Mientras admiraba la belleza del Teatro de la Ópera de Londres, una discusión exacerbada llamó mi atención. Finalmente, ¡¿de quién era la culpa?! O mejor, ¿quién tenía la solución?
Caminando por las calles de Londres me topé con la Royal Opera House. Maravillada, me detuve para contemplar su fachada de estilo griego, compuesta por seis columnas con capiteles de orden corintio, al mismo tiempo, altas, robustas y austeras.
Entonces, en ese momento, decidí entrar en el majestuoso edificio. Cuando vi los palcos adornados con detalles dorados de la época barroca me quedé encantada y comencé a observarlos con detenimiento.
Pero mientras me estaba entreteniendo con la hermosura de esa obra arquitectónica oí un murmullo que venía del escenario. «¡Qué extraño!», pensé, pues el teatro estaba vacío.
Miré a mi alrededor e, intrigada, me acerqué a la fuente de aquellos ruidos. ¡Cuál no fue mi sorpresa al percibir que tales susurros no procedían de personas como yo, sino de los instrumentos musicales que allí se encontraban!
Presté atención y empecé a seguir lo que decían. Se trataba de una pintoresca discusión.
—¡La culpa es del órgano! —dijeron varios instrumentos al unísono—. ¡Siempre roba las notas de los demás! ¡Es un ladrón!
El acusado, tomando un aire majestuoso, suspiró y les replicó:
—¡No, señores! ¿No se dan cuenta de que la culpable es la trompeta? De hecho, es una orgullosa, porque vive llamando la atención sobre sí.
Al sentirse herida con la acusación, el instrumento de viento rebatió indignado:
—¡Vamos, señor órgano! Es muy fácil echarle la culpa a una trompeta. El oboe es el verdadero responsable, porque, al ser muy competitivo, vive dividiendo a todos con sus discusiones.
Al oír esto, el oboe, irritado, gritó en un tono autoritario:
—Señora trompeta, ¡está completamente equivocada! Debería acusar al violín: se levanta y todos tenemos que obedecerle; cuando sube, todos tienen que subir; cuando baja, nuestra obligación también es bajar… ¿Para qué? Para satisfacer sus caprichos. ¡Eso es injusto!
Mirando de reojo al oboe y tras hacer un momento de suspense, el violín le contesta secamente:
—Si me lo permiten, ni voy a comentar las palabras del señor oboe, que sólo dice esas cosas de mí por envidia y celos. Pero la culpa la tiene la viola. Vive insegura, siempre acompañada o acompañando, mientras los demás sufren la dureza de ser solistas. ¡Esto es lo realmente injusto! ¿Qué creen ustedes?
La viola, de hecho, empezó a sentirse insegura y pensó consigo misma: «¿Cómo salgo de esta? La verdad es que solamente toco acompañada o acompañando… ¡Ah, culparé a los bajos!». Y en un tono presuntuoso, de quien disfraza su defecto, responde:
—¡No, no, no! Fíjense en el violonchelo y el contrabajo. Son tan graves que dejan a la orquesta tenebrosa y triste… ¡Así no se puede! Hace falta que todo sea animado y alegre.
El violonchelo y el contrabajo cruzaron las miradas. Este último, al ser el más veterano, tomó la palabra y arguyó con su tono característico:
—Disculpe que le interrumpa, señora viola, pero su acusación está fuera de las leyes de la armonía. ¡Hay que ser equilibrados! Entiéndalo bien: si nosotros dejamos de tocar, la música queda casi vacía y sin fuerza, porque somos indispensables para el conjunto. Perdone, pero… ¡la dispensable es usted!
La viola, queriendo justificarse todavía, titubeaba:
—¿Piensan que no soy equilibrada? ¡Al contrario! Ni soy aguda como el violín, que puede darle un aire extremamente superficial a la melodía, ni grave como los bajos, que fácilmente hacen pesada la música. ¡Yo represento el equilibrio dentro de la orquesta!
Ya llevaban discutiendo dos horas y los instrumentos no se cansaban de pelearse. Yo ya estaba impacientándome cuando de repente veo que entra por el pasillo central el gran Georg Friedrich Händel, vestido con una chaqueta rojo oscuro y una peluca blanca. Su cuello estaba ornado con un pañuelo que pendía noblemente sobre el pecho.
Cuando los instrumentos se percataron de que el director se acercaba, armaron un auténtico revuelo: cada cual quería manifestarle sus impresiones. Pero ante el alboroto que reinaba en el escenario, Händel puso orden enseguida tan sólo con el siguiente grito, acompañado de unas palmadas:
—¡Basta de discusiones! ¡Empecemos a ensayar! Que cada uno se coloque en su sitio.
A la velocidad del rayo, los instrumentos se pusieron en sus respectivos lugares: el órgano en el centro del escenario; la trompeta se fue al fondo, con la intención de ser más humilde; después fue el oboe y se dispuso a su lado, esta vez sin competición ni discusión; luego los bajos, con leves sonrisas, tomaron posiciones; la viola se dirigió resueltamente a su puesto y, finalmente, el violín se situó solemnemente al lado izquierdo de Sir Händel, asumiendo su papel de spalla.
Al primer movimiento de la batuta del compositor todos comenzaron magníficamente la apertura de su más famoso oratorio: The Messiah.
Admirada, me quedé asistiendo a la pieza y después quise hablar con Sir Händel.
—Señor Händel, cómo ha conseguido usted que pararan de…
De pronto, sonó la alarma del reloj y me desperté. Todo había sido un sueño…
Sin embargo, las escenas que en él vi se asemejaban a un aspecto de la realidad que los seres humanos enfrentamos en el día a día. Cuando nos miramos a nosotros mismos, vemos defectos, que evidentemente existen y entorpecen nuestro camino hacia el Cielo. No obstante, superamos tales obstáculos cuando ponemos nuestra atención en la partitura y, sobre todo, en el divino Director, que todo lo armoniza y soluciona. ◊