Germen del Reino de Cristo en la tierra

La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos.

El Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). […]

Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los Cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o Reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. […]

Misión de anunciar e instaurar el Reino de Cristo

Nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios prometido desde siglos en las Escrituras: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el Reino de Dios» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). Ahora bien, este Reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4, 14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12, 32), ésos recibieron el reino; la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4, 26-29).

Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20; cf. Mt 12, 28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de muchos» (Mc 10, 45). Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2, 36; Heb 5, 6; 7, 17-21) y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2, 33).

Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria. […]

«Linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa»

Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y lo instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí.

Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. […] Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo. […] Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jer 31, 31-34).

Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 Pe 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición, […] que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 Pe 2, 9-10).

Obligación de ser sal de la tierra y luz del mundo

Este pueblo mesiánico […] tiene como fin el dilatar más y más el Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos Él mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3, 4), y «la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).

Por consiguiente, este pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16).

La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Mal 1, 11).

Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria. 

Fragmentos de: SAN PABLO VI.
Constitución dogmática Lumen gentium,
Concilio Vaticano II, 21/11/1964.

 

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