Debo hablarles respecto a la plenitud del sacerdocio. Y esta consideración me lleva a la noche de los tiempos, a una digresión histórica que sorprende al hombre en el período quizá más crucial y duro de su existencia en la tierra.
Imaginamos hoy que nos encontramos al borde de una catástrofe sin precedentes. Sin embargo, no recordamos que hubo otra que marcó al género humano desde el principio, narrada en el Génesis: la desobediencia del hombre que, inducido por la mujer —a su vez, tentada por la serpiente—, dudó de Dios, se rebeló contra Él, no quiso seguir el destino que el Creador le había señalado y, por ello, fue expulsado del paraíso.
De la tierra de predilección, a la tierra de exilio
Príncipe del más bello y encantador de los reinos, puesto como señor de toda la naturaleza visible, cuyos secretos conocía perfectamente y sobre la cual ejercía un misterioso imperio, Adán era confortado por los dones preternaturales que le aseguraban, entre otros beneficios, la inmortalidad. No obstante, él pecó, Eva pecó.
Ambos partieron de aquella tierra de bendición y predilección, donde el Altísimo paseaba a la hora de la brisa de la tarde (cf. Gén 3, 8), y entraron en la tierra de exilio. La naturaleza humana, privada de los dones preternaturales y desamparada frente a un ambiente sobre el cual ya no poseía gobernanza, se sintió apocada, disminuida, amenazada por la justa cólera de un Dios que había sido ofendido. Con el hombre se introdujeron en esta tierra de exilio la aprehensión, el dolor, la incertidumbre, seguidas, no mucho tiempo después, de la imagen aterradora de la muerte.
El fratricidio de Caín
Adán y Eva, conocedores de estar destinados a la muerte, antes de fallecer pasaron por el drama de contemplar al hijo de la bendición, el hijo de la predilección, el dulce, el justo, el magnífico, tumbado en el suelo, asesinado. ¡Nunca habían visto un muerto! Tal vez ni siquiera tuvieran una idea exacta de lo que era la muerte, porque lo que no se ve, no se conoce enteramente. ¿Y asesinado por quién? Por un hermano suyo. El innoble fratricidio había derramado por tierra la sangre del justo que, según afirma el Génesis, subía hasta el Cielo clamando venganza a Dios (cf. Gén 4, 10).
Podemos imaginarnos el trágico ambiente del primer funeral: Eva sollozando, Adán dándose golpes de pecho, Caín frenético deambulando por los senderos, los demás hijos cavando, al azar, una fosa. Se cierra la sepultura, concluye la historia de Abel…
Se crea un vacío en la tierra inmensa y la humanidad comienza su enorme peregrinación, con este sentimiento de su propia finitud: el hombre morirá, como murió Abel.
Esta posición de finitud e incertidumbre del hombre ante su vida terrena encendió dos concepciones distintas del sacerdocio, que encontramos en dos familias diferentes de religiones paganas.
Mediación con miras a intereses terrenales
En primer lugar, están las llamadas religiones sin misterio, que corresponden, quizá, a una familia de almas del género humano: las más inclinadas hacia este mundo, que no niegan directamente la existencia de otra vida ni se desinteresan de ella, pero que de tal manera se dejan impresionar por el día de mañana que el centro de sus preocupaciones se vuelca para los quehaceres terrenales.
En esas religiones, el sacerdote aparece como un mediador entre los dioses y el hombre que, aun teniendo los ojos puestos en el Cielo, desempeña misiones característicamente terrenas.
¿Y éstas cuáles son? El sacerdote se reviste de poderes mágicos, con los que hace creer a los demás que tiene la capacidad de curar, de matar o de, a través de encantamientos y conjuros, gobernar los truenos o aplacar las fieras. Resuelve, por tanto, problemas humanos: realiza curaciones, causa muertes —como instrumento de venganza— y somete los elementos.
Ahí se ve una vaga nostalgia que el género humano tenía, en esa decadencia, del domino que ejercía sobre la Creación en el paraíso, antes de la caída de Adán. Nuestra naturaleza pide ese dominio y los sacerdotes, para satisfacer tal necesidad, se presentaban así a los hombres. Entonces surge un tipo de sacerdotes exorcistas, que arrojaban a los espíritus malignos capaces de ponerle trabas a la gente en sus quehaceres cotidianos, de arruinar las cosechas, de esparcir enfermedades, de ahuyentar al ganado.
También eran sacerdotes sacrificadores, que tomaban, ante el pecador, una víctima —un animal, una fruta o cualquier otra ofrenda; a menudo, por desgracia, una víctima humana— y la inmolaban para aplacar la ira de un dios que el hombre creía que estuviera enojado con él, de quien tenía miedo y, por ello, deseaba de algún modo hacerle propicio.
Sacerdocio comunicador de la vida divina
Hay, empero, otra familia de almas, quizá más rara y ciertamente más elevada: la de quienes son capaces de comprender que, por muy importantes que sean los problemas terrenos, éstos no pasan de logística; el hombre no está en la tierra para resolverlos. Perciben que el hambre no es el tema central de la vida, saben pensar, se detienen a reflexionar y, haciendo un alto en las justas actividades de la faena diaria, de vez en cuando se preguntan: «¿Qué sentido tiene esta vida? ¿Por qué he nacido? ¿Adónde voy? Cuando muera, ¿qué será de mí? ¡No sé! He de indagarlo». Estas cuestiones supereminentes dominan su existencia, la cual, sin ellas, se vuelve inexpresiva.
Para responder a las preguntas de este género de espíritu, la propia gentilidad, aun en sus desvaríos y en sus errores, pero impulsada por una mezcla de sentido común y de tradición que nunca llegó a perder del todo, elaboró el tipo de sacerdote de las religiones de misterio. Éstas practican —generalmente a escondidas y para un número relativamente pequeño de creyentes— ritos que pretenden obtener un efecto extraordinario: transmitir algo de la vida de la divinidad al sacerdote y que fluya algo de él al público, de forma que cierta porción de vida divina circule entre quienes practican y presencian el acto. Esta vida les da más fuerza en las penurias de la existencia, más luz a la mente, más energía a la voluntad y se manifiesta también por la magnífica promesa de que no tendrá fin: ha venido del más allá, se inserta en el hombre y, según creían, no cesa con la muerte.
La promesa de otra vida, existente de modo menos categórico en las demás religiones, se afirma más definidamente en las religiones mistéricas. Y las almas sedientas de una naturaleza mejor, de una explicación más alta para sus problemas, de una orientación para la vida más profunda que la mera preocupación de conseguir las ganancias necesarias para no morir de hambre, o para satisfacer ambiciones y vanidades, se encajan en esta serie de religiones.
Y así, vaga y confusamente, en medio de ritos idolátricos a veces abominables y hasta satánicos, podemos discernir la estirpe de una tradición preciosa, la estirpe del sentido común humano, la estirpe de una esperanza.
En una noche en Nazaret, se establece la paz entre el Cielo y la tierra
De hecho, todas o al menos muchas de estas religiones eran animadas por la esperanza de que un día se establecería la paz entre el Cielo y la tierra, llegaría el momento en que los tiempos alcanzarían su plenitud y un elegido de Dios, perfecto y amado, vendría al mundo para restaurar el orden que el pecado de nuestros primeros padres —recordado en tantas religiones antiguas— nos había arrebatado.
En una medianoche, en el silencio absoluto de una ciudad hebrea, una virgen frágil, delicada, cándida, que en sus ojos llevaba una infinidad de celestiales reflejos, rezaba. Los tiempos habían madurado, el grado de sufrimiento y de degradación de la humanidad llegaron a tal punto que la misericordia de Dios había creado a esa virgen para que ella, inmaculada, consiguiera lo que ningún hombre pecador había conseguido: la venida del Mesías previsto por la raza judía, que nacería de la estirpe de David, a la cual pertenecía ella misma y su casto esposo José. Oraba en el silencio de la noche, pidiendo que ese Mesías llegara y regenerase todos los pueblos, y rogaba —según piadosas tradiciones— ser la esclava de la mujer bienaventurada de quien Él habría de nacer.
De repente, se produce un movimiento misterioso en el aire; algo así como un batir de alas, como una vibración diáfana, como un centelleo de la luna que marca el ambiente. Ella mira y oye el saludo tan conocido: «Dios te salve, llena de gracia…».
Después de haber dicho: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros. Entonces vino a la tierra aquel que, en el sentido más pleno y arquetípico de la palabra, es el Sacerdote: Nuestro Señor Jesucristo.
Sacerdote y víctima
Si es verdad que el sacerdocio se caracteriza por unir a los hombres a Dios, nadie podría establecer de modo más perfecto ese vínculo que aquel que era al mismo tiempo hombre y Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada. Nuestro Señor Jesucristo es sacerdote por su propia naturaleza y fundó el sacerdocio verdadero, el sacerdocio pleno, el sacerdocio cristiano, el sacerdocio católico.
Sin embargo, Él no es sólo pontífice, sino también víctima. Nuestro Señor se ofreció en una acción sacerdotal, por la cual aceptó ininterrumpidamente, desde el Huerto de los Olivos hasta el momento del «consummatum est», todo el océano de dolores que sobre Él habría de desencadenarse, para que ocurriera la Redención de la humanidad.
Tanto quiso inmolarse por nosotros —inmolación indispensable para la reconciliación entre Dios y los hombres— que lo vemos, en la oración del Huerto, sufrir, pasar tedio y pavor, sentir su sangre extravasándose por los poros, ante el horror de lo que habría de padecer. Con todo, al recibir fuerzas del ángel, quiso hacer la voluntad del Padre eterno, para su gloria, ante todo, y por amor a cada hombre.
Este es el sacerdote del cual proceden todos los demás sacerdotes. Y si la Iglesia Católica tiene sacerdocio, lo tiene por participación en Nuestro Señor Jesucristo.
La grandeza del sacerdocio
El sacerdote es, por tanto, el eslabón entre Nuestro Señor Jesucristo y nosotros. A través de sus palabras se realiza la maravilla más grande de la tierra: dotado del poder de transubstanciar, multiplica por los altares del orbe el sacrificio de la cruz, llevando por doquier los frutos de la Redención.
El sacerdote se nos aparece como aquel que enseña la religión, que guía a los hombres en el cumplimiento de los Mandamientos, no como un profesor que ofrece una enseñanza estéril y sin vida, sino como aquel que, por medio de los sacramentos, sabe transmitir a las almas la gracia de Dios, de manera que la inteligencia se vuelva más lúcida y serena.
De ese modo, también la voluntad humana, tan frágil, tan encorvada, tan vuelta para su interés personal, recibe por la acción de la gracia un nuevo vigor: el sacerdote transmite vida —él, que habla de la vida eterna— y guía a una cierta familia de almas a pensar exclusiva o casi exclusivamente en el Cielo. Él se dirige a otra familia y le hace esta promesa: «También vosotros, buscad el Reino de Dios y su justicia; y todas las cosas se os darán por añadidura».
El sacerdote es la sal de la tierra y la luz del mundo, no solamente porque es la sal y la luz de la Iglesia, sino porque la Iglesia es la sal y la luz de la civilización cristiana. Después que Cristo viniera a la tierra, no hay civilización posible fuera de la civilización cristiana: o existe barbarie, o existe Nuestro Señor Jesucristo. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año IV. N.º 45
(dic, 2001); pp. 6-10.