Douros dio un fuerte grito. Sin embargo, todavía no era el final de su historia, como pensaba… Hizo entonces un nuevo acto de entrega a Dios.

 

En las hermosas tierras francesas, cerca del río Sena, se oye entre las melodías de la naturaleza una conversación algo diferente:

—¡Ah, qué bien se está a la vera de este río! Sin tener que realizar ninguna actividad agotadora, sin que haya nada complicado que nos moleste; sombra fresca, brisa agradable… En fin, ¡una vida encantadora! —exclamó una rama de árbol caída en el suelo.

—¡Pero vaya vida mediocre con la que te conformas! ¿No has soñado nunca en convertirte en un cofre para guardar joyas o en un barril que contuviera un vino excelente? —le contestó un pedrusco poco común, presente en el río.

¿En qué mundo vives? ¿Acaso piensas que de nosotros podrá salir algo grandioso? ¡No te engañes! Debemos contentarnos con lo que somos. Yo, por ejemplo, caí de aquel árbol y ya estoy casi seca. De mí no saldrá nada extraordinario. ¿Y a ti qué futuro te espera? Ciertamente el curso fluvial te llevará hasta el mar.

Reflexionando consigo mismo, Douros percibió que no obtendría ningún fruto de aquella discusión. Dejó de conversar con la rama y miró al cielo e hizo una oración a Dios. En ella depositaba su existencia en las manos del Creador y le confiaba su más profundo deseo: quería ser útil en alguna misión sublime.

Inesperadamente, un hombre se acercó y lo sacó del agua

Tiempo después le ocurrió algo inesperado. Un hombre se acercó a la corriente y con una criba empezó a remover el agua. En un abrir y cerrar de ojos, Douros ya no se encontraba en el río, sino en el colador de aquel trabajador. Curiosamente, lo contempló con gran alegría y, a continuación, lo puso con mucho cuidado en la pequeña bolsa que llevaba consigo.

Mientras era trasladado hacia lo desconocido, una idea le vino a la mente de Douros: «No sé lo que está pasando, pero siento que Dios escuchará mi petición».

Cuando lo sacaron de la bolsa, vio brillantes armaduras, grandes lanzas, inquebrantables escudos… ¡y se quedó maravillado! Entonces comprendió que se encontraba en una herrería.

Además descubrió que era un metal precioso; o mejor, el más precioso de todos: el oro. Estaba allí para alcanzar su máximo esplendor, pero para eso tendría que dejarse modelar…

Al principio de su estancia, se sentía inundado de gozo y todo le parecía fabuloso. No obstante, al igual que la calma precede a la tempestad, también para Douros la tormenta estaba a punto de comenzar.

Cierto día, el herrero Teodoro —aquel que lo había cogido del río— se acercó con una pinza, sujetó con ella el metal y lo llevó a una fragua. «¡¿Voy a ser echado en medio de las llamas?!», gritó Douros, asustado. Sí, pero aún no era el final de la historia, como él pensaba. Hizo entonces un nuevo acto de entrega a Dios al ser colocado en el fuego.

Pasó un largo tiempo, durante el cual la temperatura sólo parecía que aumentaba. Douros sufría terriblemente y una prueba aumentaba en su interior: «¿Será que aquella rama tenía razón? ¿Estaré yendo demasiado lejos al soñar con cosas grandiosas?». Envuelto en esos pensamientos, miraba al mundo maravilloso que encontraba a su alrededor, fuera de las llamas, y la prueba resurgía con más fuerza: «¿Me habré equivocado? Aquella esperanza nacida en mi interior el día que me sacaron del Sena, ¿sólo fueron imaginaciones? La persona que me recogió, ¿sabe quién soy yo realmente? ¿Mi confianza en él ha sido inútil? Tal vez no soy oro, sino un material insignificante y, por no servir para nada, ahora estoy abrasándome en este fuego…».

Tras soportar con resignación aquellos duros golpes, notó que algo en sí empezaba a cambiar…

Sus lamentaciones hubieran continuado si Teodoro no fuera a su encuentro, retirándolo de la fragua. Douros se sorprendió, pues notó que estaba con otra coloración: literalmente del mismo color que el fuego, ¡incandescente! Se detuvo para prestar más atención y se dio cuenta de que se sentía más limpio. Entonces comprendió que había sido purificado de las impurezas a través de las asustadoras llamas.

Sin embargo, cuando ya se sentía un poco más «consolado», se vio en un nuevo apuro. El artesano, poniéndole sobre un yunque y utilizando un pesado martillo, se puso a golpear fuerte e incesantemente sobre él. Si se enfriaba, era metido otra vez en el horno, para recibir a continuación otros cuantos golpes… De ese modo transcurrió un largo período, en medio de muchas oraciones que hacía el sufrido Douros, hasta que se sintió totalmente cambiado.

Además de la purificación por la que pasó, fue modelado diligentemente por Teodoro. Ese proceso conllevaba un dolor desgarrador pero el contentamiento manifestado por el herrero en cada paso lo animaba en la tribulación. En determinado momento, la fisonomía del artesano ya se reflejaba en el brillo que Douros poseía: el oro se había convertido en un espejo para la sonrisa del artista.

Teodoro lo sujetó con cuidado y lo dejó sobre un hermoso cojín de tono escarlata. Se siguieron unos momentos de suspense durante el viaje a un lugar distante. ¿Hacia dónde se dirigían?

Llegaron, finalmente, al palacio de Versalles y entraron en el salón más noble del edificio. Allí se encontraba un niño con aire de soberano, coronado con una magnífica diadema y revestido con suntuosos trajes. Junto a él estaba la familia real y toda la nobleza de Francia, reunidos en solemne ceremonia. Teodoro se arrodilló respetuosamente ante el hijo del rey y, extendiendo el cojín en el que estaba Douros, le dijo: «Deseo ofreceros esta inquebrantable espada de oro, símbolo de vuestra alma guerrera. Cuando despunte el día en que realizaréis hazañas en defensa de la Iglesia y del reino, os pido que utilicéis esta espada preparada especialmente para vos».

Fue entonces cuando Douros entendió su misión: era un oro precioso y Teodoro conocía su valor. No obstante, era absolutamente necesario que pasara por el fuego y por los golpes purificadores para alcanzar su máximo esplendor. Dios había escuchado sus anhelos, o mejor, ¡superado sus expectativas!

Douros nunca había osado imaginar que se convertiría en una espada en las manos del futuro rey de Francia

Douros nunca había osado imaginar que se convertiría en una espada en las manos del futuro rey de Francia y fue precisamente en eso en lo que el Señor quiso transformarlo. Esto es lo que ocurre con aquellos que no se conforman con la mezquindad de la vida y tienen deseos sublimes, confiando que el Todopoderoso saciará sus santas aspiraciones.

 

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