A mediados del siglo xi, cuando tuvo lugar una de las ceremonias más hermosas de la cristiandad —la elevación de un príncipe a la dignidad imperial, cuya corona era electiva—, Europa asistió a algo diferente: Enrique III había dejado la tutela de su hijo en manos del papa Víctor II, evitando de esta manera toda competición por el trono germánico e incluso hasta una elección.1 Tras el fallecimiento del emperador, el Papa procedió enseguida a la investidura del heredero, que sólo tenía 5 años. Todos los nobles le juraron lealtad y le rindieron homenaje. Enrique IV se convirtió así en el rey de los romanos y el emperador del Sacro Imperio.
Entre las personas ilustres presentes en la consagración se encontraban dos nobles damas, señoras de las tierras de Toscana: Beatriz, duquesa de Toscana, y su hija Matilde, que tenía 10 años. Ésta, encantada con los esplendores de la ceremonia, lo observaba todo con gran atención. ¡Ni siquiera podía imaginarse que contra aquel niño libraría una guerra implacable!
Europa al borde del cisma…
El año de 1073 estuvo marcado por la elección del nuevo pontífice, Hildebrando di Soana, cuyo nombre sería Gregorio VII. Arcediano de la Iglesia de Roma, había sido consejero de ocho Papas y destacaba entre los clérigos por su celo y firmeza de alma en la defensa de las buenas costumbres. Pero el alma de Hildebrando era sobre todo la de un monje. Habiendo pasado un período de su vida en Cluny —abadía que se había constituido como el corazón del cristianismo—, encarnaba todos los fulgores del espíritu benedictino, entre ellos la disciplina, el amor a la castidad y el absoluto desinterés por los bienes terrenales.
La Iglesia, a su vez, atravesaba una etapa difícil, en la que se había instaurado por todas partes una funesta confusión entre lo temporal y lo espiritual. Se trataba de la querella de las investiduras: a precio de oro, el emperador concedía cargos eclesiásticos, como el episcopado o el abadiato, a personas adineradas que en ocasiones ni siquiera habían recibido el sacramento del orden ni tenían vocación para tal. Dichos desórdenes abrían la puerta a una serie de otros abusos, formándose un contingente de obispos y clérigos interesados, elegidos por el emperador, opuestos al clero verdadero, fiel al poder pontificio y a su misión. Todo estaba preparado para un cisma entre la Iglesia y el imperio.
En este contexto histórico, la elección de San Gregorio VII significó una declaración de guerra en favor del buen orden. Reuniendo fuerzas entre los que permanecían fieles, el Papa recurrió a Beatriz y a Matilde, quien, tras la muerte de su padre, Bonifacio de Canossa, y la de su hermano había heredado las tierras de la vasta y estratégica región de Toscana, al norte de Roma, que separaba parte de los Estados Pontificios del Imperio germánico.
San Gregorio VII escribió una carta a las dos nobles italianas para advertirles de la situación de ciertos obispos y sacerdotes que querían difundir la simonía en territorio toscano. Les pidió insistentemente que evitaran cualquier comunión con ellos, dirigiéndose a ambas con el glorioso título de «muy amadas hijas de San Pedro».2
«Una misión providencial»
Con el favor de su madre, desde los 21 años Matilde había iniciado su carrera armamentística al frente de los ejércitos toscanos contra los normandos, junto con Godofredo el Barbudo, segundo marido de Beatriz. Tenía verdadera capacidad de mando, manejaba perfectamente las armas y su temperamento intrépido la llevaba a afrontar con confianza cualquier situación ardua que se opusiera a los intereses de la Iglesia y de la sede romana. San Gregorio VII lo sabía bien y contaba con este apoyo.
Sin embargo, la duquesa Beatriz y su hija Matilde desearon abrazar la vida religiosa. Cuando le expusieron al Papa su petición, éste les respondió con una paternal misiva, revelando en ella la importante contribución que esperaba de ambas en la situación que atravesaba la Iglesia: «Si otros príncipes quisieran asumir este papel glorioso cuya carga sólo vosotras soportáis, yo mismo os aconsejaría, por vuestro bien personal, que renunciarais al siglo y a sus crueles solicitaciones». Continuando la carta, les explicó que, mientras muchos príncipes expulsaban a Dios de sus palacios por la vida disoluta que llevaban, ellas atraían al Señor con el olor de sus virtudes, y concluía: «Os ruego, como a hijas muy queridas, que perseveréis en vuestra misión providencial y la conduzcáis a buen término».3
Un año después murió Beatriz. La condesa Matilde se vio entonces abandonada. El peso de la responsabilidad por toda la Toscana pesaba sobre sus hombros. Pero eso no era todo… ¿Cómo iba a continuar ella sola la guerra contra los enemigos de la Iglesia? A pesar de haber concertado matrimonio con un noble de la casa de Lorena, el casamiento no fue más que un contrato escrito, pues su marido falleció poco después y su virginidad se había mantenido intacta.
Decidida a hacerse religiosa, recurrió de nuevo a San Gregorio VII, quien le respondió: «Al imponerte, en nombre de la caridad, el sacrificio de tu deseo de soledad, contraje una obligación más estrecha de velar por la salvación de tu alma».4 Entonces, la condesa cedió. Apoyada en la gracia y en la protección de este paternal pontífice, enfrentaría, con él, la conjuración contra el vicario de Cristo y su Iglesia.
Mientras los obispos se vendían vergonzosamente al poder imperial, Matilde, la princesa más rica de Italia, se sometía al sucesor de Pedro, contrarrestando así con sus virtudes los horrores que se extendían por toda la cristiandad.
Un emperador excomulgado
Enrique IV escandalizaba a toda Europa con sus actitudes. Y las consecuencias de la simonía y de la confiscación de la investidura canónica por el poder temporal se propagaban como una plaga incontrolable. Ante esto, San Gregorio VII se vio obligado a adoptar una actitud intransigente y justa: lo excomulgó, quitándole así la posibilidad de conservar la corona.
Los príncipes de Alemania se reunieron en una dieta para considerar el caso del emperador, y decidieron que tendría un año para reconciliarse con el Papa; de lo contrario, perdería el trono definitivamente y se procedería a otra elección.
Desesperado al ver que todo se desmoronaba ante él y llevado por pasiones desordenadas, Enrique reunió un ejército y se dirigió a Roma para proclamar un antipapa que lo coronara nuevamente.
Ahora bien, Matilde poseía un castillo en Canossa, que era como un nido de águila: se erguía en lo alto de una montaña y estaba fortificado con tres imponentes murallas. Pese al riguroso invierno, la condesa llevó allí al sumo pontífice para protegerlo del emperador y su ejército.
Entre tanto, se estaba agotando el plazo que la dieta le había dado a Enrique y el Papa seguía esperando una sincera petición de perdón.
Canossa: escenario de un importante acontecimiento
Un día se presentaron en Canossa dos mensajeros anunciando: «El rey desea ser recibido por Su Santidad». Matilde le transmitió la noticia a San Gregorio VII; sin embargo, desconfiada de las intenciones de Enrique, decidió ir ella misma a su encuentro. El Papa la bendijo y la condesa, con la espada a la cintura como era su costumbre, montó en su caballo y salió acompañada de un oficial y algunos soldados.
Al encontrarse con el monarca, Matilde pudo ver de cerca la inconstancia de aquel corazón corrupto: sus palabras parecían denotar contrición, pero su fisonomía traslucía interés y ambición de poder. A pesar de ello, de común acuerdo con quienes lo acompañaban, entre los cuales San Hugo, abad de Cluny y padrino de Enrique, los condujo hasta las puertas de Canossa. Todos, no obstante, desconfiaban de la sinceridad del emperador.
De entrada, el Santo Padre se negó a recibirlo hasta que diera auténticas muestras de penitencia y del propósito de someterse a las exigencias pontificias. Enrique insistió, prometiendo estar arrepentido, lo que llevó al Papa a autorizar su entrada en los dominios del castillo. A una señal de Matilde, los oficiales abrieron las puertas de la primera muralla y el emperador penetró hasta la segunda fortificación, donde se hospedó con su séquito.
El primer día en Canossa, Enrique se despojó de sus hábitos reales, vistió una túnica penitencial y, descalzo, se expuso al frío del invierno, mientras esperaba que su juez, el Papa, se dignara recibirlo para concederle el perdón… Después de tres días, en los que el emperador derramó copiosas lágrimas, San Gregorio VII lo llamó.
Humillado ante el sumo pontífice e incapaz de hablar por sí mismo, Enrique elige a la propia Matilde como intermediaria entre él y el Papa, pues admiraba y respetaba su dignidad y nobleza de alma. Ella consiente, reflejando en ese momento a la Reina del Cielo, a quien los pecadores acuden para que sea su abogada ante Dios.
El Santo Padre estableció sus condiciones para el levantamiento de la excomunión. Enrique las aceptó. Debería dirigirse a la dieta en Alemania para que su caso fuera juzgado por los príncipes y, si lo hallaban inocente, podría serle restituido el trono; de lo contrario, otro sería elegido en su lugar.
Unos días después de este encuentro, el Papa procedió a la ceremonia en la que se le concedería oficialmente el perdón al emperador. Conmovido hasta las lágrimas y lleno de bondad paternal, San Gregorio VII absolvió al monarca penitente, levantándole la excomunión. Canossa se había convertido en un sitio memorable.
Sin embargo, al cabo de unos días las actitudes de Enrique IV, todavía huésped en la fortaleza, empiezan a desmentir todas sus promesas. El corazón de Matilde se entristeció; sus esperanzas de ver en esa ocasión la reconciliación entre la Iglesia y el Estado comenzaban a desvanecerse…
El heredero de Matilde
Ya habían transcurrido seis meses desde que Matilde había acogido al Santo Padre en Canossa; era necesario que regresara a Roma. Había llegado el momento de la despedida entre estas dos almas que tanto habían luchado por la Iglesia.
Matilde entonces se arrodilló ante el sumo pontífice y realizó un hermoso acto: la donación de todos sus bienes a la Santa Sede. Era virgen y lo sería hasta el final de su vida; por tanto, no tendría herederos ni tampoco familiares con quienes compartir sus dominios. Éstos incluían los vastos territorios con castillos, fortalezas, iglesias y capillas, que abarcaban parte de Lombardía y toda la Toscana, recibidos de su padre, y el ducado de Baja Lorena, legado de su madre.
Su biógrafo Domnizo, que también fue su capellán, escribe: «Todo lo que poseía se lo donó a Pedro, el guardián de las llaves del Cielo. El portero del Cielo había sido su huésped, ella se convirtió en su portera y lo eligió heredero suyo».5
Virgen y guerrera hasta el último suspiro
«Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas» (Prov 31, 10). Ratificando esta frase de las Escrituras, la condesa Matilde fue una dama que gobernó más por la influencia de su virtud que por el arte de la política o la diplomacia; luchó más por la fuerza de su pureza que por su destreza en las armas; y triunfó más por su amor incondicional al papado que por sus aptitudes militares.
Tras la muerte de San Gregorio VII, ella también luchó junto a los sucesores de Pedro que continuaron las reformas iniciadas por el santo pontífice. Estuvo al lado de Víctor III y con él combatió irreductiblemente al antipapa Clemente III, siguió fervientemente los emprendimientos de Urbano II durante los once años de su pontificado, y aún respondió a todas las solicitudes de auxilio de Pascal II. A la menor insinuación de necesidad de ayuda procedente de la cátedra de Pedro, sus ejércitos acudían, casi siempre con la condesa al frente, espada en mano, comandando a los soldados.
A la edad de 67 años —unos meses antes de su muerte—, en la vanguardia de sus hombres, Matilde reprimió una insurrección en una ciudad de sus dominios que, instigada por las revueltas cesarianas, se había levantado. Enrique IV había muerto, y antes que él, el antipapa Clemente III. Enrique V, desgraciadamente, siguió el camino de su padre, pero en septiembre de 1122, durante el pontificado de Calixto II, el imperio se sometió de manera definitiva al sumo pontífice en la Dieta de Worms, y el monarca se declaró vasallo de la Santa Sede. Este acontecimiento habría llenado de alegría a Matilde. No obstante, ya hacía siete años que la condesa había entregado su alma a Dios.
En uno de sus castillos más austeros, Matilde permaneció el último año de su vida. Pidió que colocaran un altar en la puerta de su habitación para poder asistir al Santo Sacrificio desde su cama. Al verse libre de todo bien material, se preocupó por pasar el final de sus días en recogimiento, como siempre lo había deseado.
Finalmente, su alma de guerrero, adornada por la virginidad que había abrazado desde su juventud, podía presentarse ante Dios: «Te he servido siempre, Señor, pero a veces con desfallecimiento. Te lo ruego, borra ahora mis pecados. No dejé de vivir para ti, en ti fue donde deposité mi esperanza. Recíbeme en el seno de tu misericordia. Sé mi salvación».6 Con estas palabras, la gran condesa expiró.
Pero el olor de sus virtudes y su profundo amor por el papado hicieron que su memoria permaneciera inmortal. A pesar de haber sido combatida por los enemigos de la Santa Iglesia —en vida y después de la muerte— la condesa de Toscana es digna de nuestra admiración por haber sacrificado toda su existencia en una lucha incansable en pro de la causa de Dios.
A lo largo de los siglos, los pontífices exhumaron su cuerpo en tres ocasiones y lo encontraron incorrupto, quizá una manifestación de la gloria y la alegría que su alma goza eternamente en el Cielo. Finalmente, la llevaron a la basílica de San Pedro, siendo una de las pocas mujeres enterradas donde sólo descansan los Papas. Sobre su lecho de piedra, en el corazón de la Santa Sede, Matilde espera el día del Juicio final y, sin duda, no deja de interceder a favor de las batallas que hoy libra la santa e inmaculada Iglesia. ◊
Notas
1 Los datos históricos citados a lo largo de este artículo están basados en la obra: GOBRY, Ivan. Mathilde de Toscane. Condé-sur-Noireau: Clovis, 2002.
2 Ídem, p. 28.
3 Ídem, pp. 31-32.
4 Ídem, p. 32.
5 Ídem, p. 104.
6 Ídem, p. 226.
Buenas noches. Uno de los propósitos de este año 2024 fue leer más asiduamente la Revista Heraldos. Tengo el objetivo de leer por lo menos un artículo antes de dormir, y cuando no puedo debido al cansancio, disfruto yendo a descansar con pensamientos tan bellos y edificantes; a veces leo hasta cuatro artículos de un solo tirón, ¡son demasiado emocionantes!, como es el caso de este artículo sobre la Condesa Matilde de Toscana. Me sorprendió mucho, pues nunca imaginé que la Historia de la Iglesia tuviera en sus páginas más gloriosas a una mujer tan intrépida y valiente como Santa Juana de Arco. Espero en un futuro no muy lejano más artículos de la autora a quien recuerdo con muchas saudades.