Al despedirse de los discípulos en la Última Cena, Nuestro Señor les exterioriza auges del amor de su Sagrado Corazón, revelando cuánto quiere a cada uno no solamente como Dios y Redentor, sino también como amigo y hermano.
Evangelio del V Domingo de Pascua
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 1 «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. 2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. 3 Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. 4 Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». 5 Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». 6 Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. 7 Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». 8 Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». 9 Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. 12 En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 1-12).
I – El evangelista más íntimo de María
Al leer el Evangelio de San Juan hemos de considerar que el discípulo amado dejó registrados ahí no sólo los recuerdos de su convivencia con Jesús, sino también los de los años pasados en la intimidad con María, desde el momento en que la recibió como Madre, al pie de la cruz, y la acogió en su casa (cf. Jn 19, 27), hasta el día de su marcha al Cielo.
Esa singular cercanía con la Santísima Virgen, de la cual no disfrutó ningún otro apóstol, le facilitó a San Juan numerosas conversaciones con la Reina de los ángeles y de los hombres, la Teóloga por excelencia, dotada de ciencia infusa y de un altísimo conocimiento de su divino Hijo. De modo que, además de recordar perfectamente las escenas que presenció, así como las palabras pronunciadas por Nuestro Señor, este evangelista penetró en el sentido más profundo de los episodios narrados gracias a las enseñanzas extraídas de María.
Ningún otro apóstol disfrutó de numerosas conversaciones con María Santísima, la Teóloga por excelencia
Al haber escrito su testimonio en un período marcado por la polémica con los gnósticos, que contestaban la divinidad de Cristo, San Juan se empeñó en demostrar la unión existente entre la naturaleza divina y la humana de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, evocando hechos y afirmaciones de Jesús propios a evidenciar esta verdad teológica. El fragmento seleccionado para la liturgia del quinto domingo de Pascua contiene revelaciones tan elevadas al respecto que jamás la inteligencia humana, ni la angélica, las alcanzaría por su mero esfuerzo.
II – Una sublime manifestación de afecto por sus escogidos
En la Última Cena, después de que saliera el traidor, Nuestro Señor Jesucristo les anunció a los discípulos su inminente glorificación y los previno: «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros» (Jn 13, 33). Es de suponer que tal perspectiva provocara inquietudes en aquellos que lo acompañaban de cerca, oyéndolo diariamente y viéndolo realizar incontables prodigios: ¿cómo sería la vida sin Él, sin sus predicaciones y milagros?
Deseoso de tranquilizarlos, Jesús pasa a tejer bellísimas consideraciones, manifestando el insuperable afecto que, procedente de lo hondo de su Sagrado Corazón, se derramaba sobre aquellas almas escogidas.
La fe y la serenidad, virtudes relacionadas
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 1 «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí».
La sensación de inestabilidad, las aflicciones y las angustias que toman al ser humano muchas veces no dependen de la voluntad ni de las inclinaciones personales. Por lo tanto, nadie posee absoluto control sobre su propio corazón hasta el punto de impedir que se perturbe. Entonces, ¿cómo se entiende esa amonestación del Señor?
La respuesta se encuentra en la frase siguiente, que indica una estrecha correlación entre la virtud de la fe y la serenidad de espíritu. Santa Teresa de Jesús lo recuerda en uno de sus famosos poemas: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta».1 En efecto, si viviéramos en esa perspectiva, compenetrados de que todo está en las manos del Señor y nada sucede contra su voluntad o permiso, jamás la inseguridad invadiría nuestro corazón, robándonos la paz.
«Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa… Quien a Dios tiene nada le falta»
Consideremos, además, que Jesús, en cuanto Dios, ama a sus discípulos con amor infinito, lo cual hace que su empeño por la salvación de todos sea mucho mayor que el deseo de cada cual de alcanzar el Cielo; y en cuanto hombre su afecto por ellos se muestra en extremo superior al de la más cariñosa madre con relación a su hijo único. Dotado de perfectísimo instinto de sociabilidad, el Redentor está dispuesto a ayudar a sus dilectos y a colmarlos de privilegios. Por eso les pide: «Creed también en mí».
Un arco gótico de amor
2 «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. 3 Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros».
Muy lógico y atento a su objetivo doctrinario, el evangelista anota esas palabras con la intención de resaltar el circuito de amor existente en el Sagrado Corazón de Jesús: el amor divino, que creó a los Apóstoles y en ellos infunde el bien, y el amor humano, por el cual se deleita con ese mismo bien presente en cada uno. Así, hay en Cristo un como que arco gótico de amores intensísimos por esos que son criaturas, hijos y hermanos suyos.
Al instruirlos, Nuestro Señor quiere exteriorizar su bienquerencia: siendo la segunda Persona de la Santísima Trinidad, desde toda la eternidad reservó una morada para cada uno; ahora, habiéndose encarnado, desea ir a la casa del Padre para sublimar esas mansiones y conducirlos hasta allí. Aunque la Iglesia no haya declarado nada oficialmente sobre la Jerusalén celestial como un sitio concreto y determinado,2 podemos conjeturar que los lugares a los que el divino Maestro se refiere no son solamente un símbolo de un estado de alma, sino tronos específicos, intransferibles y proporcionales a la vocación de los santos que, tras la resurrección, allí vivirán en cuerpo glorioso para siempre.
Cuán bello es pensar que el Altísimo haya edificado la ciudad cuya «lámpara es el Cordero» (Ap 21, 23) de forma que el Redentor pueda aumentar nuevas maravillas, para que éste, al recibir a los elegidos, pueda decirles: «Hijo mío, hermano mío, discípulo mío, en nombre de la amistad establecida entre nosotros cuando convivimos en la tierra, te obtuve más gracias y méritos para ti y perfeccioné tu lugar aquí. Este es el palacio que te ofrezco, en señal de mi consideración y estima». Si nosotros, concebidos en el pecado original, nos preocupamos en acoger bien a nuestros semejantes, proporcionándoles consuelo y satisfacción, ¡cuánto más no hará el Hombre Dios, capaz de extremos de bondad inimaginables!
Remedio y vida para el cuerpo y para el alma
4 «Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». 5 Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». 6 Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Pensando que Nuestro Señor aludía a algún lugar geográfico, Santo Tomás le plantea esa cuestión algo ingenua, propia a su carácter positivo y expansivo. A él le gustaban las explicaciones muy puntuales y no dudó en exponer su duda, dándole al divino Maestro la oportunidad de explicar uno de los más completos conceptos con respecto a sí mismo. Tal es la sustancia teológica contenida en su respuesta que, para analizarla a fondo, se extrapolarían en mucho los límites de este artículo. Detengámonos, por tanto, tan sólo en una de las definiciones contenidas en el versículo 6: «Yo soy la vida».
De hecho, empezando por el plano natural, Jesús es «la vida» al conceder la salud del cuerpo a quien en Él busca remedio para sus males. Hay en los Evangelios numerosos pasajes que muestran la humanidad sacratísima del Redentor como vehículo para transmitir vigor físico a los enfermos, como sintetiza San Lucas: «Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19). Es lo que le sucedió, por ejemplo, al sordomudo liberado de sus deficiencias cuando Jesús le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua (cf. Mc 7, 32-35) y a los ciegos de Jericó, que recobraron la vista después de que Él les pusiera sus sagradas manos en los ojos (cf. Mt 20, 29-34).
Nuestro Señor llena a las almas de gracias y dones, las aleja de la muerte eterna y las hace revivir si sucumbieran por el pecado
Además, el divino Médico se presenta como vida al despertar a los fallecidos. Con una orden, resucitó al hijo de la viuda de Naím y «se lo entregó a su madre» (Lc 7, 15). De manera similar procedió con la hija de Jairo, cogiendo la mano de la niña y ordenándole que se levantara (cf. Mc 5, 35-43), y también con Lázaro, a quien llamó para que saliera del sepulcro tras cuatro días muerto (cf. Jn 11, 1-44).
Mucho más exuberante, sin embargo, es la vida sobrenatural concedida por el Señor a las almas: las llena de gracias y dones, las aleja de la muerte eterna y las hace revivir si sucumbieran por el pecado. Así actuaba el Buen Jesús con todos los que lo buscaban arrepentidos, como la pecadora que le lavó los pies en casa de Simón: «Han quedado perdonados tus pecados. […] Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7, 48.50). Estas palabras significan: «La gracia, mi vida divina, entró en ti».
Digno de nota es lo que le sucedió a San Pedro después de haber negado tres veces al divino Maestro. Cuando el gallo cantó, la mirada de Jesús posó sobre este apóstol (cf. Lc 22, 61), restituyéndole la vida sobrenatural —que ciertamente lo había abandonado— con un vigor muy superior al que la animaba antes del pecado.
Una afirmación misteriosa
7 «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
El núcleo de esta declaración del Señor está en el verbo «conocer». A primera vista, da la impresión de que son dos frases paradójicas, pues hace una afirmación condicional —«Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre»— y, a continuación, la presenta como hecho consumado: «Ahora ya lo conocéis».
Un análisis superficial de ese versículo nos llevaría a juzgar que Jesús se refiere al aspecto más elemental de la doctrina sobre la Santísima Trinidad: tres Personas distintas, pero idénticas, en un solo Dios. De ahí se concluiría con facilidad que quien ve a Nuestro Señor Jesucristo ve cómo sería el Padre o el Espíritu Santo, si se encarnaran.
No obstante, los Apóstoles percibieron que había un sentido más profundo en esas palabras. Ávido por penetrar en ese misterio, San Felipe se adelanta a los demás.
Una petición nacida de la admiración
8 Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». 9 Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”?»:
Para algunos autores, con esa súplica San Felipe quería mover al divino Maestro a obrar un milagro por el cual el Padre se les manifestara de forma grandiosa, tal vez como le ocurrió a Moisés en el monte Sinaí (cf. Éx 19, 16-24). Pero si se analiza la reacción del apóstol desde otro prisma podremos interpretarla de manera diferente.
Ese «conocer al Padre» implica tener fe, amar y casi diríamos «sentir» quién es el Hijo
Quien progresa en la vida espiritual, subiendo paso a paso peldaños de perfección cada vez más excelentes, en determinado momento ansía ver a Dios cara a cara, hasta el punto de subestimar todas las cosas, hasta la propia muerte, a fin de llegar a la plena unión con Él.
Ese fenómeno es el que le pasa a Felipe. Alcanzó un auge de admiración, arrobo y afecto por Nuestro Señor Jesucristo y, por eso, piensa: «Si el Hijo es así, ¿qué no será el Padre? ¡Señor, muestra al Padre et cætera tolle – y quítame lo demás!».
Las primeras palabras de la respuesta de Jesús dejan claro que ese «conocer al Padre» implica tener fe, amar y casi diríamos «sentir» quién es el Hijo, pues Él llama la atención de Felipe justamente hacia la convivencia con la que los había beneficiado durante tres años y no hacia una enseñanza o principio abstracto.
“Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí”
10 «¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras. 11a Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí».
Al emplear el verbo «creer», Nuestro Señor evidencia que se trata de una verdad que exige el concurso de la fe, pues la inteligencia es incapaz de asimilarla. Y, a continuación, revela el significado más profundo de sus palabras: quien ve al Hijo ve al Padre, porque uno permanece en el otro.
Con respecto a las relaciones íntimas de la Santísima Trinidad, la teología nos explica que desde toda la eternidad el Padre se conoce a sí mismo por entero, engendrando otra Persona, el Hijo. Éste, denominado también como Verbo, es la expresión perfecta del Padre, sin añadidura ni disminución. Viéndose uno al otro y amándose mutuamente, de Ellos procede una tercera Persona, idéntica a ambos: el Espíritu Santo. Por lo tanto, el Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo por conocimiento y, sobre todo, por amor.
Con la Encarnación del Verbo, se añade un factor más en la permanencia de uno en el otro: la obediencia. Al asumir la naturaleza humana, el Hijo se hizo obediente al Padre (cf. Flp 2, 8), y en ese sentido debemos entender lo que Jesús declara sobre las palabras que salen de sus labios sagrados: Él no las dice por sí mismo como hombre, sino que es el Padre el que en Él vive y actúa por la obediencia.
11b «Si no, creed a las obras. 12 En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».
Cabe observar que Nuestro Señor menciona las obras como un elemento secundario propio a convencer a aquellos que, por falta de admiración, dudan de su divinidad. Así como el que se rompió un pie necesita de apoyo para caminar, a los que no quieren volar en los panoramas de la fe Él les ofrece la «muleta» llamada razón: «Mira mis obras. ¿Puede un hombre común andar sobre las aguas, multiplicar panes y peces, resucitar muertos? ¡Apóyate al menos en esa muleta y avanza!».
A los que no quieren volar en los panoramas de la fe Él les ofrece la «muleta» llamada razón
La promesa contenida en el versículo final abarca a todos los miembros de la Iglesia, fundada por Él en la tierra antes de ir «al Padre». Estos harán obras «aún mayores» siempre que tengan fe en él. Así, si alguien se juzga incapaz de realizar una obra apostólica, no se pregunte si posee habilidades naturales o experiencia, sino si cree en la omnipotencia de Nuestro Señor. De nada valdrán todos los esfuerzos si no hay esa fe, conforme Él mismo enseñó: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
III – Por la fe en el amor que recibimos, realizaremos maravillas
El Evangelio de este quinto domingo de Pascua nos convoca a la confianza inquebrantable en el amor de Jesús por nosotros, capaz de establecer el orden y la tranquilidad en nuestro corazón, disipando todas las angustias.
Si nuestra fe en Él es robusta, nuestra inteligencia se dilatará, nuestro amor se fortalecerá y viviremos en la obediencia a Dios y en la disposición de servirlo hasta el holocausto. Si tenemos, sobre todo, el alma inundada de admiración, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se harán presentes en nosotros y entonces podremos decir como San Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20).
Quiso la Providencia reservar gracias especiales e inéditas para este período de la Historia en la cual hemos nacido. A pesar de nuestras flaquezas e insuficiencias, Dios nos utilizará como instrumentos para realizar sus maravillas, y debemos compenetrarnos de eso. Si nos atemoriza la idea de ser pocos, ante el mundo entero que le da la espalda, recordemos que la eficacia de nuestra acción no es una cuestión de número, sino de convicción en el poder del Padre. Así procedió Nuestra Señora al pronunciar las palabras que dieron un nuevo rumbo a la humanidad: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Quiso la Providencia reservar gracias especiales e inéditas para este período de la Historia en el cual hemos nacido
Creamos en el inminente triunfo de María Santísima, la «puerta abierta que nadie puede cerrar» (Ap 3, 8), la cual dará acceso a la era histórica en que todas las naciones reconocerán a Nuestro Señor Jesucristo como el camino, la verdad y la vida.◊