¡El Reino de los Cielos está cerca!

Cuando hablamos de conversión, es frecuente que nos vengan a la mente personajes antiguos como Pablo de Tarso, Magdalena y Agustín, todos ellos santos y convertidos tras incursiones en el abismo del pecado. En cuanto a la naturaleza de la conversión, ya se ha dicho mucho acerca del vocablo metanoia, que significa cambio de mentalidad.

Sin embargo, sería una miopía intelectual circunscribir la conversión a esos casos individuales y temporales, así como a una superficial «reforma mental», prometida al por mayor por charlatanes de ayer y de hoy. La conversión es la propia esencia de la misión de Nuestro Señor Jesucristo, quien se denominó a sí mismo «camino» (Jn 14, 6) hacia el Padre.

La Sagrada Escritura prodiga metáforas para ilustrar la conversión: es una transición de las tinieblas a la luz (cf. Hch 26, 18), de la vida según la carne a la vida según el espíritu (cf. Gál 6, 8), un segundo nacimiento (cf. Jn 3, 6), el paso de un estado de muerte hacia la vida (cf. Jn 5, 21-29). Se trata, en definitiva, de despojarse del «hombre viejo» para revestirse del nuevo (cf. Col 3, 9-10).

La conversión forma parte de la misión de la Iglesia de evangelizar no sólo a individuos, sino también a grandes grupos de personas. Ya en el Antiguo Testamento, Jonás convierte con su predicación a la importante ciudad de Nínive (cf. Jn 3, 4-10). Y en los primeros tiempos de la Iglesia Apostólica, el número de conversos ascendía a cinco mil, contando únicamente los hombres (cf. Hch 4, 4).

Más tarde, miles de súbditos se convirtieron tras el bautismo del rey Clodoveo en la Navidad del 496. Cien años después, el papa San Gregorio Magno enviaba a la entonces inexpugnable Britania —César ya había intentado someterla con seis mil soldados…— cuarenta monjes bajo la égida de San Agustín de Canterbury; a poco el monarca Etelberto se convirtió y luego todo el reino. Lo que había sido imposible para seis legiones romanas se hizo realidad con la denominada «misión gregoriana»…

Podemos mencionar también el gran peso que tuvo Carlomagno en la conversión de los pueblos eslavos, empezando por Moravia; y citar la conversión de albigenses por Santo Domingo, de calvinistas por San Francisco de Sales, de luteranos por San Pedro Canisio, de miles de hindúes por San Francisco Javier, de innumerables indios… por la propia Virgen, bajo la advocación de Guadalupe. Recordemos igualmente el caso de Ruanda, que tras la Primera Guerra Mundial pasó de quince mil católicos a quinientos cincuenta mil en tan sólo veinticinco años, gracias al apostolado de los misioneros de África, los llamados «Padres Blancos».

Además, está claro que los llamamientos de Nuestra Señora en Fátima apuntan a una conversión universal. Pero ¿cuándo sucederá esto? Debemos desear con toda nuestra alma que sea hoy. En efecto, San Agustín afirmaría una vez, refiriéndose al momento de la conversión: Si aliquando, cur non modo? —Si algún día, ¿por qué no ahora?

De hecho, tanto Juan el Bautista como el propio Cristo, tras convocar la citada metanoia, concluían: «Está cerca el Reino de los Cielos» (Mt 3, 2; 4, 17). Y con similares palabras Jesús convocaba a los Apóstoles a que se dirigieran a las ovejas descarriadas de la casa de Israel (cf. Mt 10, 6-7). Ahora bien, si hoy la grey está cada vez más apartada del camino, es más actual que nunca proclamar a los cuatro vientos: «¡El Reino de los Cielos está cerca!». ◊

 

Predicación de Jesús y conversión de Santa María Magdalena – Iglesia de la Magdalena, Angers (Francia)

 

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