El monje descuidado

Estando a solas con el agonizante, Dom Eustaquio se quedó asombrado al escuchar el relato de lo que había ocurrido poco antes. Incluso enfermo y sin fuerzas, fray Dositeo resplandecía de gozo como nunca.

Mientras los primeros rayos del sol asomaban discretamente, la campana del monasterio benedictino sonaba: ¡empezaba otro día de alabanza a Jesús! Poco a poco se iban abriendo las ventanas y puertas, para que el astro rey iluminara y calentara la morada religiosa.

La vida de los discípulos de San Benito siempre ha estado regida por las graves y sonoras campanadas. Éstas avisan el inicio y el final de las actividades; informan si es hora de trabajar o de rezar, de comer o de dormir. ¡Lo indican todo!

El grupo de monjes era numeroso. El abad era Dom Eustaquio; el campanero, fray Norberto; los cocineros se llamaban Teodoro, Sebastián y Esteban; los más jóvenes, Agustín y Mauricio. Para gloria de Dios, por mediación de la Virgen y el patrocinio del fundador, muchos más se hallaban bajo el mismo techo y se santificaban día a día en la observancia de la Regla. Sin embargo, no todos la cumplían eximiamente en cada punto…

Vivía allí también fray Dositeo, cuya personalidad lo diferenciaba del resto. Era bastante torpe y llegaba tarde a todos los actos comunitarios. ¡No había día que no pasara esto! Y cuando lograba presentarse a tiempo, no estaba preparado para el oficio del momento: aparecía con el libro de oraciones para cultivar la tierra, con el azadón para el canto del oficio, con el rosario a la hora de la comida; iba a la iglesia cuando tenía que estar en la cama y se marchaba a su celda durante la recreación.

Los monjes, sumamente bondadosos, trataban de ayudarle. No era difícil encontrar a alguno de ellos llevando a fray Dositeo al lugar correcto, en la hora exacta y con el objeto adecuado. Pero la cooperación y los consejos fraternos no conseguían el resultado esperado.

Muy confundido, fray Dositeo llegaba atrasado a todos los actos de la comunidad…

El pobre distraído permaneció durante años en la misma torpeza. A esta humillación diaria, supo al menos responder con aceptación, manifestando una alegría jovial ininterrumpida. Intentaba seguir la rutina del conjunto y, a veces, lloraba implorándole al Cielo un cambio de conducta. No obstante, los defectos prevalecían.

Por muy virtuosos que fueran sus hermanos de hábito, acabó aflorando cierta impaciencia. Y en ocasiones se escuchaban conversaciones como esta:

—Fray Dositeo no tiene arreglo. Hace años que lleva vida monástica y hasta hoy no es capaz de cumplir la santa Regla.

—No hable así, fray Sebastián —salía en su defensa fray Norberto—. Siempre lo veo corriendo para no llegar atrasado; aunque cada vez le ocurre algo desastroso: porta consigo lo que no debe, se pierde en el camino, entra en el sitio equivocado, se cae al suelo tropezándose con sus propios pies… ¡Pobrecillo!

Fray Julián, el más mayor, excusaba a su hermano de vocación:

—¡Cuánta pena siento por él! Sin duda, es muy torpe, pero, por otra parte, posee una alegría inquebrantable. Cualquiera de nosotros se habría desanimado, y él sigue contento. La disposición de este hombre no se altera nunca. Mi opinión es que fray Dositeo es un santo.

—Fray Julián, le pido que me disculpe, pero no estoy de acuerdo con eso. Reconozco que persevera en una satisfacción viva y comunicativa; sin embargo, es sabido que la santificación de un religioso consiste en el cumplimiento de la Regla. Si la rompe tanto con sus tardanzas, no debe ser tan santo como usted afirma…

Estas últimas palabras de fray Esteban generaron polémica. El abad, al escuchar el «alboroto», se dirigió hacia los religiosos. Su presencia paternal, pero seria, hizo callar a todos. Entonces, rompiendo el silencio, les pregunta:

—Hijos míos, ¿de qué hablabais?

Cada uno fue exponiendo su punto de vista. Dando ejemplo de equilibrio, Dom Eustaquio oía y prestaba minuciosa atención. Finalmente, acabado el «informe», les dijo:

—Habría que entender cuál es el plan del Señor con respecto a fray Dositeo. De hecho, sus atrasos y distracciones son alarmantes y ya no sabemos qué hacer para ayudarlo. Si bien que en todo lo demás es eximio: tiene una sumisión filial al superior, una sincera admiración por cada hermano, una vida espiritual excelentemente llevada. ¿Se han fijado en él cuando está rezando? Tiene una devoción fuera de lo común. Me emociono viéndolo en oración. Y me entristece mucho que sea conocido como el «monje descuidado».

Pasaron los años. Llegó un crudo invierno y fray Dositeo cayó gravemente enfermo. Su edad era avanzada y todo indicaba que sus días en esta tierra pronto llegarían a su fin.

En esa coyuntura dialogaban entre sí los monjes Agustín y Mauricio —que ya no eran los más jóvenes del monasterio— sobre el destino del enfermo.

—Fray Mauricio, estoy muy preocupado por la salvación de fray Dositeo. Siempre llegaba tarde y nunca se corrigió de ese defecto. ¿Cómo podrá ir al Cielo sin haber sido capaz de cumplir con perfección la Regla?

—Pienso lo mismo, fray Agustín. No creo que se condene, pero, por lo que se aprecia, pasará un tiempo considerable en el purgatorio. Su caso me viene a menudo a la mente y he ofrecido sacrificios y oraciones por él.

—¿Qué pensará Dom Eustaquio al respecto? ¿Se lo preguntamos?

—Me parece bien. Vamos a buscarlo.

Ambos le expusieron sus inquietudes y le pidieron al abad su opinión.

—También estaba yo meditando sobre fray Dositeo. Posee muchas cualidades, pero no ha alcanzado la perfección. Como padre espiritual, debo prepararlo para el encuentro con el divino Juez. Mire, hagan lo siguiente: congreguen a toda la comunidad para rezar por su partida.

Mientras tanto, el superior fue a encontrarse con el «monje descuidado».

«¡Toc, toc, toc!», llamó a la puerta. El monje enfermero la abrió y los dejó a solas en la celda.

—¡Oh, padre mío! Sabía que pronto vendría —exclamó el moribundo con voz débil.

—¿Y eso, hijo?

«Tan pronto como mueras, te abriré las puertas del Paraíso»

El abad se quedó asombrado: incluso enfermo, sin fuerzas y cercano a la muerte, fray Dositeo resplandecía de gozo como nunca. ¿Qué habría pasado? El propio agonizante se lo aclara:

—Hace un rato vino hasta mí un ángel. En sus manos tenía una llave magnífica, sin igual sobre la tierra. Le pregunté de qué se trataba y me respondió: «Tan pronto como mueras, te abriré las puertas del Paraíso. Esta llave no está hecha con ningún metal precioso, sino con el amor a la humillación, la aceptación de la voluntad de Dios, la alegría por las correcciones fraternas y el deseo de perfección. He aquí las virtudes que te franquean el umbral del Cielo». Y me ordenó que le revelara a usted esta gracia enorme.

Dicho y hecho. En unas horas, todo el monasterio rodeaba a fray Dositeo y contemplaba su muerte serena y feliz. Habiendo vivido en el santo abandono a la voluntad de Dios, sin perder nunca el deseo de perfección a pesar de sus limitaciones, subía a la eternidad gloriosa. 

 

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados