El corazón humano anhela realizarse de un modo más brillante, pero las pasiones desordenadas lo llenan de vanas ilusiones. ¿Qué hacer? Jesús nos muestra el secreto para lograr el auténtico y duradero éxito.

 

Evangelio del XXV Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 30 Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, 31 porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». 32 Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. 33 Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?». 34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. 35 Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». 36 Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 37 «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9, 30-37).

I – Cuidadosa preparación para acontecimientos grandiosos

En el Evangelio de este vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario, extraído del capítulo noveno de San Marcos, encontramos un bellísimo canto a la inocencia y a la humildad, presentadas por el divino Maestro como la senda regia para vivir santamente y conquistar, al término de nuestra peregrinación terrena, la corona de gloria en el Cielo.

Acompañado tan sólo por los Apóstoles, Jesús atraviesa de incógnito Galilea, a fin de evitar el incesante asedio de las multitudes. Pretendía formar a los suyos con vistas al momento culminante de su misión y por eso crea las condiciones necesarias para mantenerlos a su alrededor, reunidos en una intensa y agradable convivencia.

Antes de irse, Nuestro Señor se había transfigurado delante de Pedro, Santiago y Juan (cf. Mc 9, 2-8), mostrándoles el esplendor de su gloria. Para estos discípulos el Tabor representaba un enorme consuelo, hasta el punto de querer construir tres tiendas y permanecer allí a la luz del Señor glorificado por el Padre y por los representantes de la Ley y de los Profetas, Moisés y Elías. Al bajar del monte, Jesús les prohibió que contaran a los demás lo ocurrido hasta su Resurrección de entre los muertos, pero los tres predilectos no entendieron el significado de estas palabras, porque aún ignoraban que «sin efusión de sangre no hay perdón» (Heb 9, 22).

El episodio narrado a continuación por San Marcos —el exorcismo del espíritu mudo (cf. Mc 9, 16-29)— preparaba a los Apóstoles para la pelea y la contradicción. La tenaz resistencia de aquel demonio a sus plegarias y el ambiente de confusión creado por los escribas y fariseos, hasta la entrada en escena de Jesús, les mostraban la necesidad de rezar con fe y empeño, pues tal especie de demonios sólo podían ser expulsados por la oración.

Con este fondo de cuadro, hecho de luces y sombras, gloria y lucha, los discípulos caminan con discreción por Galilea, en íntimas conversaciones con su Maestro. Había llegado el momento de prepararlos para los acontecimientos más trágicos y grandiosos de toda la Historia.

II – Una nueva escuela: la humildad

Nuestro Señor es el enseñante más hábil y sabio de todos los tiempos. Al conocer la inmadurez espiritual de los que lo seguían, trató de crear las condiciones sobrenaturales y psicológicas necesarias para que atendieran a un anuncio de máxima importancia.

Sin recogimiento es imposible oír la voz de Dios

En aquel tiempo, 30 Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, 31a porque iba instruyendo a sus discípulos.

El Evangelio de San Marcos subraya en distintos pasajes la continua afluencia de gente que solía rodear al Maestro y sus discípulos hasta el punto de no encontrar tiempo «ni para comer» (Mc 6, 31). En esas circunstancias el celo del Buen Pastor por las almas refulgía de manera especial, ya que siempre estaba dispuesto a sacrificar sus intereses e incluso las exigencias más elementales de supervivencia, como la de alimentarse, a fin de hacer el bien al prójimo, curando sus dolencias, expulsando los demonios y enseñando la Palabra de Dios.

No obstante, en determinadas ocasiones los Apóstoles —los de entonces y los de todos los siglos— necesitaban distanciarse de los acontecimientos y dedicarse al recogimiento. De lo contrario, las labores de evangelización podrían degenerar en la así llamada «herejía de las obras» y verse transformadas en simples acciones sociales, de beneficencia o de entretenimiento, llegando a vaciarse de su verdadero contenido, que consiste en la comunicación de la gracia de alma a alma.

Por lo tanto, San Marcos destaca en estos versículos el cuidado de Nuestro Señor hacia aquellos que lo seguían. En efecto, su principal preocupación recaía sobre ellos, que le eran más cercanos y tenían la vocación de, una vez santificados, ser sus heraldos para el anuncio valiente del Santo Evangelio en todo el mundo.

Sólo en el aislamiento se mantiene el espíritu recogido y se puede prestar atención a las suaves insinuaciones de la gracia o a las claras enseñanzas procedentes del Cielo. Apartados del ruido de las grandes concentraciones, los discípulos estaban en condiciones de oír de los labios del Verbo Encarnado un mensaje profético de elevadísimos quilates.

La profecía más grandiosa

31b Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará».

La crucifixión, por Lorenzo Monaco – Museo del Louvre, París

Lo que para los católicos de hoy día es una verdad de fe plenamente asumida y realizada por entero, a los oídos de los discípulos sonaba como algo enigmático, de ardua comprensión.

La realidad de una resurrección definitiva, que significara la victoria completa sobre la muerte, no estaba nada clara en sus mentes, quizá por el velo de misterio que cubría la vida post mortem para los judíos de la Antigua Alianza o, como parece más probable, por la pésima influencia de la cultura griega en la sociedad hebrea de la época.

Se trataba de la culminación dolorosa de la misión de Nuestro Señor, que sería seguida por la más fulgurante victoria en la mañana luminosa de la Pascua. Con todo, ¿quién iba a imaginar que el Taumaturgo proficuo en milagros, curaciones y exorcismos pasaría por el valle tenebroso de la muerte a fin de derrotar al demonio y devolver la inmortalidad perdida a los hijos de Adán?

Mentes obtusas y voluntades enflaquecidas

32 Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle.

No era la primera vez que los Apóstoles se escandalizaban ante la perspectiva del drama de la cruz. Sólo abrían un hueco en sus corazones para el ambiente de éxito humano, alegría y emoción que se creaba en torno al Salvador cuando realizaba prodigios o pronunciaba discursos sublimes. San Pedro, por ejemplo, fue reprendido por el Señor por el hecho de tratar de disuadirlo a enfrentar la Pasión: «¡Apártate de mí, Satanás» (Mt 16, 23), le dijo el Maestro.

La hipótesis de que Jesús fuera perseguido, traicionado y muerto chocaba con la idea triunfalista de un falso mesías político, cuya misión consistiría en devolverle a Israel la hegemonía social y económica, sometiéndoseles los pueblos y atrayendo a Jerusalén un caudal de riquezas.

Pasar por el crisol del dolor, del fracaso y del drama antes de conquistar la gloria del Cielo era una vía demasiado ardua e inapropiada para ellos. Si Nuestro Señor demostraba tal dominio sobre la naturaleza, incluso sobre la muerte, ¿por qué no aplicarlo para tomar el poder y actuar con más eficacia en favor de los intereses terrenos del pueblo? ¿No habían actuado así los antiguos jueces Gedeón, Sansón y Jefté? ¿Qué sentido tendría ser entregado a manos de los hombres hasta el extremo de la muerte?

Jesús con los Apóstoles – Catedral de Le Mans (Francia)

Los discípulos no se atrevían a preguntarle. Temían escuchar una respuesta que los obligara a cambiar radicalmente de mentalidad, para lo que no estaban mínimamente predispuestos. El apego al pensamiento dominante, insuflado por las élites decadentes de Israel, les quitaba la libertad de profundizar en una cuestión de capital importancia, pero que les causaba el más fastidioso tedio.

Los Apóstoles eran incapaces de abarcar el horizonte grandioso que Nuestro Señor deseaba desvelar antes sus ojos y, menos aún, el odio mortal que, como consecuencia de ese mismo horizonte, le tenían sus enemigos. De hecho, la doctrina nueva dotada de potencia que proclamaba el Hijo de Dios estaba impregnada de esperanza en la vida eterna y exigía renuncia a los intereses personales, así como una dedicación sin pretensiones que debía llegar hasta el martirio. Tal perspectiva idealista y sobrenatural desmontaba las metas demasiado terrenales y ambiciosas de los fariseos y de los escribas, los cuales habían fabricado para sí un falso mito de felicidad y tenían una sed insaciable de prestigio y de lucro. Por eso su odio contra el Mesías sería implacable y cruel, como lo había vaticinado el Libro de la Sabiduría:

«Razonando equivocadamente los impíos se decían: […] “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso […]. Presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable […]. Nos considera moneda falsa y nos esquiva como a impuros. Proclama dichoso el destino de los justos, y presume de tener por padre a Dios. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. […] Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará”. Así discurren, pero se equivocan» (2, 1.12-21).

El amor propio ciega y debilita

33 Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?». 34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.

Los discípulos estaban interiormente divididos: amaban al Maestro, pero no querían ser modelados por Él hasta las últimas consecuencias; su entrega era superficial y se mezclaba con sus intereses personales, ligados a la vanidad. De este modo, no sólo evitan preguntar sobre la profecía de la Pasión, sino que se dejan llevar por la presunción hasta el punto de caer en la discusión deplorable, hecha de rivalidad, con respecto a quién sería el primero entre ellos. Cada uno deseaba saber cuál sería su papel en la futura Iglesia, cuando no en un restaurado reino de Israel, ansiando escalar las más altas posiciones de prestigio y autoridad. El delirio de mando, hijo del orgullo, esclavizaba sus corazones aún pasionales.

Ese amor propio exacerbado cegaba la visión interior de los Apóstoles, impidiéndoles contemplar los panoramas desplegados por Nuestro Señor acerca de sí mismo cuando les hablaba de su inmolación y triunfo eterno. Además, estaba en el origen del fastidio que les había causado el vaticinio trágico y magnífico con respecto a su porvenir. Por otro lado, las voluntades de aquellos discípulos eran débiles, pues quien se deja dominar por el orgullo y se admira a sí mismo, omitiendo la retribución a Dios por los beneficios recibidos, queda con el corazón enflaquecido y se vuelve incapaz de resoluciones firmes y actitudes heroicas. De ahí la importancia capital de la humildad, que es la raíz de todas las virtudes. La presunción conduce a la molicie y a la cobardía, mientras que falta de pretensiones sirve de coraza para los más audaces y santos atrevimientos.

Un auténtico seguidor de Jesucristo debe vivir exclusivamente para mayor gloria de Él, obedeciendo sus preceptos con vehemente celo. Se trata de un corolario lógico e indispensable del primer mandamiento, pues amar a Dios sobre todas las cosas significa vivir para Él y no para nosotros mismos, dispuestos a enfrentar las luchas y sacrificios que sean necesarios para verlo conocido, reverenciado y exaltado. Esta determinación tiene como consecuencia la inmolación de los viles y banales intereses egoístas, lo que es condición esencial para nuestra santificación. De este modo seremos imitadores de aquel que enseñaba: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

¿Quién es el más importante?

35 Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».

Antes de la Pasión y de la venida del Espíritu Santo, la mentalidad de los Apóstoles era adversa a la actitud preconizada por el divino Maestro en este versículo. Para ellos el poder debía ser ejercido con mano férrea, de una manera enérgica, violenta e impositiva. Sólo un gobernante con tales características obtendría éxito. Jesús destruye esa concepción errada, basada en el orgullo humano, a fin de enseñar a sus seguidores la verdadera noción de autoridad y la forma virtuosa de ejercerla.

Por esa razón instauró en su Iglesia una jerarquía visible, que tiene en su cima al Santo Padre, el Papa, y en escalones sucesivos a los obispos, sacerdotes y diáconos. Sin embargo, aunque sumamente respetable, tal jerarquía debe primar por el espíritu de servicio y, por eso, San Gregorio Magno escogió para sí y sus sucesores en el papado el título de Siervo de los siervos de Dios. Por lo tanto, el primero es en cierto modo el último por el hecho de estar a disposición de todos, como un humilde servidor, ofreciéndoles el fruto de su ministerio con generosidad y dándose sin esperar nada a cambio, a imitación de Nuestro Señor, que dio su vida por los hombres.

He aquí una manera inédita de alcanzar el más elevado éxito: ¡ser humilde!

La glorificación de la inocencia

36 Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 37 «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».

Jesús con lo niños – Catedral de San Muiredach, Ballina (Irlanda)

El magnífico y enternecedor gesto de la Sabiduría Encarnada debe haber dejado a los Apóstoles estupefactos. Coger a un niño, rodearlo de casta ternura y proponerlo como digno representante de sí mismo y del Padre eterno era una actitud inesperada, audaz y encantadora. Con ella Nuestro Señor pretendía impresionar profundamente los espíritus y conmover los corazones endurecidos por la discordia.

El niño es símbolo de la inocencia, del desinterés y de la confianza. Los pequeños dependen con humildad de sus superiores y les confían sus infantiles preocupaciones porque los aman con candor, cuando notan en ellos auténtica bondad. Este abandono filial fue una de las características más marcadas de las relaciones del Hombre Dios con el Padre, hasta el punto de exclamar desde lo alto de la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Era el grito de la entrega más sumisa y afectuosa del mejor de los hijos en los brazos del Padre perfectísimo.

Por eso aquel bendito niño que tuvo la gracia de ser abrazado por Jesús lo podía representar con toda dignidad, si fuera recibido en su nombre. Si bien que no sólo eso. Representaría también al Padre, pues cuando alguien confía por entero en Dios se hace uno con Él.

Los santos, aunque ya hubieran alcanzado una edad digna de veneración, son espiritualmente como el niño de nuestro Evangelio, por haber depositado sus esperanzas en el Señor con la sencillez de un muchacho inocente. Y el pueblo de Dios los recibe con admiración, entusiasmo y ternura al percibir que quien acoge a uno de ellos en el fondo acoge al Hijo y al Padre.

III – El camino más seguro al Cielo

Nuestra Señora de la Humildad, por Fra Angélico – Galería Nacional de Parma (Italia)

El Evangelio de este vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario constituye un enorme desafío para cada fiel. Las enseñanzas del divino Maestro, en palabras y gestos, nos indican el camino de la inocencia y de la humildad como vía privilegiada para acceder al Paraíso celestial. Sin embargo, hacernos como niños, sin pretensiones y del todo serviciales, puede parecer un ideal cándido y fácil, pero no lo es.

El orgullo tiene tal dinamismo y está tan arraigado en el corazón humano que sólo la gracia de Dios puede extirparlo. ¿Y qué decir de la tendencia a conformar nuestro modo de pensar con la opinión mundana dominante? Se hace necesario, por tanto, rezar con insistencia y tenacidad, suplicando a María Santísima su potente intercesión a fin de que seamos liberados de las malas inclinaciones que nos esclavizan a nuestros propios caprichos y a los desatinos de este mundo.

Además, una importante virtud —la cual le faltaba a los Apóstoles y escasea en los medios católicos actuales— se presenta como el antídoto de la mediocridad y, en consecuencia, del orgullo. Se trata de la esperanza.

Los discípulos se encontraban bajo la influencia de cierto ateísmo práctico que se respiraba entre los judíos de aquel tiempo a causa de los efluvios maléficos esparcidos por los saduceos y los fariseos. La expectativa de la Redención se había falseado con una imagen terrena y política del futuro Mesías, que no correspondía a los verdaderos anhelos de Israel. Ante todo, el pueblo elegido precisaba de una salvación espiritual, que lo purificara de sus pecados y le abriera las puertas de una vida sin fin, celestial y angélica. Pero las élites rechazaban esa visión, sedientas como lo estaban de poder y de deleites. No poseían, pues, la indispensable virtud de la esperanza.

Para romper tal influjo, en primer lugar Nuestro Señor les revela a los Apóstoles su Pasión, Muerte y Resurrección. Panorama más sobrenatural que este era imposible. No obstante, retraídos y tediosos, guardan silencio. Entonces el divino Maestro les habla de la humildad, exhortándolos a que se hicieran pequeños como el niño al que había abrazado.

Si hubieran abierto su corazón a la perspectiva de la eternidad, habrían sido más humildes y generosos, porque para conquistar un premio tan sublime como el Cielo cualquier sacrificio o renuncia parece pequeño. Tanto más que Nuestro Señor les había prometido, a los que se humillaran, ser exaltados hasta los tronos de los ángeles.

Resulta difícil ser humilde si no se vive con intensidad y alegría en la esperanza de la gloria definitiva. Por otra parte, sólo los humildes encuentran la llave del verdadero éxito para sus vidas y tienen abiertas ante sí las puertas de la eternidad feliz.

Que la Santísima Virgen María, abismo de humildad y Madre de la Esperanza, nos asista y guíe a fin de que, viviendo más para el Cielo que para esta tierra, seamos mansos y humildes de corazón como su Hijo. Así pues, derrotadas las insidias del demonio y de sus secuaces, podremos alcanzar, victoriosos, la meta excelsa que se nos propone: el Cielo. 

 

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