Aquellos tejidos fascinaron a Rebeca. Empezó a imaginarse admirada por todos. Se quitó entonces su collar y se lo entregó a la vendedora sin pensar en la desgracia que estaba a punto de caer sobre ella.
Hace mucho, mucho tiempo, en un modesto pueblo de Baviera vivía una mujer llamada Assunta. Cuando su primera hija vino al mundo sintió, al mismo tiempo, una inmensa alegría y una enorme tristeza: la criatura había nacido ciega…
Muy afligida, se encomendó con gran piedad a la Santísima Virgen y el día del bautizo de Rebeca ocurrió el milagro: ¡la niña empezó a ver! En aquel momento también apareció colgado al cuello de la pequeña un límpido cristal. Todos comprendieron que era símbolo del prodigio que el Cielo había querido darle a la chiquilla como regalo.
Los años fueron pasando. Assunta se dedicaba al cultivo del campo para mantener a su familia, pero poco a poco su salud se fue debilitando. Entonces Rebeca aprendió a remendar, coser y bordar a la perfección, con el fin de poder colaborar en los gastos del hogar.
Cierto día, tuvo que ir a la ciudad para vender sus bordados y otras labores y su madre, muy enferma, no pudo acompañarla.
—Hija mía, ten cuidado —le dijo Assunta antes de salir—. Y recuerda: ante cualquier dificultad recurre a la Virgen. ¡Ella siempre estará a tu lado!
Bendiciéndola, la encomendó a una caravana de buenos aldeanos con quienes se marchó.
Al llegar a la ciudad, Rebeca advirtió la multitud de gente que había, yendo de un sitio a otro, le encantó y empezó a recorrer los distintos puestos del mercado. Tenían de todo: desde simples y sabrosos dulces hasta joyas caras. Al encontrarse con una señora mayor que vendía muchos tipos de tejidos, le preguntó de dónde venían y ella le respondió:
—Veo que estás muy interesada por ellos. ¿Cómo te llamas, niña?
—Rebeca.
—Oh, qué nombre más bonito… ¿Dónde está tu madre? Eres muy joven para andar por la ciudad sin compañía.
—Mi madre no ha venido, señora, estoy sola; pero ya soy muy responsable. Yo me he acercado para vender mis bordados. ¿Usted quiere verlos?
La mujer asintió con una sonrisa maliciosa y al contemplar las esmeradas labores de Rebeca le dijo:
—Uhm… Veo que tienes talento. Pero te puedes quedar con tu mercancía y vendérsela a otra persona. Te voy a hacer una propuesta diferente: elije dos de mis tejidos, no te cobraré nada, y a cambio me das tu collar.
Al ver que Rebeca se quedó un poco recelosa y pensativa, la mujer continuó:
—El cristal que llevas colgado al cuello no tiene gran valor; mis tejidos, sí. Con ellos podrás hacer bonitos vestidos para venderlos o incluso para que lo uses tú misma. No saldrás perjudicada en absoluto, al revés…
Fascinada por la propuesta, imaginándose reconocida y admirada por todos, Rebeca pensó:
—Es verdad. Para nada me veré perjudicada; por el contrario: me lucraré, y mucho. ¡Qué boba soy! ¿Para qué tanto aprecio por un trozo de vidrio?
No obstante, aún dudaba:
—Mamá siempre me recuerda que nací ciega y veo a causa de este collar; sin embargo, ¿realmente será así? Tal vez me lo diga para que tenga cuidado y no lo pierda… Pero ya he crecido y no lo necesito. Si lo vendo haré un buen negocio. ¡Adiós, cristal!
Con las manos temblorosas, la niña se quitó el collar del cuello y se lo entregó a aquella mujer. Cuando se iba alejando, satisfecha con los lindos tejidos que había escogido, sus ojos empezaron a arderle. Aunque no le dio importancia al hecho; ciertamente era fruto del cansancio del viaje…
Al día siguiente, al amanecer, Rebeca percibió que su vista estaba empañada y oscurecida. Se sentía como si estuviera dentro de una pesadilla y enseguida cayó en sí:
—¡Dios mío! ¡¡¡Estoy ciega!!! No es posible, ¡tengo que recuperar el cristal!
Con mucha dificultad logró encontrar el puesto de la vendedora de tejidos para entregarle las piezas que se había llevado y pedirle que le devolviera su collar. No obstante, con una carcajada burlona, la mujer le contestó:
—No acepto devoluciones, niña. Tu collar se lo vendí ayer a una condesa que estaba de paso. Si lo quieres de vuelta, ve tras ella, quizá la alcances.
Muy afligida y caminando con dificultad, a tientas, Rebeca fue en busca de quien tenía su precioso cristal. Después de enterarse qué caravanas habían visitado la ciudad el día anterior y localizar a la condesa, se apresuró a darle alcance por el camino que le habían indicado.
Su jornada fue penosa; estaba ya exhausta cuando encontró a unos mercaderes de especias. Al preguntarles por la caravana de la condesa le respondieron:
—Sí, conocemos a esa noble dama. Su castillo está a un día de camino. Pero ¿por qué la buscas?
Rebeca les contó todo lo que le había pasado y entonces el más viejo de ellos intervino:
—Ah, sé de qué collar estás hablando. La condesa se lo ha mandado de regalo a la princesa de Etiopía, en agradecimiento por su generosidad al permitirle el comercio de sus especias. El barco con destino a aquellas tierras zarpaba hoy. Mira, si quieres puedo llevarte hasta el puerto, no está muy lejos.
Cuando llegaron, encontraron mucha agitación y asombro: el barco que estaba buscando Rebeca había partido por la mañana temprano, pero naufragó cerca de la costa y ya estaba en el fondo del mar. La tripulación logró regresar a salvo en los botes salvavidas, aunque ¡todo lo demás se había perdido!
Dirigiéndose a Rebeca el comerciante le dijo:
—Niña, he hecho lo que he podido. Ahora te dejo aquí, pues tengo que avisar a la condesa de lo sucedido. Lamento haber podido ayudarte a recuperar el collar. Adiós.
Rebeca se quedó consternada. Nunca recuperaría el precioso cristal. ¡Siempre sería ciega! Deshecha en lágrimas, se arrodilló en la arena, que ya no veía.
Imploraba clemencia, suplicaba misericordia y pedía que la Virgen curara al menos la vanidad y la codicia que fueron la causa de su ceguera… Entonces una de las lágrimas se transformó, al caer sobre la arena, en un bellísimo cristal lila y Rebeca, oyendo un suave ruido, abrió los ojos. ¡Nuevamente podía ver!
* * *
También nosotros, querido lector, recibimos el día del Bautismo el cristal de la inocencia como regalo de inigualable valor. Si fascinados por los placeres del mundo, llegamos un día a perderla, nuestros ojos, como los de Rebeca, se cerrarán para Dios. Pero, aunque llegara a pasarnos esta desgracia, no desanimemos: la contrición sincera por nuestros pecados y el recurrir con confianza a la Santísima Virgen todo lo pueden restaurar. ◊