Una piadosa y atenta lectura de los Hechos de los Apóstoles nos lleva a saborear y al mismo tiempo revivir el ambiente de gracias primaverales que envolvía, cual manto protector, a la Iglesia que nacía, frágil como tierna niña, contingente y temerosa en todo, pero portadora de una promesa: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 18).
Antes incluso de que enviara al Espíritu Consolador a los temerosos discípulos, Cristo, nuestro Señor —considerando, ciertamente, los indescriptibles afectos maternos que lo acariciaron, alimentaron y envolvieron en atenciones cuando se hizo carne y habitó entre nosotros— entregó la Iglesia a la protección y a las enseñanzas de María, su Madre. Así como supo amparar tan excelentemente la frágil naturaleza de su Hijo recién nacido, así también sustentaría su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1, 24), entonces débil e indefensa como el Niño Dios en la gruta de Belén.
Madre y Maestra
El Espíritu Santo fue muy sucinto al registrar, a través de la pluma de los evangelistas, la crucial misión de la Santísima Virgen en la Iglesia naciente. Sólo sabemos que, después de la Ascensión del Señor, permaneció en oración con los Apóstoles y discípulos (cf. Hch 1, 14), quizá orientándolos y preparándolos para el día en que Jesús enviaría el Espíritu prometido y colmaría a su Esposa mística de un nuevo vigor. «Ya antes de Pentecostés, aquellos hombres y mujeres tan débiles empezaban a sentirse transformados por la acción de la gracia y casi arrebatados por el amor de María».1
Nuestra Señora consumó el curso de su peregrinación terrena, en una elevación incesante de caridad, inundada por la acción inescrutable del Espíritu Santo
Aunque las obras de Nuestra Señora junto a los discípulos después de esos acontecimientos no hayan sido registradas, somos llevados a creer que seguía conservando en su corazón todos los hechos que ocurrían en el Cuerpo Místico de Cristo (cf. Lc 2, 19) y seguramente acompañaba su crecimiento, recogida tal vez en Jerusalén o Éfeso, sumergida en la contemplación de los misterios que rodearon la vida de Jesús y de los que envolverían el porvenir de su Iglesia.
En esta sublime atmósfera, María consumó el curso de su peregrinación terrena, en una elevación incesante de caridad, inundada por la acción inescrutable de su divino Esposo.
Muerte suave como el sueño
La Iglesia no se ha atrevido a pronunciarse de manera definitiva sobre el episodio que precedió a la Asunción de María al Cielo. ¿Habría pasado, realmente, por la muerte o habría sido elevada de inmediato a la gloria, en cuerpo y alma? La opinión común de los fieles, según expresión de Pío XII, no encontró «dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo que su Unigénito. Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo divino».2
«El amor no pasa nunca» (1 Cor 13, 8), afirma San Pablo, y con qué razón esta verdad explica, en el sentir de los teólogos, el motivo del tránsito beatísimo de María, en el que el amor fue exclusivamente la causa de su partida de este mundo. Entregó su alma a Dios de una manera tan serena que quedó consagrada en la piedad popular la expresión dormición para designarlo.
«La muerte de María ha sido semejante a la de Cristo, no solamente en cuanto la aceptó con obediencia humilde y amante, sino también en cuanto fue una muerte de amor; ya porque el deseo amoroso consumió sus fuerzas naturales, ya porque la violencia de un éxtasis de amor separó su alma de su cuerpo, ya porque María movió a Dios con su amor a que no la conservara por más tiempo en su vida terrena. De esta suerte la muerte de María vino a ser como un holocausto de amor, por el cual el sacrificio, ofrendado junto a la cruz entre torturas extremas, se cumplió exteriormente bajo la forma dulce y amable de un sueño de amor».3
Mientras ese sol llamado María se recogía en la tierra, al mismo tiempo renacía en la gloria nimbado de un brillo incomparable
¿Quién puede describir ese augusto momento, quizá el más sublime después de los misterios de la Pasión y Resurrección del Señor? ¿Qué anhelos de unión definitiva con la Santísima Trinidad no habrán colmado el alma santísima de la Virgen y conquistado de Dios su paso del tiempo a la eternidad? ¿Qué legiones de ángeles y bienaventurados no se arrodillarían junto a su lecho para contemplar aquella consumación de amor?
San Juan Damasceno, en un arrobo de devoción, puso en los labios de nuestros primeros padres estas palabras de gratitud ante el sueño postrero de María:
«Bienaventurada tú, oh hija, que nos has liberado del castigo de nuestra transgresión. Tú, que recibiste de nosotros un cuerpo mortal, nos has proporcionado una vestidura de inmortalidad. […] Nosotros cerramos el paraíso, tú abriste el camino hacia el árbol de la vida. Por obra nuestra se produjo el pasar de la felicidad a la desventura; por medio de ti, en cambio, hemos pasado del infortunio a la dicha. ¿De qué modo podrás experimentar la muerte, tú que eres inmaculada? Para ti, que eres camino hacia la vida y escalera del Cielo, la muerte será como un navío que te conducirá a la inmortalidad. Tú en verdad eres bienaventurada y has de ser proclamada dichosísima».4
Vencedora, con Cristo, de la muerte y del infierno
Ninguna imaginación en esta tierra será capaz de componer el encuentro de la santísima alma de María con su divino Hijo. Sin embargo, nos resta meditar, contemplar y revivir, junto con los testigos, lo que sucedió después del dulce tránsito de María. Una gloria aún mayor le había reservado la Trinidad Beatísima: la resurrección anticipada y su asunción en cuerpo y alma al Cielo.
Acertadamente comenta el P. Scheeben: «La resurrección de Cristo, signo de su victoria sobre la muerte, es considerada como la apoteosis de su triunfo sobre el infierno. Aplicado este razonamiento a María, es manifiesto que habiendo vencido totalmente al pecado por su inmunidad de toda concupiscencia y por su concepción virginal, debe igualmente vencer en su cuerpo, como Cristo, al reino de la muerte y del infierno por su resurrección anticipada».5
Pensemos en dos excelentes pintores, muy aficionados a los paisajes, que se ponen manos a la obra para captar en sus lienzos el recorrido del sol. Uno de ellos, habiendo elegido una agradable tarde de otoño, registra un insólito crepúsculo, que jamás se repetirá en el infinito caleidoscopio de los atardeceres. El otro —simultáneamente, pero situado en una posición geográfica muy distinta— contempla el sol naciente e, inspirado en el magnífico séquito de rayos y luminosidades que preceden al astro rey, compone una escena aún más hermosa.
Si al primer cuadro le pusiéramos el título de Dormición, el segundo llevaría sin duda el epíteto de Asunción, pues bien simbolizan la muerte, resurrección y subida al Cielo de la Virgen. Mientras ese sol llamado María se retiraba de la tierra, al mismo tiempo renacía en la gloria nimbado de un brillo incomparable. Con razón «los doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos».6
Una piedad milenaria
La creencia en la Asunción de María data de los primeros siglos. Aunque en los primitivos documentos de la Tradición no consta mención alguna a este privilegio mariano, ya en las últimas décadas del siglo v se celebraba en Jerusalén, el 15 de agosto, la fiesta del Katisma o «reposo de la Virgen». Este hecho, así como la difusión de la literatura cristiana sobre la Asunción de María, es una señal de que dicha verdad se remonta ciertamente a las enseñanzas de los Apóstoles y que se refugió en la creencia popular mientras las energías de los pastores de la naciente Iglesia estaban más centradas en el combate a las herejías cristológicas.
La creencia en la Asunción data de los primeros siglos; poco a poco esta fiesta empezó a ser celebrada en la Iglesia con esplendor creciente
Poco a poco la Asunción, también denominada en tiempo del papa Sergio I como Fiesta de la Dormición, comenzó a celebrarse en casi toda la Iglesia, cada vez con más esplendor litúrgico, llegando a ser considerada como la principal conmemoración en honor de la Virgen María.7 Y para que la fiesta se revistiera de mayor solemnidad el papa San León IV prescribió su vigilia y su octava.8
A partir de entonces, la pujanza de las festividades que empezaron a adornar la celebración de la Asunción suplió la laguna histórica dejada por la ausencia de documentos que registraran el hecho. Con la multiplicación del formulario de la misa propia, la ley de la oración estableció la norma de la fe, y nadie se atrevió a dudar de la verdad que se celebraba, porque «en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la autoridad de la Iglesia, que, regida y gobernada por el Espíritu Santo, no puede proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas».9
Edificando sobre la roca
En el transcurso de los siglos se ha mantenido perenne la creencia en la Asunción de María y poco a poco las demandas de la piedad cristiana llegaron a la Sede Apostólica en forma de súplicas y votos para que esta milenaria fiesta de la Madre de Dios fuera incluida en el número de verdades reveladas, por medio de una definición dogmática. Además, no pocos Padres del Concilio Vaticano I, así como representantes de naciones o provincias eclesiásticas, cardenales del Sacro Colegio, numerosos obispos e incontables párrocos presentaron sus solicitudes en ese mismo sentido.
Con el crecimiento de las peticiones aumentaron también las profundizaciones teológicas sobre el tema, tanto en el ámbito privado como en las universidades eclesiásticas. «Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito de la fe confiado a la Iglesia estaba contenida también la Asunción de María Virgen al Cielo».10
Los hijos de la Virgen no han de temer al enemigo, siempre que mantengan los ojos puestos en Ella, cuya Asunción al Cielo ya es suya y nuestra victoria
Ya en el Antiguo Testamento, la profecía contenida en el Protoevangelio se refiere a la perfecta comunión entre Nuestra Señora y su divino Hijo, en su lucha victoriosa contra el infierno (cf. Gén 3, 15). Esa hostilidad exige, en María, la plena superación y exclusión de todos los males que cayeron sobre la humanidad a causa de la primera falta, pues la continuación de esas desgracias manifestaría el dominio del pecado sobre Ella.
«Entre los dichos del Nuevo Testamento [los teólogos] consideraron con particular interés las palabras “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres” (Lc, 1, 28), porque veían en el misterio de la Asunción un complemento de la plenitud de gracia concedida a la Bienaventurada Virgen y una bendición singular, en oposición a la maldición de Eva».11
Finalmente, a través de la encíclica Munificentissimus Deus, su santidad Pío XII atendió solemnemente en 1950 a las súplicas del pueblo cristiano. Dice así: «Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste».12
¡Una victoria irrevocable!
Con esta solemne definición quedó consignado en el depósito de nuestra fe el signo del triunfo de María, con Cristo, sobre el pecado y la muerte.
Una vez más la imagen de la mujer vestida de sol, mencionada en el Apocalipsis, destaca como símbolo de la Madre de Dios ya glorificada, en cuerpo y alma, inmune a las artimañas del gran dragón que, aplastado y humillado, «se llenó de ira contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17).
Sin embargo, ese resto de su descendencia no debe temer las embestidas del enemigo, siempre y cuando mantenga los ojos puestos en María, cuya Asunción al Cielo ya es suya y nuestra victoria. ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. II, p. 521.
2 PÍO XII. Munificentissimus Deus, n.º 14.
3 SCHEEBEN, Matías José; FECKES, Carlos. Madre y Esposa del Verbo. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1955, p. 191.
4 SAN JUAN DAMASCENO. Homilías cristológicas y marianas. Madrid: Ciudad Nueva, 1996, p. 181.
5 SCHEEBEN; FECKES, op. cit., p. 195.
6 PÍO XII, op. cit., n.º 27.
7 Cf. FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Dogmática. Curso fundamental de la fe católica. Madrid: BAC, 2009, p. 439.
8 Cf. PÍO XII, op. cit., n.º 19.
9 ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María. Teología y espiritualidad marianas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 206.
10 PÍO XII, op. cit., n.º 8.
11 Ídem, n.º 27.
12 Ídem, n.º 44.
Muy,muy hermoso!¡ GRACIAS PADRE 🙏🏻🙏🏻SALVE Maria ❤️ 💖
Que sublime fue la Asunción de la Sma. Virgen al cielo rodeada de Ángeles.
No podía ser de otra forma si ella es nuestra Reina del cielo y del universo.
Muy hermoso tema, Gracias 🙏🏻🙏🏻SALVE MARIA ❤️