La Santísima Trinidad guarda un extraordinario Secreto, cuya revelación manifestará al mundo la máxima realeza de Cristo en esta tierra. ¡Felices y mil veces felices las almas a las cuales el Espíritu Santo lo dé a conocer!

 

Evangelio de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 31 «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria 32 y serán reunidas ante Él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. 34 Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 35 Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, 36 estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. 37 Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; 38 ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; 39 ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. 40 Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.

41 Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. 42 Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, 43 fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. 44 Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. 45 Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. 46 Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (Mt 25, 31-46).

Cristo Rey – Iglesia de Santo Domingo, Cuenca (Ecuador)

I – ¡Rey verdadero!

Al final de cada ciclo litúrgico la Iglesia celebra la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, una de las fiestas más bellas de su calendario. Torrentes de gracias nos son concedidas en esa conmemoración, compenetrándonos de nuestra nobleza en cuanto hijos de Dios por el Bautismo: «Levanta del polvo al desvalido […], para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo» (Sal 112, 7-8). Todos nosotros, nacidos en la basura del pecado original, somos elevados a la categoría de príncipes por la gracia, pues la sangre del propio Rey se derrama en nuestro favor convirtiéndonos en hermanos suyos, miembros de la familia divina.

Nos conmueve pensar que el Hijo unigénito del Padre, rey desde toda la eternidad por naturaleza divina, también en la Encarnación se hiciera rey en cuanto hombre, descendiendo desde los espacios siderales en busca de su rebaño y cuidar de él (cf. Ez 34, 11), situación ésta que retrata la emotiva profecía de Ezequiel recogida en la primera lectura. Una simbólica imagen del extraordinario celo del Buen Pastor para con las almas, hablándole a la conciencia de los que caen en el lodo del pecado, moviéndolos al arrepentimiento y llevándolos sobre sus hombros de vuelta al redil. El salmo responsorial retoma esa figura y la sublima: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 22, 1).

A Nuestro Señor le corresponde asimismo el título de rey por derecho de conquista porque, al redimir a la humanidad por la Pasión y Muerte en la cruz, la liberó del yugo del demonio que la esclavizaba desde la falta de Adán. Y, por su Resurrección gloriosa, triunfó sobre la muerte, «el último enemigo en ser destruido» (1 Cor 15, 26), como afirma San Pablo en la segunda lectura. El Redentor es, por tanto, rey de todos los hombres, incluso de los que lo rechazan y se precipitan en el Infierno. Aunque éstos no tengan a Cristo como cabeza, al no pertenecer a su Cuerpo Místico, Él los juzgará en el fin del mundo.

Después del Juicio, «cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos» (1 Cor 15, 28), prosigue el Apóstol. En ese momento de plenitud de su realeza, Jesús, Hijo fidelísimo, habiendo extirpado el dominio de Satanás en el universo, le dirá al Padre: «He aquí el poder que conquisté. Os lo entrego, y pongo nuevamente en vuestras manos la obra de la Creación restaurada».

Este maravilloso panorama teológico se completa con las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio, las cuales describen de manera detallada y abarcadora el gran acontecimiento que encerrará la Historia y separará definitivamente a los buenos de los malos.

II – Hijos de Dios, hermanos del Rey

El capítulo 25 de San Mateo abre con la parábola de las diez vírgenes, cuyo punto principal es la llegada del esposo «a medianoche» (Mt 25, 6). A continuación, viene la parábola de los talentos, en que un hombre vuelve de viaje «al cabo de mucho tiempo» (Mt 25, 19) de su partida y pide ajustar cuentas con sus siervos de los bienes que les había confiado. En ambas narraciones el divino Maestro recuerda el premio y el castigo reservados a cada uno, conforme esté o no preparado para la venida del Señor.

En los versículos siguientes, seleccionados para la liturgia de hoy, Jesús revela claramente la realización de un juicio universal, en el cual Él mismo será juez plenipotenciario. Se trata de una importantísima verdad de nuestra fe, consignada por la Santa Iglesia en uno de los artículos del Credo.

El trono glorioso de Cristo en la tierra

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 31 «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria 32a y serán reunidas ante Él todas las naciones».

Desde la Ascensión, Jesús «está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos» (Heb 8, 1). El «trono de gloria» en el que se instalará al bajar nuevamente a la tierra simboliza, por tanto, que en ese acto solemne la Creación entera, del más minúsculo mineral hasta el más elevado ángel, rendirá homenaje a su Artífice, Redentor y Rey.

Al encontrarse con el Hombre Dios en la máxima refulgencia de su grandeza, los condenados se llenarán de pavor, mientras que los bienaventurados lo contemplarán encantados. Si los Apóstoles se quedaron maravillados en la Transfiguración, cuando vieron su rostro brillar como el sol y sus vestidos resplandecieron de blancura (cf. Mt 17, 2), ¿cuál no será la estupefacción de la inmensa asamblea formada por «todas las naciones» de cara al extraordinario destello de la realeza de Cristo?

Presencia que dividirá la humanidad

32b «Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda».

No debemos imaginarnos que Nuestro Señor se dirigirá a cada uno de los presentes para indicar quién ocupará la derecha o la izquierda, pues semejante actitud no le compete a un soberano. Su presencia será tal que las ovejas se aglutinarán a su diestra y las cabras en el lado opuesto, sin posibilidad de que sea organizada una categoría intermedia entre los dos extremos.

Justos y réprobos habrán retomado sus cuerpos, pero con características muy diferentes. Los cuerpos de los primeros, bellos, ágiles y diáfanos, reflejarán el gozo del alma fijada en la visión de Dios; los de los segundos, marcados por la desgracia eterna, exhalarán un olor repugnante y se contorsionarán de odio y envidia, constituyendo con los demonios un espectáculo hediondo.

El Reino de los Cielos, herencia de los justos

34 «Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 35 Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, 36 estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”».

El Rey inicia sus palabras afirmando que se ha realizado en los justos el designio del Padre al crear el mundo, es decir, que los seres inteligentes, ángeles y hombres, participan de su propia felicidad y reciben como herencia el Reino de los Cielos.

A continuación, enumera una serie de circunstancias de la vida en las que la aflicción se establece y se hace necesario el auxilio de alguien, centrando el juicio en un punto de máxima importancia: la bondad, virtud por la cual consideramos las criaturas como pertenecientes a Dios y de ellas cuidamos por amor a quien las hizo.

Tal postura abarca incluso el trato con los seres inanimados; no obstante, lo mejor de nuestro celo debe concentrarse en nuestros hermanos. Quien se preocupa más con los demás que consigo mismo, empeñándose en que se sientan bien y tengan condiciones para practicar la virtud, en el último día oirá el saludo de Nuestro Señor: «Venid vosotros, benditos de mi Padre».

Cristo Pantocrátor, por Giotto di Bondone – Capilla degli Scrovegni, Padua (Italia)

Misterio del amor divino

37 «Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; 38 ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; 39 ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. 40 Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”».

Con la descripción de la reacción de los justos, atónitos al verse premiados por acciones de las cuales no guardaban recuerdo, Nuestro Señor indica que ni siquiera en el día del Juicio los buenos comprenderán el misterio del amor de Dios, pródigo en recompensar el mínimo gesto de bienquerencia dispensado a aquellos que le pertenecen. El Rey los llama «hermanos», pues por la gracia son hijos de Dios, como se ha mencionado al principio de este artículo. Así dice San Juan en su primera epístola: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (3, 1).

Además, en el Calvario Jesús nos introdujo en la filiación de María Santísima. Al contemplarla al pie de la cruz y junto a Ella al discípulo amado les dijo: «Madre, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre» (cf. Jn 19, 26-27). Somos hermanos de Cristo Rey también por poseer la misma Madre y, en virtud de ese vínculo, Él nutre por nosotros un aprecio muy superior al existente entre los miembros de una familia natural.

Quien vive en función de esa fraternidad sobrenatural, siendo generoso, paciente y lleno de bondad en las relaciones con los demás, demuestra ser verdadero hijo de Dios y, por tanto, apto a recibir la herencia del Padre. Él, que todo lo ve, considera cada gesto de caridad y modestia hecho al prójimo como un testimonio: «Acepto a Nuestro Señor Jesucristo como mi hermano; quiero pertenecer eternamente a su familia».

La antítesis del amor a Dios

41 «Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. 42 Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, 43 fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”».

Las faltas enumeradas por Nuestro Señor se pueden sintetizar en un único defecto, opuesto al amor a Dios: el egoísmo, por el cual el hombre se cierra al auxilio sobrenatural y menosprecia a sus semejantes, procurando bastarse a sí mismo.

Al pedir en la oración fuerzas para no ceder a las tentaciones, conviene tener presente esa mala inclinación, que con frecuencia pasa desapercibida en un examen de conciencia menos atento, sobre todo cuando se trata de la omisión del bien que debería ser hecho.

44 «Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. 45 Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. 46 Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».

Aturdidos, los réprobos plantearán preguntas análogas a las de los bienaventurados, no por deseo de disculparse, sino por una reacción propia a los que se endurecen en el egoísmo: sólo les importa la existencia de los otros cuando se sienten molestados por ellos. ¡Cuántos no se asustarán en la hora del Juicio, al experimentar las consecuencias del bien o del mal hechos al prójimo, no sólo en situaciones de dificultad material, sino también en las ocasiones en las que hay necesidad espiritual y se rechaza un consejo, un amparo, una oración!

Cabe señalar que en esa censura el divino Juez no emplea el término «hermanos» sino «los más pequeños», es decir, los inocentes, a fin de destacar la obligación de interesarnos por aquellos que, sin culpa, aún no forman parte de su familia sobrenatural, para conducirlos a ella por el Bautismo.

Igualmente hay que subrayar que entre las intenciones de Nuestro Señor sobre el Juicio final está la de prepararnos para ese día, en el cual Él se nos presentará en la persona de cada uno de aquellos que convivieron con nosotros en la tierra. Si tomamos con seriedad el Evangelio de hoy empezaremos a considerar a los otros con elevación y respeto, y no nos será difícil servirlos, pues en ellos veremos al propio Jesucristo. La clave de nuestras relaciones fraternas debe ser la honra que prestamos al Santísimo Sacramento cuando estamos en su presencia, porque Dios habita el alma de todo bautizado que se conserva en gracia.

III – El Secreto de la realeza de Cristo

La Coronación de la Santísima Virgen – Basílica de Santa María la Mayor, Roma

Repleta de principios y revelaciones magníficas, la liturgia de esta solemnidad nos lleva a contemplar el desvelo de la Providencia por la humanidad a lo largo de la Historia. Al ver el estado de miseria en que se encontraban los descendientes de Adán, el Hijo unigénito se encarnó y por sus sufrimientos y muerte en la cruz se convirtió efectivamente en Rey. Sin embargo, habiendo gran parte de los hombres rechazado su sangre preciosísima, la situación actual del mundo es mucho más grave que la de entonces.

Ahora bien, desde toda la eternidad el Altísimo vio la ingratitud de sus hijos y conoció a fondo la debilidad de las generaciones que se sucederían, pero no por eso disminuyó las muestras de su amor. Por lo tanto, la propia Encarnación y Redención nos permiten esperar que una vez más Él intervendrá, y con mayor eficacia aún.

Surge, no obstante, una inevitable pregunta: ¿qué otra solución habrá después de haberse hecho carne el Verbo divino y habitar entre nosotros?

La Santísima Trinidad guarda un extraordinario Secreto, cuya revelación manifestará al mundo la máxima realeza de Nuestro Señor en esta tierra, como prenuncio de la gloria que Él tendrá en el Juicio universal. Se trata del Secreto de Cristo Rey o Secreto de María, conforme discernió San Luis Grignion de Montfort:

«¡Feliz y mil veces feliz es el alma, aquí abajo, a la cual el Espíritu Santo le revela el Secreto de María para conocerlo; y a la cual le abre este jardín cerrado para que pueda entrar en él y esta fuente sellada para que de ella pueda sorber y beber a grandes tragos el agua viva de la gracia! Esta alma no encontrará más que a Dios, sin criatura, en esta admirable criatura; pero un Dios al mismo tiempo infinitamente santo y elevado, infinitamente condescendiente y proporcionado a su flaqueza. Ya que Dios está en todas partes, se le puede encontrar en cualquier parte, incluso en el Infierno; no obstante, en ningún sitio puede criatura alguna encontrarlo tan cercano a sí y tan al alcance de la debilidad humana como en María, porque para esto bajó Ella».1

Si la humanidad nunca ha alcanzado los extremos de debilidad y miseria a la que ha llegado en nuestros días, la misericordia que Dios le reserva es incalculable, impensable por los ángeles y menos aún por los hombres. Esa clemencia divina descenderá sobre las almas a través de Nuestra Señora con superabundancia y eficacia inéditas, inaugurando una nueva fase histórica, en la que el Reino de Cristo se establecerá en el mundo por medio del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María.

La Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, instituida por el Papa Pío XI hace casi un siglo, sólo será verdaderamente comprendida en esa era marial venidera. Pidamos, sin embargo, que reine ya mismo en nuestros corazones, manteniendo encendida la certeza de su intervención en la Historia, la cual marcará el futuro y la eternidad con el grito triunfante de Cristo Rey: «¡Confianza, yo vencí al mundo! ¡Confianza, yo fundé el Reino de María, mi Madre!».

 

Notas

1 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Le Secret de Marie, n.º 20. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1988, p. 450.

 

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