El sacerdocio supremo

Al asumir la naturaleza humana en la Encarnación, el Señor se convirtió en el Mediador perfecto y el Pontífice por excelencia, ya que, siendo hombre y Dios, ¡no podía haber otro superior!

El mundo moderno, tan desprovisto de símbolos, de liderazgo y de belleza, en el que todo depende de la máquina y de la cibernética, vuelve a las personas mucho más animales que espirituales, propensas a preocuparse sólo por lo que les afecta en carne propia o en el bolsillo, y a moverse únicamente en función de sus apegos y sentimientos. Y la idea de sacrificio parece haber sido desterrada de la mente del hombre moderno.

También cada uno de nosotros, por el hecho de vivir en esta era de ateísmo en la que Dios es olvidado, fácilmente nos vemos llevados a interesarnos mucho más por las cosas concretas, en lugar de colocarnos ante las perspectivas más elevadas del mundo sobrenatural.

Si no tenemos cuidado, vamos a misa y asistimos a la acción litúrgica como lo haría un bruto en un espectáculo, cuando lo más importante y excelente, el verdadero punto culminante de nuestro día, es ese momento divino y grandioso del santo sacrificio.

Un tesoro de gracias a nuestra disposición

Las mentes de todos los ángeles y de todos los hombres no son capaces de contener la grandeza del sacrificio del Calvario que se estableció hace dos mil años, por primera vez, y se renueva cada día, de forma incruenta, por toda la faz de la tierra. Ahora bien, no aprovechar ese tesoro de gracias que el Redentor ha conquistado es una falta por omisión.

Todos nosotros que somos cristianos participamos, por el bautismo, del sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, al asistir a la celebración eucarística, es una buena costumbre unirnos al misterio que se va a realizar y, en el momento en que el sacerdote prepara las ofrendas y levanta la hostia a media altura y el cáliz que serán consagrados, ofrecer a Dios Padre, por mediación del mismo Jesús y por la intercesión de María Santísima y nuestro ángel de la guarda, la sangre preciosísima de su Hijo, pidiendo los beneficios de ese sacrificio para el bien de la Iglesia y de las almas, así como para nuestra salvación y perseverancia personal, por nuestros ideales y objetivos, para el cumplimiento de nuestra misión y por las personas que apreciamos.

Todo lo que el Señor compró, sufriendo en la cruz, ¡se obtiene con una sola misa! No hay nada que no se pueda alcanzar con ella, siempre que las intenciones sean buenas.

Sumo Sacerdote, Mediador perfecto

Debemos recordar esta verdad varias veces al día, desde que nos despertamos por la mañana hasta el momento en que cerramos los ojos para dormir por la noche, suplicando que incluso los latidos de nuestro corazón, el inflado y desinflado de nuestros pulmones, la sangre que corre por nuestras venas y las células que se renuevan, en suma, todo en nuestro organismo transcurra en unión con ese generoso sacrificio, cuyos efectos son infinitos.

Sacrificio y sacerdocio en las religiones paganas y en Israel

Junto a esta realidad tan importante del sacrificio —que brota de una ley natural existente en toda criatura humana y que ya era común en los pueblos antiguos, y en las religiones más bárbaras inclusive—, siempre aparece la figura fundamental del sacerdote, pues sacrificio y sacerdocio son correlativos.

En la encíclica Ad catholici sacerdotii, el papa Pío XI escribe, en un lenguaje sobrio pero muy elevado y literario, lo siguiente: «En todos los pueblos cuyos usos y costumbres nos son conocidos, […] hallamos sacerdotes, aunque muchas veces al servicio de falsas divinidades; dondequiera que se profesa una religión, dondequiera que se levantan altares, allí hay también un sacerdocio, rodeado de especiales muestras de honor y de veneración».1

En el Antiguo Testamento, cuando los israelitas salieron de Egipto tras cuatrocientos treinta años de esclavitud, nació, ya en los orígenes de la religión hebrea, la institución del sacerdocio levítico, establecido por Moisés según la orientación divina.

Ahora bien, Dios, que creó al hombre con cuerpo y alma, sabe que sólo los principios y la doctrina no bastan para moverlo. Lo que realmente lo arrastra es el ejemplo, el cual, al actuar sobre las tendencias, crea las condiciones para la práctica de la ley.

Por eso, además del profeta que advertía e indicaba el camino, y a quien se le entregaron los mandamientos escritos en tablas de piedra, era necesario que hubiera un sacerdote que representara al pueblo a los pies del Señor y a éste, ante el pueblo, intercediendo y ofreciendo sacrificios con el extraordinario poder de impetración garantizado por Dios mismo, con el fin de obtener el auxilio y las fuerzas para la observancia de la ley.

Y vemos que, para darles a los israelitas una noción clara acerca de la grandeza del sacerdocio, Dios le ordenó a Moisés que nombrara sacerdote a Aarón, adornándolo y revistiéndolo con insignias muy simbólicas, que recordaran fácilmente su imagen de intercesor.

Cuando él sacrificaba los animales —corderos, cabritos, palomas o bueyes—, ofreciéndolos a Dios en expiación, y luego recogía la sangre en un recipiente y la aspergía con una rama de hisopo a la asamblea, su gesto significaba para ese pueblo de costumbres rudas cuánto las ofrendas hechas por el sacerdote abrían el corazón de Dios para bendecir y obtener el perdón de los pecados.

El sacrificio de la antigua ley

Así pues, todo esa simbología tenía como objetivo preparar las almas para la aparición del Sacerdote Supremo. Y aquellas víctimas, inmoladas durante siglos, nos acostumbraban a comprender quién sería la Víctima por excelencia que vendría más tarde, cuya sangre redentora compraría la salvación de todos.

Sacerdote, Mediador y Víctima

En las religiones naturales, la sociedad escogía a uno de sus miembros para ofrecer sacrificios y apaciguar a las «divinidades». Pero, a partir del momento en que Dios se dignó fundar su Iglesia, Él mismo codificó el sacerdocio y eligió a su sacerdote.

Cuando el gobierno de un estado necesita un embajador en otro país, selecciona para esa tarea a alguien de la nación, ya que un extranjero, que no tiene sangre nativa, no puede representar a la patria. De igual modo, puesto que el oficio propio del sacerdote es el de ser mediador entre Dios y los hombres,2 debe necesariamente pertenecer al género humano, porque a un ángel no le convendría ejercer la función sacerdotal.

Por la misma razón, no se le atribuye al Padre ni al Espíritu Santo el título de sacerdote, sino al Verbo encarnado, engendrado por el Padre desde toda la eternidad y enviado por Él a la tierra.

En efecto, en cuanto Dios —Santo Tomás3 nos lo afirma—, el Hijo no podría ofrecer un sacrificio al Padre, pues ambos son iguales. Pero al descender del Cielo y asumir la naturaleza humana, se convirtió en el Mediador perfecto, plenamente capacitado para ser el Pontífice por excelencia, ya que, siendo hombre y Dios, ¡no hay otro superior!

Si en el Antiguo Testamento el sacerdote debía ofrecer holocaustos y sacrificios expiatorios tanto por los pecados del pueblo como por sus propias faltas, Nuestro Señor Jesucristo llevó esa realización a la plenitud al ofrecerse a sí mismo como Víctima de valor infinito, que honra a su Padre permanentemente y repara los pecados de toda la humanidad.

Cristo, tanto en el Cielo como en la tierra, se convirtió en el verdadero Cordero de Dios, inmolado por la salvación de los hombres. Por eso el Padre rechazó los holocaustos de la antigua ley, pues ya no tenía sentido realizar ritos prefigurativos en presencia del único sacrificio perfectísimo, puro y sin mancha, como explica Santo Tomás.4

La simbología del sacerdocio mosaico buscaba preparar las almas para la aparición del Sacerdote Supremo, y de la Víctima por excelencia

Vemos aquí la importancia de que el Señor no tenga persona humana, pues, si así fuera, quien moriría sería un simple hombre y no Dios, y, por lo tanto, no se obraría la Redención, ya que su humanidad, en términos absolutos, no podría desagraviar las ofensas cometidas contra el Creador. Sin embargo, por la gracia de la unión, la naturaleza humana de Cristo es susceptible de adoración y, en consecuencia, cualquier actitud suya, por pequeña que sea, tiene valor infinito y bastaría para liberar al mundo entero del estado de maldición resultante del pecado.

El Salvador concibió algo tan grandioso, que está por encima de cualquier concepción angélica o humana: se encarnó para morir en la cruz y redimirnos, cuando un simple gesto, una lágrima o una sonrisa suya ya habrían sido suficientes para promover la Redención, borrar la mancha del pecado e incluso perdonarnos la pena merecida. ¡Cuánto más, entonces, hizo Jesús por nosotros al entregar toda su sangre divina!

«Cristo crucificado entre la Virgen y San Juan Evangelista», de Lorenzo Monaco – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

La dignidad de María, por encima del sacerdocio

Ahora bien, ¿desde qué momento Jesucristo se convirtió en sacerdote y mediador?

A partir del instante en que la Santísima Virgen dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) y se produjo un milagro extraordinario: el Espíritu Santo la cubrió y, por obra de este mismo Espíritu, comenzó el proceso de gestación del Hijo de Dios. Es decir, cuando concibió y se produjo la infusión del alma del Señor en el claustro materno, Jesús fue ungido sacerdote con el santo «aceite de júbilo» (Sal 44, 8), ofreciendo anticipadamente el sacrificio de su propia vida. Y por eso es llamado el Cristo.

Por consiguiente, al dar su «fíat» en el misterio de la Anunciación, Nuestra Señora cooperó ​​en cierto modo en esa unción,5 por la cual se inició la historia de la Redención del género humano. Allí, oculto en el seno virginal de María y santificando aún más a su propia Madre, Jesús hizo su primera oración sacerdotal, en cuanto intercesor ante Dios por los hombres.

Jesús se encarnó para morir en la cruz y redimirnos; su sacerdocio empezó en su concepción y se consumó en su Pasión, Muerte y Resurrección

Vemos, pues, la gran relación que existe entre la Santísima Virgen y los sacerdotes, ya que al ser Madre del Sumo, Verdadero y Único Sacerdote lo es también de todos los demás que están unidos a Jesucristo por toda la eternidad.

No obstante, es importante recordar que, por la maternidad divina, María está inserta de manera relativa en el orden hipostático —que es la unión de la naturaleza humana con la naturaleza divina— y, por tanto, se encuentra por encima del plano de la gracia al que pertenecen los siete sacramentos, entre los que se encuentra el del orden.6

Por eso, la dignidad de María como Madre de Dios es incomparablemente superior a la del sacerdote. Ella nunca recibió el sacramento del orden sacerdotal —reservado por el divino Maestro a los varones—, pero fue asociada por Cristo a la obra de la salvación. Nuestra Señora tiene una parte intrínseca en el sacrificio redentor, mientras que el sacerdote se limita a reproducirlo de forma extrínseca y puramente instrumental al celebrar la santa misa.7

La consumación del sacrificio ocurrió en la Resurrección

El Señor fue, por tanto, sacerdote desde el instante de su concepción y, sobre todo, en el momento en que nació. Más tarde, cuando fue presentado en el Templo para cumplir la ley, cuando regresó allí a los 12 años para discutir con los doctores y cuando comenzó su vida pública estuvo constantemente sirviendo de intermediario entre el pueblo y Dios. Conociendo en sí mismo la flaqueza humana, «menos en el pecado» (Heb 4, 15), Jesús se apiadaba de los que, conscientes de su propia debilidad, buscaban su intercesión ante el Padre. No hubo una sola persona que se le acercara pidiendo perdón que Él no se lo concediera o incluso tomara la iniciativa de ofrecerlo sin haberlo solicitado.

Cuando llegó la hora de su pasión, se dejó prender y llevar maniatado, permitió ser azotado, coronado de espinas, abofeteado, escupido y despreciado en comparación con Barrabás. Finalmente, aceptó llevar la cruz a cuestas y ser crucificado, morir y ser sepultado… Sin embargo, al tercer día, ¡se resucitó a sí mismo!

En la antigua ley, cuando eran inmolados animales como ofrenda al Señor, una parte de la víctima debía ser consumida por el sacerdote y la otra se entregaba al oferente, para que la comiera él y su familia. Dios lo había establecido así para mostrar su aceptación del banquete ofrecido y hacer que la gente participara de él.

No obstante, al tratarse de un sacrificio de expiación, era menester que la ofrenda fuera quemada, pues la reparación requería la consumación por el fuego.

Mons. João en diciembre de 2007

Ahora bien, siendo el sacrificio de Nuestro Señor una expiación, parecería necesario que su cuerpo se deteriorara según las leyes normales de la naturaleza caída… Pero sabemos que esto no sucedió. Se produjo la separación entre el cuerpo y el alma, lo que constituyó su muerte, pero ambos permanecieron unidos a la divinidad, por la gracia de unión, y no hubo destrucción.

A causa de este Mediador, y por la oblación perfecta que Él hizo, el Padre nos colma de bendiciones y de todas las gracias que Jesús tiene en sí

De este modo, la consumación del sacrificio redentor habría tenido lugar en el momento de la Resurrección, porque entonces desapareció del cuerpo de Cristo todo lo que era padeciente y mortal; le dejó a la tierra lo que le pertenecía, para asumir la gloria, que es del Cielo, en conformidad con su alma, que ya se encontraba en la visión beatífica desde el primer instante de la Encarnación. Jesús había negado esa gloria a su cuerpo para poder sufrir el suplico de la cruz.

Habiendo resucitado, subió al Cielo y nos abrió las puertas de la bienaventuranza eterna. Sentado ahora a la derecha del Padre, continúa, como Sacerdote Supremo, intercediendo por los hombres y presentando nuestros sacrificios y oraciones.

A causa de este Mediador, y por la oblación perfecta que Él hizo, el Padre nos colma de bendiciones y nos distribuye todas las gracias que Jesús tiene en sí mismo como tesoro.

Dios no puede querer nuestro mal; al contrario, ¡sólo desea nuestro bien! Por lo tanto, basta con que no pongamos obstáculos y ¡Él nos llevará a la más alta perfección! ◊

Fragmentos de exposiciones orales
pronunciadas entre 1992 y 2010.

 

Notas


1 Pío XI. Ad catholici sacerdotii, n.º 8.

2 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. III, q. 22, a. 1.

3 Cf. Idem, q. 26, a. 2.

4 Cf. Idem, I-II, q. 103, a. 3.

5 Sobre este punto, así se expresa Alastruey: «María, con su libre consentimiento, cooperó a la institución o consagración sacerdotal de Cristo […]. Ella, por tanto, dio el sujeto de la consagración concebido de sí misma, y ofreció el lugar o templo donde había de hacerse, su seno virginal, como santuario, consagrado especialmente para esto. Grimal, a este respecto, dice: “La Encarnación no es más que la inefable ordenación de Jesús”» (Alastruey, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1956, p. 612).

6 En este sentido, afirma el dominico Merkelbach: «Superando la maternidad divina a la misma gracia santificante y a la gloria, supera necesariamente a las otras gracias, esto es, a las gracias gratis dadas, y a las demás dignidades; en particular, al mismo sacerdocio» (Merkelbach, OP, Benito Enrique. Mariología. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1954, p. 107).

7 «María tuvo una participación propia y exclusiva de Ella en el sacrificio de la cruz, cual convenía a la Madre de Dios […]; y, por tanto, no puede negársele una participación tal del poder sacerdotal que la coloque bajo el supremo sacerdocio de Cristo y sobre el sacerdocio ministerial y jerárquico» (Alastruey, op. cit., p. 617).

 

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