Sólo son verdaderamente valientes y fuertes en la hora de la batalla aquellos que durante la vida supieron conservar la perla que los Sagrados Corazones de Jesús y de María depositaron en su alma.
Hace muchos, muchos años existía un pequeño pueblo que procuraba hacerlo todo con perfección para agradar a Jesús y a María. Nada más amanecía, antes de que empezaran los trabajos, juegos o estudios, sus habitantes participaban en la Santa Misa, a fin de obtener gracias especiales para enfrentar las luchas de ese día como hijos fieles y devotos de los Sagrados Corazones.
Los viajeros que pasaban por aquella comarca percibían que hasta la propia naturaleza del lugar se beneficiaba de la elevación de espíritu de aquella piadosa población: los ríos eran particularmente cristalinos y la vegetación, verde como la esmeralda… Se diría que allí todo entraba en armonía para acoger a la Reina celestial y a su divino Hijo.
En esa aldea había un niño muy inocente llamado Jonás. Le encantaban las historias que su padre le contaba, pues a través de ellas se imaginaba cómo sería una ciudad hecha para Jesús y María. Continuamente le preguntaba a su progenitor:
—Papá, si en la tierra hay tantas cosas buenas, como las piedras preciosas, el mar o las estrellas, entonces ¿cómo no debe ser el Cielo?
Sorprendido por el constante interés que demostraba el ardoroso corazón del pequeño por el Paraíso celeste, su padre aprovechó la ocasión para enseñarle el mejor medio de encontrar la respuesta a su pregunta:
—Bueno, hijo mío, yo nunca he visto el Cielo, pero muchos santos tuvieron la gracia de contemplarlo en vida y dijeron que era tan bello y grandioso que no había palabras para describirlo. Sin embargo, te puedo asegurar que tendrás oportunidad de conocerlo siempre y cuando sepas ser en esta tierra un auténtico héroe.
Con cada respuesta de su padre, Jonás se entusiasmaba más y aumentaba su deseo de ser santo para llegar enseguida a la morada eterna.
Un día, mientras andaba por la calle absorto en esos pensamientos, notó mucho alboroto.
—¿Qué está pasando? —le preguntó extrañado a un señor que observaba la escena.
—¡Ha llegado a nuestra ciudad el mensajero real! —le respondió el hombre.
El muchacho, sin dudarlo, se acercó más y pudo ver cómo un caballero se bajaba de su montura y le hablaba al pueblo con estas palabras: «El generalísimo del Ejército real convoca a todos los jóvenes aptos para la guerra a la defensa del reino contra sus adversarios, pues están planeando un terrible ataque muy pronto».
Un profundo silencio se apoderó de la muchedumbre… Jonás, no obstante, encantado con la armadura y la reluciente espada del noble guerrero, así como con su hermoso porte y fogosa mirada, ni siquiera se le pasó por la cabeza de que no tenía la edad suficiente para alistarse y se presentó con sorprendente valentía:
—¡Yo estoy en disposición de ir al combate!
Aunque el caballero, al ver la fisonomía tan joven y despreocupada del niño, le dijo:
—Bien, te llevaré conmigo; pero con una condición: ¿estás preparado para sufrir golpes horribles o incluso morir en el campo enemigo?
Después de pensarlo un poco le contestó:
—Señor, sé que la lucha no es un paseo por un terreno florido. Pero ¿no estamos en esta tierra para enfrentar las cosas más duras y difíciles? Cada sufrimiento, con la ayuda de la Virgen, será un peldaño de la larga escalera que me llevará al Cielo.
Asombrado con la respuesta, el guerrero accedió a que se fuera con él.
Unos días más tarde, Jonás se despedía de su familia. Estaba triste porque la dejaba, pero muy animado ante la expectativa de participar en una batalla. Su padre aprovechó el momento para darle este consejo:
—Hijo mío, recuerda que más importante que mostrarte fuerte e intrépido es conservar la inocencia y la pureza de alma. Por eso, ¡sé vigilante! Nunca dejes que la inmoralidad y los vicios entren en tu interior.
El pequeño no entendió muy bien el significado de ese consejo, pero lo guardó con cariño en su corazón.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que todo le quedara claro. En el campamento, a pesar de encontrarse con muchos que lo respetaban y admiraban por su valentía y candor, enseguida tuvo sus primeras batallas. Le costó mucho mantenerse firme ante los escarnios de aquellos que, habiendo perdido la inocencia, sentían odio al toparse con un alma verdaderamente recta y piadosa como la de Jonás.
En medio de esas dificultades, tuvo un enigmático sueño, pero muy significativo… En él veía, por una parte, a todos los que se burlaban de su persona cercados por demonios que portaban carbones, mientras el ángel de la guarda de cada uno se encontraba distante, impedido de actuar; por otra, reunidos en otra compañía del mismo batallón, observaba a los que habían conservado la inocencia rodeados de espíritus celestiales que llevaban blancas perlas en sus manos, símbolo de las almas cándidas de sus custodiados. Cuando el ejército enemigo apareció, no todos tuvieron el coraje de avanzar y luchar: únicamente los que habían preservado su inocencia lo hicieron. En ese momento su sueño fue interrumpido por un toque de corneta, con el que se convocaba a todos para oír un aviso del capitán:
—¡Ya ha llegado la hora de marchar al combate! Fijaos, los enemigos ya están a las puertas y son más numerosos que nosotros, pero lo que ellos poseen en cantidad no lo tienen en calidad: no serán los hombres los que dirigirán esta batalla sino el propio Jesucristo. Por lo tanto, caballeros, confiemos. ¡La victoria es de Dios!
Como los adversarios ya habían sitiado el campamento, los guerreros tuvieron que desenvainar inmediatamente las espadas y lanzarse de lleno al ataque. En ese momento, Jonás vio la misma escena de su sueño: el ejército enemigo avanzando en dirección a aquellos que habían perdido su inocencia y éstos huyendo despavoridos, mientras que los que la habían conservado luchaban con denuedo para lograr la victoria.
Fue entonces cuando el joven pudo comprender las palabras tan solemnemente pronunciadas por su padre durante la despedida: sólo son verdaderamente valientes y fuertes en la hora de la batalla quienes lucharon por conservar incólume la perla de la inocencia que cada uno de los bautizados atesora en su alma.
Ese es el regalo más valioso que nos pueden hacer los Sagrados Corazones de Jesús y de María. El que reñidamente lucha día a día por defenderlo nada ha de temer, ni en la más ardua de las batallas, ni al enfrentar al enemigo más poderoso. ◊