Cuando María y José llegaron al Templo, se encontraron con el sacerdote Simeón que, «impulsado por el Espíritu Santo», hacia allí se había dirigido.
La Virgen le entregó a su Hijo, el cual mostró muchísima simpatía por él. Era indescriptible la alegría del venerable anciano al tener en sus brazos al propio Dios. El Niño Jesús tuvo para con él gestos de enorme afectuosidad; mirándolo, le sonrió y con sus manitas le acarició su barba, dejándolo muy conmovido.
La fidelidad de Simeón había alcanzado su extremo y por ello fue premiada con superabundante consolación. La confianza había sido el arma que le obtuvo la victoria contra toda apariencia de fracaso, y le llevó a encontrarse con la Sagrada Familia en el pináculo de la prueba en que se hallaba.