Cuando cerró la puerta, doña Jacinta lloró copiosamente. Allí iban los últimos granos de arroz, el único alimento de su casa y sustento de su familia… ¿Y ahora? ¿De dónde esperar socorro? Sofía, no obstante, ¡tenía la solución!

 

Doña Jacinta

Una mezcla de alboroto y alegría reinaba por toda la aldea. Cada lugareño quería que su casa estuviera en perfecto orden e impecablemente limpia ante la llegada de los predicadores; mientras tanto los niños se entretenían engalanando los árboles con tiras de colores. Así, año tras año, ese pueblecito perdido en medio de las montañas se revestía de júbilo, a fin de acoger con pompa la semana de las misiones en la que las procesiones en honor de la Santísima Virgen, las predicaciones y las Misas renovaban la piedad y la devoción de sus habitantes.

Observando desde la ventana todo aquel movimiento, doña Jacinta dejó escapar un profundo suspiro, lleno de añoranza y tristeza. No podía olvidarse de los buenos tiempos en que ella misma dirigía los preparativos de su calle… Pero ahora los años de luchas y trabajos habían desgastado bastante su salud, tanto que le era imposible siquiera salir de casa. Desde la muerte de su marido, víctima de una horrible epidemia, había estado trabajando sin tregua para conseguir no sólo su sustento, sino también el de su sobrina de 9 años, la pequeña Sofía, que había perdido igualmente a sus padres en aquellos fatídicos días. Era una chiquilla encantadora, cuyo corazón, acrisolado por el sufrimiento, se había vuelto generoso y resignado de cara a las dificultades más grandes. No obstante, éstas parecía que nunca se acababan…

Dejando a un lado sus nostálgicos recuerdos, doña Jacinta echó un vistazo por el interior de su vivienda: algunos muebles desgastados por el tiempo, dos o tres sartenes colgadas de la pared —empolvadas por falta de uso— una vieja mesa rodeada por banquitos desiguales y dos modestas camas. El único alimento que les quedaba para vivir era un poco de arroz, que probablemente acabaría en la cena de esa misma noche. «Bien —pensó consigo la pobre mujer—, ya no tenemos nada, a no ser la confianza en Dios y en su Madre Santísima…». En los momentos más difíciles de su vida, siempre rezaba y nunca había sido desamparada por la Providencia. Pero ahora se encontraba en una situación desesperada. ¿De dónde le vendría el auxilio? Estaba meditando estas cosas cuando la alegre Sofía interrumpe sus pensamientos:

—Querida tía, ¡buenas tardes! Te he traído un regalo para nuestro altarcito.

Y, mientras le ofrecía un ramillete de florecillas silvestres —un poco mustias por el calor—, le dio un fuerte abrazo. En ese momento, doña Jacinta concluyó: Dios no abandonaría a aquel corazón tan puro y generoso.

Entonces sonaron tres fuertes golpes en la puerta, que cortaron de nuevo el hilo de sus reflexiones… ¿quién estaría llamando? Fue a abrir y se encontró con un fraile de aspecto venerable:

—¡Buenas tardes, señora! Estamos recogiendo alimentos para los más necesitados. Distribuiremos cestas con las donaciones a la clausura de las misiones. ¿Podría contribuir usted con alguna cosa?

—Oh, no… perdóneme reverendo, pero nosotras también somos pobres y no tenemos nada para darle…

—¡¿Qué?! —interrumpió la niña—. ¡Mentir es pecado, tía! Claro que tenemos, ¿te has olvidado del paquete de arroz?

Y, sin que su tía tuviera tiempo de reaccionar al respecto, Sofía salió corriendo a cogerlo, aunque estaba casi vacío.

—¡Tome usted, padre! Es poco, pero créame: ¡es de todo corazón! —dijo la pequeña al hacer su sencilla ofrenda.

El fraile les dio la bendición, agradeció su generosidad y siguió su camino.

Pero doña Jacinta ya no pudo contener las lágrimas: ¡era demasiado para ella! ¿Y ahora? A los pobres les ayudaban los misioneros, pero a ellas ¿quién lo haría?

—No llores, tía; vamos a rezar el Rosario para pedirle a la Virgen que envíe un ángel para salvarnos.

No sin cierta amargura, doña Jacinta aceptó la propuesta. Se sentaron junto a una imagen de María y se pusieron en fervorosa oración.

Mientras esto sucedía en el hogar de la pobre Jacinta, en el extremo opuesto de la aldea tenía lugar una pintoresca escena…

Empacado, Paquito no se movía no se movía ni para delante ni para atrás…

—¡Anda tira, Paquito! ¡Venga, vamos, vamos!

En vano Lorenzo le gritaba a su borrico, obstinadamente empacado por el exceso de peso colocado en sus lomos. El pobre hombre había obtenido permiso de su patrón para ir a visitar a su familia al pueblo vecino y quería llevarse consigo un enorme cesto que le habían regalado, repleto de excelentes y variadas viandas.

Sin embargo, su Paquito no se movía ni para delante ni para atrás… Viendo que no había  más remedio que renunciar a la cesta para emprender su viaje, se acordó de la pequeña Sofía, a quien había visto antes cogiendo flores en el campo.

Así que tiró decididamente de las riendas y el desobediente borrico, que parecía haber adivinado sus buenas intenciones, cedió y se dirigieron a la casa de doña Jacinta.

De pronto, otros tres golpes en la puerta interrumpieron el rezo del Rosario en la casa de esa humilde señora.

—¡Es el ángel! —dijo Sofía en su inocente confianza.

Sorprendida, doña Jacinta fue a ver quién era; Sofía asomaba discretamente su cabecita de entre el delantal de su tía, por temor a mirar directamente al ángel… Aunque sólo vio a Lorenzo, quien en pocas palabras les explicó su deseo —casi necesidad— de entregarles el cesto que tanto le estaba entorpeciendo su viaje.

Tan pronto como el visitante puso la cesta sobre la mesa de la casa, doña Jacinta rompió a llorar copiosamente, y Sofía, saltando llena de alegría alrededor del burrito, le contó a Lorenzo todo lo que había pasado. Admirado, tanto por la fe de la pequeña como por el misterioso empaque de su jumento, también se puso a llorar al ver que había sido instrumento de Nuestra Señora, Protectora de los desamparados, para remediar tan triste situación.

Doña Jacinta y Sofía se despidieron muy agradecidas del buen Lorenzo

Mientras los últimos rayos de sol teñían de áureos resplandores las montañas de la aldea, doña Jacinta seguía con la mirada la marcha del buen Lorenzo montado en su borrico al mismo tiempo que mostraba su gratitud a María Santísima: «Te doy gracias, Madre mía, porque una vez más me has mostrado que Dios jamás desampara a quien a Él se abandona, aún en las peores circunstancias».

 

 

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