Hay una peculiar parábola, ciertamente conocida por algunos de nuestros lectores, que dilucida el momento presente para los católicos que desean verdaderamente abrazar el camino del bien.
Cierta vez, un joven paseaba encima de un muro. En el lado derecho se encontraban Dios y sus hijos; en el izquierdo, Satanás y sus secuaces. El muchacho, educado en un hogar católico, vacilaba entre seguir el partido del Señor o el del demonio y sus atracciones, es decir, el mundo y la carne.
Más tarde, aún indeciso, percibe una diferencia esencial entre los dos grupos. Mientras los amigos del Altísimo no dejaban de gritarle con insistencia: «¡Baja! ¡Ven aquí!», los adeptos del diablo permanecían callados. Entonces el joven le pregunta a Satanás: «¿Por qué los seguidores de Dios me llaman tanto, mientras tu banda no dice nada?». Para su sorpresa, el ángel maldito le contesta: «Porque el muro es mío». De hecho, no hay término medio: el muro ya tiene dueño…
Esta historia ilustra la eterna irreconciliabilidad entre la luz y las tinieblas (cf. 2 Cor 6, 14), entre los hijos de Dios y los siervos de Satanás, en fin, entre el linaje de la Virgen y la raza de la serpiente (cf. Gén 3, 15).
Tal inconformidad fue señalada por Jesús mediante metáforas sacadas del reino animal. Los hijos de la luz son como ovejas que siguen la voz del Buen Pastor (cf. Jn 10, 27). Éste las envía entre lobos (cf. Mt 10, 16), o sea, al otro lado del «muro», pero con la recomendación de que nunca se amolden: «Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno» (Mt 5, 37).
Ya en los comienzos del cristianismo, los discípulos de Jesús eran reconocidos por sus buenas acciones, en oposición a las costumbres depravadas de los paganos que los cercaban. Así da testimonio de ellos la Carta a Diogneto: «Viven en la carne, mas no según la carne. Habitan en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su modo de vivir superan estas leyes. […] En una palabra: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; y los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, mas no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, mas no son del mundo».
Regresemos al ejemplo inicial. Como en la metáfora ignaciana de los Ejercicios Espirituales, en un lado se encuentran los seguidores de la bandera de Cristo; en el otro, los de Lucifer. El joven, desde lo alto del muro, piensa que está inmune a las embestidas de ambos. No obstante, en las fronteras arenosas es donde tienen lugar las guerras más sangrientas. Por eso, quien no ha seguido a ningún bando en esta vida será destinado a perseguir, por toda la eternidad, una bandera en blanco: la de quienes, negando los altos ideales de la fe, abrazaron el consenso del mundo. En ellos no estará el amor del Padre (cf.1 Jn 2, 15). ◊