presidía, el Santísimo Sacramento…, ¡todo parecía venir del Cielo! Lo que había oído acerca de la grandeza del Templo y del culto en Jerusalén encontraba su auténtica realización en ese altar. ¡Ahí estaban los verdaderos adoradores de Dios!

Desde el inicio de las clases con Bautain, Teodoro había comenzado a leer la Sagrada Escritura. Un día, a las nueve de la noche terminó el Antiguo Testamento y empezó las primeras páginas del Nuevo Testamento: ¡los Evangelios! Tanto le atrajo que se leyó de un tirón el Evangelio de San Mateo; y otra noche, el de San Juan.

En medio de esas gracias, resurgieron las solicitaciones para contraer matrimonio. Sus padres querían que se casara con una dama de la alta sociedad de Viena, lo que le trajo nuevos sueños de llevar una vida regalada y llena de placeres. Deseaba marcharse a la capital austriaca, pero… se sentía atrapado por una fuerza inexplicable.

Al final, la gracia de Dios le ayudó a resistir y se incorporó, con un grupo de amigos, a una pequeña sociedad en la que cada uno se comprometía a vivir castamente, abandonado en manos de la Providencia.

Teodoro fue bautizado y, unos meses después, hizo la primera comunión. No necesitó muchas explicaciones sobre la Eucaristía: su fe había adherido a las palabras de Nuestro Señor Jesucristo sin atarse a criterios meramente racionales. Su corazón se dejó llevar por el sacramento del amor.

El eterno adiós a la sinagoga

En cierto momento, los miembros del consistorio empezaron a darse cuenta de que había cambiado. Su asistencia diaria a la Iglesia era vista por todos y no había forma de ocultar su religión. Los judíos comenzaron a presionarlo para que confesara su verdadera fe públicamente y fuera cesado de su cargo. Pero sólo el presidente del consistorio podía destituirlo, y ése era su padre.

Teodoro comprendió que debía desprenderse de todo afecto natural, y las palabras del Señor iluminaron su mente: he venido a traer la espada a la tierra (cf. Mt 10, 34). Había llegado el momento de separarse de su familia, del mundo y de la sinagoga.

«Soy cristiano, pero adoro al mismo Dios de mis padres, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, y reconozco que Jesucristo es el Mesías»

Su padre, atribulado por diversas sospechas, lo invitó a una conversación privada y le preguntó si era cristiano. «Soy cristiano, pero adoro al mismo Dios de mis padres, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, y reconozco que Jesucristo es el Mesías, el Redentor de Israel», afirmó. Tras unos instantes de silencio, el padre rompió en llanto. Teodoro también se deshizo en lágrimas, pues se le partía el corazón al verlo en esa situación por primera vez…

En respuesta, su padre declaró que de todos los males que había padecido en su vida ése era el peor y el único irreparable… Asustado con tanta ceguera, Teodoro intentó filialmente consolarlo. Pero una terrible desesperación invadió el corazón de su padre, y habría lanzado maldiciones contra su hijo si éste no hubiera abandonado la habitación apresuradamente.

A la izquierda, partida de bautismo de Teodoro; a la derecha, documento de su ordenación sacerdotal

Teodoro estaba convencido de que era preferible perder la vida antes que abandonar la fe. Convocada la asamblea judía, se declaró cristiano delante de todos y preguntó si debía continuar en su puesto de director de las escuelas judías. Un anciano le dijo que solamente si se mantuviera judío. Para Teodoro, eso ya no era una opción válida. Sin perder más tiempo, se retiró. Ése fue su eterno adiós a la sinagoga.

Ese mismo día abandonó la casa paterna y se mudó definitivamente a una casa cristiana, donde le esperaban sus amigos católicos.

Consagrado al servicio de la Iglesia

Habiendo dejado atrás el mundo, se dispuso a cumplir un ardiente anhelo: ser sacerdote. «No sé cuándo se formó en mí ese deseo, ni cómo entró en mi alma; hoy me parece que vino con la vida misma», declararía más tarde.

En una casa de estudios superiores fundada en Molsheim por el obispo de Trevern, pasó dos años estudiando Teología. Fue un período difícil, lleno de desilusiones y decepciones; pero nada hizo tambalear su vocación.

Cultivaba en su alma la esperanza de ver convertido a su padre. De regreso a su ciudad natal, lo encontró al borde de la muerte. A pesar de su resistencia inicial al cristianismo, al final de su vida había mostrado interés por la religión católica, pero ya era tarde. Mientras agonizaba, Teodoro permanecía a los pies de la cama rezando por su alma. De repente, unos judíos entraron en la habitación y se precipitaron sobre Teodoro para sacarlo de allí. Pensando que lo iban a asesinar, gritó: «¡Jesús, socórreme!». En ese mismo momento, el moribundo expiró. La muerte se lo llevó antes de su conversión.

Ordenado sacerdote en la Navidad de 1830, fundó más tarde la Congregación de Nuestra Señora de Sion, celoso por la conversión de sus hermanos de sangre

En la Navidad de 1830, Teodoro fue ordenado sacerdote y, poco después, nombrado vicario de la catedral de Estrasburgo. Movido por un gran celo por la conversión de sus hermanos de sangre, fundó la Congregación de Nuestra Señora de Sion en 1842, de la cual fue misionero y superior general.

Aún le aguardaba una gloriosa batalla: la conversión de su hermano. «Sólo a uno de la familia odiaba: mi hermano Teodoro»,2 confesó Alfonso más tarde. Y mientras intentaba olvidar a su hermano, Teodoro oraba por él…

La predilección divina redundará en gloria

La historia nos narra bellísimas conversiones que han tenido lugar entre los más diversos pueblos. Sin embargo, ¡cuán conmovedor es contemplar la intervención de Nuestro Señor Jesucristo, muchas veces por mediación de su Madre Santísima, en favor de los que son de su misma raza y de su misma sangre!

Teodoro Ratisbona y su hermano Alfonso con miembros del Instituto Saint-Pierre de Sion, fundado en Jerusalén por la Congregación de Nuestra Señora de Sion

«Cuando Israel era joven lo amé» (Os 11, 1), afirma el Espíritu Santo por boca del profeta. He ahí la predilección divina por el pueblo judío. Y si bien es cierto que un velo cubre sus corazones hasta el día de hoy (cf. 2 Cor 3, 15), aquellos que se dejen atraer por la misericordia de Dios y crean en el Mesías que les fue enviado, se verán libres de ese obstáculo y contemplarán la gloria de Dios que Moisés y Abrahán quisieron ver en sus vidas, pero no pudieron.

Llegará un día en que estos hijos tan amados por el Altísimo reflejen en sí mismos el esplendor de un pasado cargado de heroicas hazañas y de innumerables prodigios, dándole a la Iglesia Católica la gloria que el Sagrado Corazón de Jesús espera ardientemente de ellos. ◊

 

Notas


1 Todos los datos biográficos que constan en este artículo han sido tomados del relato del propio Teodoro Ratisbona recogido en: Huguet, Jean-Joseph. Célèbres conversions contemporaines. 3.ª ed. Paris: Périsse Frères, 1882, pp. 133-160.

2 La Madonna del Miracolo. Roma: Postulazione Generale dei Minimi, 1971, p. 12.

 

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