Delicadezas maternas de Dña. Lucilia

Con todos los cuidados propios a una madre verdaderamente católica, Dña. Lucilia se empeñaba en darles una digna formación a sus hijos estimulando en ellos el sentido de lo maravilloso.

El especial celo de Dña. Lucilia por sus hijos se manifestaba incluso en su alimentación. Fiel a las antiguas y sabias concepciones al respecto, creía que una buena nutrición era la base de una salud vigorosa. Por eso, se deshacía en solicitudes y atenciones para que Rosée y Plinio tuvieran substanciosos y atrayentes manjares en la mesa.

En la alimentación, mil y una delicadezas maternas

Con todo cariño, trataba de averiguar qué platos eran los más apreciados por ellos, empeñándose en que las cocineras preparasen un menú enteramente adaptado a sus gustos. De esta forma estimulaba el apetito de ambos para que se alimentasen bien.

A menudo llevaba a los niños a confiterías y salones de té, como el del centro comercial Mappin o el de la Casa Alemana, donde el refinamiento se aliaba a la buena comida, y de los cuales eran calurosos frecuentadores. Algunas veces los acompañaba también la fräulein Matilde, su institutriz.

En su desvelo materno, Dña. Lucilia recurría incluso a las viejas recetas caseras traídas de Pirassununga, su tierra natal.

En la São Paulo de entonces, en la que pintorescamente todavía se mezclaban lo bucólico de la vida campestre con el progreso creciente de la ciudad, era frecuente escuchar por la mañana temprano el sonido de los cencerros de un rebaño de cabras, cuya leche, fuerte y sabrosa, era vendida de puerta en puerta. Dña. Lucilia mandaba a una criada a comprarla y después ella misma se la servía a sus hijos, aún en la cama, en unos bonitos vasos de cristal, mezclada con coñac francés y canela. Receta tan sencilla como antigua, que su afecto no dejaba de transformar en un poderoso tonificante.

Otras veces, mientras los niños, bajo la atenta mirada de la fräulein Matilde, se entregaban a la ardua tarea de los estudios, Dña. Lucilia les preparaba una deliciosa merienda para recompensarles su esfuerzo.

Tan cuidadosa en la alimentación de sus pequeños, no lo era menos en lo tocante a otro aspecto de la educación infantil, aparentemente sin importancia: los juguetes.

Estimulando en sus hijos el sentido de lo maravilloso

A través de los juguetes, Dña. Lucilia quería mantener a Rosée y a Plinio interesados por aquel mundo fantástico de la civilización europea que hacía poco habían conocido durante un viaje, impregnando así a fondo su infancia con el aroma de la cultura del Viejo Continente, para que sus tendencias se orientasen hacia lo más elevado.

Doña Lucilia en 1906

Por eso, ponía el máximo empeño en evitar juguetes que pudiesen conducir a la vulgaridad o inculcar en los niños una mentalidad laica. Prefería los que estimulasen el sentido de lo maravilloso o contribuyesen a una buena formación intelectual y cultural.

Cuando pretendía comprarles algunos, por ejemplo en Navidad, salía con sus hijos, sin manifestarles su intención, y pasaba «casualmente» por alguna de las mejores tiendas especializadas en juguetes, como la Casa Lebre, la Casa Fuchs o la Casa São Nicolau, dejándolos admirar a sus anchas lo que quisiesen. Analizando la reacción de ambos, muy expansivos, le era fácil descubrir qué era lo que más les había gustado. De esta forma, las sorpresas preparadas por ella siempre coincidían con los anhelos de los niños.

Uno de los juguetes que Dña. Lucilia le dio a Plinio y que animó su primera infancia, aun antes de viajar a Europa, fue un caballito de madera, que a él le parecía muy grande y, en consecuencia, lo llamaba «mi Enorme». «Enorme» quedó guardado en el armario de los juguetes durante todo el tiempo que la familia permaneció fuera. Al regresar del Viejo Continente, uno de los primeros deseos que el niño quiso satisfacer fue volver a ver a su «Enorme», a fin de jugar con él. Pero ¡cuál no fue su perplejidad cuando se lo encontró! ¡Parecía que había disminuido de tamaño! Sintiendo una viva extrañeza, Plinio llegó a pensar que le habían sustituido maliciosamente su querido objeto. Por fin, tuvo que ceder a la fuerza irresistible de una explicación bien dada: no disminuyó «Enorme», sino que Plinio había crecido. A pesar de todo, seguía decepcionado y continuó rechazando el juguete. Dña. Lucilia, ante la actitud de su hijo, sonreía amorosamente enternecida. Comenzaba, para Plinio, la larga serie de decepciones que la vida le trae a todos los hombres.

En ciertas ocasiones, llevada por su desvelo, ella misma quería confeccionar los regalos. A veces —a pesar de estar enferma— se quedaba despierta hasta la una o dos de la mañana, dibujando figuras como, por ejemplo, pequeñas muñecas de cartón, que recortaba, arreglaba y pintaba para Rosée, con esmero único. Solía usar un polvo brillante, hecho de mica, para adornar el cabello y los trajes de los personajes.

Encargó en una carpintería una casita de muñecas para su hija y, en estilo acorde con ésta, unos muebles diseñados por ella misma, decorándola después con cortinas y otros aderezos que esmeradamente había planeado y cosido. La casa se componía de tres ambientes «espaciosos»: una sala de visitas, un comedor y un dormitorio.

Soldaditos de plomo, elegantemente provistos de bonitos y coloridos uniformes —comprados en la Casa Maurice Grumbach— era lo que le encantaba a Plinio. Llegó a contar con más de mil, con los cuales organizaba desfiles, revistas y batallas. Fue uno de los juguetes que más apreció, guardándolos durante largos años como un entrañable recuerdo de sus tiempos de infancia.

Otro regalo que afectuosamente le hizo Dña. Lucilia a su hijo fue una aldea francesa en miniatura, juguete cuidadosamente escogido por ella, no sólo para estimular la imaginación del niño, que podía componer el paisaje como le apeteciera, sino también para despertar en él aún más el gusto por las buenas maneras. Y esto porque, entre las piezas integrantes del conjunto, figuraban algunos personajes que se saludaban. Uno de ellos, por ejemplo, era un juez vestido de frac, que llevaba un bastón, y que, en señal de deferencia, se quitaba el sombrero para saludar a una persona que pasaba por el camino.

Con bondad y firmeza, Dña. Lucilia preparaba a sus hijos para que siempre eligieran el camino del deber
Plinio de pequeño

Entre los juguetes comprados por Dña. Lucilia, a Plinio le gustaban especialmente unos bonitos puzzles importados, con grabados de palacios, paisajes europeos o figuras de Oriente, como el Taj Mahal o un grupo de tuaregs con sus camellos, atravesando, durante la puesta de sol, un desierto cuyas arenas estaban teñidas de reflejos rojos y dorados.

Preparando a sus hijos para recorrer el camino del deber

Quien analice de modo superficial la solicitud manifestada por Dña. Lucilia en la educación de sus hijos podrá juzgar erróneamente que la bondad, el afecto y la dulzura, en ella superabundantes, excluían las virtudes opuestas a éstas: la severidad, la intransigencia en relación con el mal y el sentido de justicia.

Cuando se trataba del cumplimiento del deber, por muy difícil que fuese, o del rechazo al mal, no cedía ni un milímetro, pero conservando toda la suavidad de sus modales.

En los horarios, por ejemplo, no permitía ninguna modificación. Exigía las oraciones de la mañana y de la noche, de antes y después de las comidas, así como la hora exacta para acostarse, levantarse y dormir la siesta. De este modo, las numerosas obligaciones diarias, observadas fielmente, iban preparando a sus hijos para escoger el camino del deber, incluso en las grandes dificultades de la vida. 

Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano- Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 174-177.

 

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