Contratiempos para el bien

Mostrando preocupación por el recogimiento de sus discípulos después de su primera incursión apostólica, el Señor da una lección permanentemente válida para todos aquellos que desean dedicarse a la evangelización.

Evangelio del XVI Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 30 los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. 31 Él les dijo: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. 32 Se fueron en barca a solas a un lugar desierto. 33 Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. 34 Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas (Mc 6, 30-34).

I – ¿Qué es más importante: contemplar o actuar?

El comienzo de la vida pública del Señor fue un completo éxito apostólico. Su carisma taumatúrgico lo había proyectado ante el pueblo como el Profeta enviado por Yahvé, para curar enfermedades y expulsar demonios. En una época en que la medicina daba sus primeros pasos incierta y tímidamente, es fácil entender cómo alguien con los poderes de Jesús sería procurado por las multitudes.

San Marcos, en particular, subraya en repetidas ocasiones las ansias de la gente por buscarlo y el trabajo constante del Maestro y de sus discípulos en atenderlos a todos. En la perícopa que nos ocupa, el evangelista insiste una vez más en este aspecto cuando afirma: «Eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer».

Esta acción continua e intensa, aunque en extremo caritativa, es también agotadora, hasta el punto de que el Señor sugiere: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». La soledad y el reposo constituyen dos factores necesarios para una buena contemplación. Las obras concretas impiden que el espíritu se eleve a la consideración de las verdades eternas y a la admiración de su belleza. Por eso el Redentor quiso proporcionarles a los Apóstoles una retirada al mismo tiempo real y psicológica de la muchedumbre, así como de los prodigios realizados por ellos en su misión. Hasta aquí parece fácil concluir que la vida contemplativa es superior a la activa.

Podemos entender la contemplación como pináculo de la vida espiritual y, al mismo tiempo, fuente indispensable de las buenas obras de apostolado

Sin embargo, el desenlace del episodio narrado nos deja en la duda, porque ante el intento frustrado de encontrar un lugar aislado y al verse rodeado por el pueblo, el Señor no huye de ese enjambre de personas sedientas de estar con Él y escucharlo. He aquí lo que relata San Marcos: «Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas». De donde se deduce lo contrario del enunciado anterior, es decir, que la vida activa es superior a la contemplativa.

¿Cómo resolver este callejón sin salida?

Tomando algunos principios de la teología de Santo Tomás de Aquino,1 muy proclive a establecer la contemplación como pináculo de la vida espiritual en la Iglesia y, al mismo tiempo, a considerarla la fuente indispensable de la que proceden las buenas obras de apostolado, podemos intentar dilucidar la cuestión que nos plantea el Evangelio.

Y esto no es por diletantismo intelectual, sino por el hecho de que nos encontramos en una época en la que se da más importancia a la acción pastoral que a la contemplación sobrenatural, subvirtiendo la jerarquía de valores. En consecuencia, se intenta favorecer al hombre, sin tener en cuenta la gloria de Dios y la obediencia a Él debida, de suerte que se multiplican iniciativas apostólicas cada vez más vacías del espíritu del Santo Evangelio, cuya finalidad parece ser la de adecuar las enseñanzas de la Iglesia a las máximas neopaganas del mundo. Tal decadencia sólo es posible cuando se deja de lado la contemplación embebida de la verdad y se empieza a actuar por intereses personales egoístas.

II – armonía evangélica entre el apostolado y el recogimiento

En la naturaleza humana corrompida por el pecado original, la tendencia congénita de la criatura de apegarse a los bienes materiales y del espíritu, incluso los que no le pertenecen, se ha visto aumentada hasta un grado difícil de calcular. Los dones sobrenaturales son una dádiva del Padre de las luces; no obstante, para quien es premiado con ellos, la tentación de apropiación se vuelve enorme.

Por eso el Señor, el Maestro más sabio en vida interior, quiso brindarles a los Apóstoles una ocasión propicia para reflexionar, ante Dios, sobre todo lo que habían realizado, no por sus propias fuerzas, sino por el poder que Él les había delegado. Así, considerarían el origen divino de sus dichos y acciones, fortaleciendo en ellos la virtud de la modestia, mediante la cual se tiene la convicción de la insuficiencia humana para las obras espirituales y se confía únicamente en el poder divino, atribuyéndole el mérito a quien le corresponde, como reza el salmo: «Non nobis, Domine, non nobis —No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (113, 9).

Los peligros del éxito

En aquel tiempo, 30 los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.

Los Apóstoles acaban de regresar de su primera incursión apostólica. Habían sido enviados por Jesús, que les había concedido participación en su poder de enseñar y sanar. Expulsaron demonios, curaron toda clase de enfermedades, profetizaron el advenimiento del Reino de Dios; en suma, lograron un éxito espectacular que los deslumbraba.

Jesús quiso brindarles una ocasión propicia para reflexionar sobre todo lo que habían realizado, no por sus propias fuerzas, sino por el poder que Él les había delegado

Aunque el texto del Evangelio no aclara este aspecto, cabe pensar que el éxito alcanzado en la misión apostólica despertara en el espíritu de los Apóstoles una euforia algo discrepante del Corazón de Jesús, a la manera de un optimismo humano que les hacía presagiar un camino de rosas, una marcha triunfal sin dificultades ni tropiezos, probablemente rumbo hacia la toma del poder temporal en Israel, liberando al pueblo elegido del yugo romano.

No sería ése el camino del Redentor. Tras las clarinadas del éxito vendrían días dramáticos que culminarían en el Gólgota, el mayor fracaso de la historia según las apariencias humanas. Esta disonancia entre los discípulos y el Señor quedará evidente cuando Él anuncie su Pasión y Muerte, pues tendrán miedo y tedio ante tal perspectiva, hasta el punto de que ni siquiera le preguntaron sobre lo que les estaba revelando, aunque no entendieran a qué se refería cuando, después de estos dolorosos acontecimientos, mencionó también su Resurrección.

Necesidad de un ambiente propicio a la reflexión

31a Él les dijo: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco».

Constatada esa desviación, el Señor no les increpa a los suyos. En el corazón de los Apóstoles la cizaña se mezclaba con el trigo: por una parte, existía la fe, incipiente aún, en la divinidad de Jesús; por otra, la errónea concepción de un Mesías victorioso que sería aceptado por todos, como lo habían sido David y Salomón.

Cristo enseñando a los Apóstoles – Museo Diocesano, Palma de Mallorca (España)

Por eso, con divina pedagogía, el Salvador les propone retirarse a un lugar desierto y descansar un poco. Lejos del ruido de la multitud, estarían predispuestos a escuchar al divino Maestro, que sabría trabajar sus almas y colocarlas en el diapasón adecuado.

La siempre reiterada «herejía de las obras»

31b Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer.

El éxito genera un movimiento frenético, como bien lo describe San Marcos. Acentuada tras la caída de nuestros primeros padres, la tendencia humana es la de no perder una oportunidad para sacar algún provecho personal. Y he aquí que la muchedumbre va y viene, sin sosiego, a fin de obtener ventajas para su salud corporal o, en el caso de las posesiones, para la espiritual.

Este cuadro nos sitúa ante una evidencia, comprobada innumerables veces a lo largo de los siglos: uno de los riesgos del éxito apostólico consiste en la «herejía de las obras», así llamada por Dom Jean-Baptiste Chautard, abad del monasterio cisterciense de Sept-Fonts, en su inmortal libro El alma de todo apostolado. Movido por una caridad imperfecta, el apóstol se lanza a la actividad y, obteniendo prometedores frutos, en ella se enfrasca sin darle a su espíritu el recogimiento necesario para reconfortarse y devolverle a Dios lo que le pertenece. El efecto de esta actitud es el agotamiento, porque, una vez fatigadas las potencias superiores del alma por el ímpetu de las pasiones, las malas tendencias espirituales, como el orgullo, se desarrollan en silencio, ganando un peligroso espacio en el corazón.

La agitación es el caldo de cultivo ideal para que se dinamice el vicio de la apropiación, mediante el cual las obras de Dios pasan a ser consideradas por el apóstol como suyas

Comienza entonces un peligroso deterioro espiritual, que puede llegar al punto de sustituir la intención inicial del apóstol, animada por la caridad, por un vil interés egoísta, incitado por la presunción. La agitación es el caldo de cultivo ideal para que se dinamice el vicio de la apropiación, mediante el cual las obras de Dios pasan a ser consideradas por el apóstol como suyas, con la pretensión de bastarse por sí solo para realizarlas. Se inicia un proceso de decadencia que podría terminar en la apostasía de la fe, si no es atajado por una gracia fulminante en la línea de la humildad.

De ahí la necesidad de velar por el descanso del espíritu distanciándose de los acontecimientos y entregándose a la meditación y a la oración, como medios para fortalecer las potencias superiores con el auxilio de la gracia, al alcance de todo hombre que la busque con sinceridad.

En el silencio se siente la presencia de Dios, que nos reconforta y nos da la certeza de su omnipotencia y de su misericordia. Ante Él, nuestro espíritu se pone en su lugar, humillándose con confianza filial, para que el Señor, en el momento oportuno, lo exalte.

Aislados en medio de las aguas, el verdadero descanso

32 Se fueron en barca a solas a un lugar desierto.

El Señor era Dios y sabía muy bien lo que encontraría en la orilla opuesta, como será narrado más adelante. Por lo tanto, debió de haber aprovechado el trayecto para beneficiar a sus discípulos mediante su presencia refulgente y bondadosa, así como a través de su palabra divina. El hecho de hallarse rodeados de agua por todas partes los concentraba en aquella figura humano-divina que tanto los fascinaba en sus múltiples resplandores. Contemplar allí a Jesús, tener ese gesto de benevolencia para con ellos, probablemente los llenó de afecto, elevándolos a panoramas más grandiosos.

El ruido de la acción, la impresión de los milagros realizados, la agitación de la multitud suplicante, todo quedó atrás. En el recogimiento de la barca, al suave murmullo de las aguas singlada por ella, se encontraba el verdadero descanso, que consistía en estar cerca del Señor, mirarlo y quererlo bien. Ésta debió de haber sido la travesía más bendecida del lago de Genesaret, inolvidable para los Apóstoles.

El amor mueve

33 Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron.

Al darse cuenta del rumbo de la barca, la muchedumbre salió apresuradamente e iba aumentando por todos los pueblos que atravesaba, a fin de encontrar a aquel Maestro prodigioso. En este episodio se demuestra lo acertado del principio teológico de que el amor mueve las demás potencias hacia su fin. Y cuanto más deseable se presenta éste, mayor es la intensidad con la que nos vemos impulsados a alcanzarlo. Aunque poseían un amor manchado de egoísmo, aquellas personas eran movidas en gran medida por un auténtico afecto hacia el Señor. La compasión que el Buen Pastor sentirá por ellas lo indica claramente.

También nosotros necesitamos amar ordenadamente a Dios y al prójimo, para dejarnos guiar por la santa prisa de la caridad. Si reflexionáramos sobre nuestra vida y, ante la perspectiva de la eternidad, resolviéramos buscar el rostro del Señor obedeciendo sus mandamientos y permaneciendo en su amor, entonces seríamos capaces de correr en las vías de la santificación sin riesgos de apropiación espiritual y mundanismo. Cuántos, sin embargo, engañados por los placeres del mundo, se precipitan hacia el abismo de la condenación eterna.

San Agustín afirma: «Pondus meum, amor meus»,2 el amor es el peso que nos inclina hacia determinados bienes. Es necesario, a semejanza de la multitud entusiasta, elegir al divino Maestro como centro de nuestros amores, concentrando en Él todo nuestro afecto y, por tanto, no amando a nada ni a nadie excepto a Él.

Divina compasión ante la muchedumbre

34a Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor;…

El período de recogimiento fue breve, es cierto, pero intenso y eficaz. Los Apóstoles, en consonancia con el Señor, aceptarían con flexibilidad un cambio de planes. Ante la multitud tomada por la gracia y sedienta de la verdad, Jesús tiene compasión, porque la ve «como ovejas que no tienen pastor». ¿No era Él el Buen Pastor esperado, anunciado por Ezequiel (cf. Ez 34, 11-31), que guiaría al rebaño de Israel hacia pastos abundantes y fuentes de agua viva?

La contemplación de los destellos divinos que traslucían en la humanidad santísima de Cristo había elevado el corazón de sus discípulos, colocándolos en una clave sobrenatural. Ya no se sentía el peso del amor propio ni el de otras pasiones, tal era la eficacia de la presencia de Jesús entre ellos en el aislamiento de la barca. Por lo tanto, lejos de rebelarse, se disponen dócilmente a secundar la voluntad del Salvador, que consideraban inerrante y absoluta. Era necesario que Él atendiera a aquella muchedumbre.

La más sublime forma de caridad

34b … y se puso a enseñarles muchas cosas.

Inicialmente, la multitud se mostraba efervescente, yendo y viniendo para obtener gracias, hacer peticiones, ver o tocar al Maestro. Ahora, después del período de recogimiento de los discípulos en compañía de Jesús en la barca, la gente afluye en otro estado de espíritu. Se abre a escuchar lo que Él tiene que enseñarle.

Alguien podría considerar imprudente interrumpir una obra de apostolado en el auge de su éxito. Sin embargo, el ejemplo que nos da el Evangelio es bien diferente. La clave del verdadero éxito, que consiste en la conversión de las almas, está en la santificación del apóstol. Nadie da lo que no tiene. Sólo un corazón rebosante de gracia, como siempre lo fue el de María Santísima, puede convertirse en un instrumento válido en manos de Dios para la evangelización.

La clave del verdadero éxito está en la santificación del apóstol, y la mayor obra de caridad consiste en transmitir a los demás lo que se ha contemplado en los momentos de aislamiento y oración

Bendito recogimiento de los Apóstoles que, permitiéndoles sorber las gracias que el divino Maestro había derramado, favoreció la conversión de la muchedumbre. Por el mero hecho de haberse retirado, la gracia lograba trabajar aquellas almas, volviéndolas ávidas de las palabras del Señor.

Por otra parte, hay que reconocer que la mayor obra de caridad consiste en transmitir a los demás lo que se ha contemplado en los momentos de aislamiento y oración; «contemplata aliis tradere»,3 como sentenció el Doctor Angélico. El Señor les decía muchas palabras, impregnadas de bendiciones celestiales. Eran un auténtico rocío divino, capaz de fertilizar la tierra árida, transformándola en un exuberante jardín.

III – La verdadera concepción de apostolado

Durante la peregrinación terrena de aquellos que tienen fe, los contratiempos contribuyen siempre al bien, como afirma San Pablo perentoriamente: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28). Considerado desde este prisma, el episodio de la vida pública de Jesús narrado en el Evangelio de hoy saca a la luz verdades de crucial importancia para quien se dedica al apostolado, ya sea en el ministerio sacerdotal, en la vida consagrada, en el ámbito laical o familiar.

Ante todo, es necesario devolverle a la contemplación su lugar prominente e indispensable en la vida espiritual. En efecto, el auge de la perfección consiste en la contemplación de Dios, entendida como la consideración absorta y amorosa de las realidades sobrenaturales. Hay que amarlo con toda inteligencia, toda voluntad y toda intensidad, y al prójimo por amor a Él. Quien no pone en el pináculo de sus afectos la caridad para con nuestro Salvador, tiene su corazón en desorden y está inhabilitado para buscar el bien de los demás.

El desastre de las obras de apostolado despojadas de vida interior

Por consiguiente, emprender una obra apostólica de forma insensata, sin dejarles sitio a la oración, a la meditación y a la reflexión, es un suicidio espiritual, que termina siempre en la ruina del apóstol y de su apostolado, no pocas veces con el escándalo de quienes antes se quería conquistar para Cristo. Para preservar el verdadero amor a Dios y hacerlo crecer continuamente es indispensable cultivar períodos de recogimiento, aislamiento y contemplación.

De esta manera, las obras de apostolado quedarán impregnadas de bendiciones, como un altar ungido con bálsamo aromático. Serán capaces, por tanto, de atraer a las almas y elevarlas, como los discípulos que, por una misteriosa influencia ejercida en el ámbito de la comunión de los santos, huyendo de la multitud y recogiéndose en torno a Jesús, contribuyeron al progreso espiritual de aquellas personas, las cuales enseguida se acercaron bien dispuestas para escuchar las enseñanzas que salían de los labios del Señor.

Las obras realizadas por sí mismas, de manera frenética y sin un afán sobrenatural, acaban provocando desgaste, desviación y desastre. Cegado por la agitación, el apóstol tiende a apropiarse de aquello que hace, como si fuera una realización personal y no una empresa de Dios. A partir de ahí, crea doctrinas para justificar tal desvío, llegando a vaciar de contenido espiritual las iniciativas pastorales, que adquieren un significado humanitario, filantrópico o incluso socialista, desprovisto de cualquier matiz de catolicidad. Entonces, nacen las «herejías de las obras», abundantes en nuestros tiempos. Esta situación sólo puede acabar en un completo desastre: el alma del falso apóstol y la de quienes lo siguen se pierden.

Sigamos el ejemplo de la contemplativa más sublime

Animados por las enseñanzas del divino Maestro y por el ejemplo de los Apóstoles que se dejaron guiar por Él, pongamos la contemplación afectuosa de la persona del Señor por encima de cualquier otro interés y entonces seremos capaces de darle a nuestro prójimo el pan de las verdades contempladas y del buen ejemplo, más valioso que cualquier obra de caridad material.

La Virgen con el Niño Jesús, de Bernardino di Betto – Museo de Bellas Artes, Valencia (España)

La contemplación no excluye la acción; al contrario, la estimula. Al ver a la muchedumbre necesitada, Jesús volvió a la acción, pero en una clave más elevada, habiendo purificado la intención de los Apóstoles. Así, el período de recogimiento en la barca, aunque interrumpido antes de lo previsto, sirvió para dignificar la obra evangelizadora de sus discípulos.

Imitemos a María Santísima, la contemplativa más sublime, que conservaba en su corazón con cuidado extremo y celo ardiente todos los dichos y obras de Jesús

El alma contemplativa por excelencia fue la de la Santísima Virgen. El Evangelio nos transmite pocas palabras salidas de sus labios virginales, pero su santidad y presencia materna ocupan un lugar insustituible en la Santa Iglesia. ¿Por qué? Porque Ella, la nueva Eva, Corredentora de la humanidad junto al Redentor, llevó su contemplación amorosa al más sublime holocausto, inmolando místicamente, en el altar de su Inmaculado Corazón, a su divino Hijo que sufría en la cruz. Por esta obra de caridad inmensa, que no habría existido si Ella no hubiera sido una perfecta contemplativa, somos a título especialísimo sus hijos en el orden espiritual.

Imitemos a María, que conservaba en su alma con cuidado extremo y celo ardiente todos los dichos y obras de Jesús. Esta actitud la hizo capaz del mayor acto de heroísmo realizado por una madre en la historia. Gracias a su contemplación, Ella se elevó a las alturas divinas, donde sorbió las fuerzas para amarnos hasta la cuz. Sigamos su ejemplo: contemplemos y sólo después actuemos, llevando nuestro apostolado hasta el extremo de dar la vida por los demás. Nadie ha hecho jamás un apostolado tan eficaz como éste. ◊

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 182; 188.

2 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. XIII, c. 9, n.º 10.

3 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 188, a. 6.

 

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