Evangelio de la Fiesta de la Transfiguración del Señor
En aquel tiempo, Jesús 28b tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. 29 Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
30 De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, 31 que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que Él iba a consumar en Jerusalén. 32 Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él.
33 Mientras éstos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía. 34 Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. 35 Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
36 Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto (Lc 9, 28b-36).
I – La gloria del Señor se manifestó
Si recorremos las páginas de los santos Evangelios veremos que no consta otra transfiguración de Jesús además de la del Tabor. Es verdad que una vez resucitado se apareció a los Apóstoles en el Cenáculo (cf. Mc 16, 14-18; Lc 24, 36-49; Jn 20, 19-29), a Santa María Magdalena (cf. Mc 16, 9; Jn 20, 1-18) y a las Santas Mujeres (cf. Mt 8, 9-10), pero nada indica que manifestara entonces la refulgencia descrita en esta grandiosa escena que ahora contemplamos. Allí reveló un diminuto brillo de su gloria, a pesar de ocultar la plenitud del resplandor que le es propio. ¿Qué interpretación le podemos dar a este hecho tan sublime? ¿Qué relación puede tener con nosotros dos mil años después? Este pasaje se presta a múltiples profundizaciones, con útiles aplicaciones para nuestra vida espiritual.
A primera vista, no parece que tenga un vínculo notable con la vocación del cristiano, tan oportunamente recordada por el Concilio Vaticano II: «Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe 1, 1)».1 La perfección no es exclusividad de los clérigos ni de los religiosos, debe brillar también en los laicos, de modo que el espíritu católico impregne la realidad temporal. Y para ser santos no es necesario hacer milagros, ni poseer dones extraordinarios o transfigurarse, como lo hizo Jesús. En el Antiguo Testamento, Dios ya llamaba a la santidad a Israel: «El Señor habló así a Moisés: “Di a la comunidad de los hijos de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”» (Lev 19, 1-2). Por consiguiente, no es fácil determinar una estrecha relación entre la vocación genérica de los hijos de Dios a la santidad y la Transfiguración del Señor, que es un fenómeno milagroso. Analicemos mejor el asunto.
Tres testigos escogidos
En aquel tiempo, Jesús 28b tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar.
¿En qué momento tuvo lugar la Transfiguración? Seis días, según San Marcos, y unos ocho, según San Lucas, después del acto tan sobresaliente en el cual San Pedro declara que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios vivo (cf. Mt 16, 13-17; Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-21), a lo que el divino Maestro le responde: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Más tarde, no obstante, les anunciaría los sufrimientos que le aguardaban en Jerusalén, aunque el significado de sus palabras no lo entendieran sus seguidores.
Hacía bastante tiempo que los Apóstoles acompañaban al Señor, pero, infelizmente, tenían una doble visión con respecto a Él. Una era la humana, ya que al haber asumido nuestra naturaleza sufría las contingencias a las cuales está sujeta: tenía hambre y sed; se cansaba, como se puede ver, por ejemplo, en el diálogo con la samaritana junto al pozo de Jacob, cuando le pide agua (cf. Jn 4, 1-26), mientras los discípulos habían ido a buscar comida; o entonces cuando se echa a dormir en la barca (cf. Mt 8, 23-24; Mc 4, 37-38; Lc 8, 22-23). Junto a estas apariencias comunes existían unos hechos que revelaban algo superior en Él, como pasar una noche entera en oración sin que disminuyese su actividad al día siguiente por ello (cf. Lc 6, 12-13); curar enfermos y expulsar demonios con toda facilidad, por medio de un simple mandato, o incluso enseñar una doctrina nueva y ajena a cualquier escuela de entonces, sin tener estudios. Ambos aspectos daban una idea de Jesús difícil de captar a simple vista… Las facetas humanas y divinas se alternaban en Él y todos, Apóstoles y discípulos, veían que allí estaba el Salvador. Sin embargo, a causa de la equivocada concepción mesiánica que tenían, verlo crucificado sería un desmentido de todo lo que esperaban, una auténtica sacudida en sus convicciones, que les llevaría a perder psicológicamente el norte. Sus anhelos más ardorosos se verían confrontados con el doloroso desenlace de la Pasión y, ante la muerte de Cristo, se plantearían la pregunta crucial: ¿Era o no era el Mesías prometido?
Jesús, como celoso pastor de su pequeño rebaño, se esforzaba en prepararlos para tales acontecimientos casi inminentes. Sabía cuánto necesitaban de un refuerzo, de un estímulo, para mantenerse firmes en la fe. Si bien que no convenía que les fuera dado a todos por igual, como afirma Santo Tomás de Villanueva cuando explica el motivo de que sólo tres apóstoles asistieran a la prodigiosa escena de la Transfiguración: «Para que el testimonio de lo visto sea mejor y más concluyente para los demás, ha tenido que ser presenciado por pocos, para que la evidencia del hecho y la gran cantidad de testigos no hagan perder el mérito de la fe».2 Los tres debían sustentar más tarde a los otros en el momento de la prueba, disminuyendo la sensación de inseguridad que tenían frente a la aparente derrota del Mesías. Así pues, todos continuarían creyendo en la divinidad de Jesús apoyados en las palabras de los que habían presenciado la Transfiguración.
Estos elegidos habrían de presenciar muchas de las humillaciones de Nuestro Señor Jesucristo durante la Pasión y su agonía en el Huerto de los Olivos. De acuerdo con su habitual modo de actuación, la Providencia pide más sacrificios a los que son más favorecidos por la gracia, a los que son más amados. Y si alguno tiene el privilegio de contemplar maravillas sobrenaturales, muy posiblemente será escogido para ser puesto a prueba y demostrar en el amor a la cruz la autenticidad de su amor a Dios. Cuando el alma está sometida a tribulaciones y la carga parece excesivamente pesada, debe recordar que la cruz es el signo de los predestinados y si el momento es el de la prueba llegará la hora de la consolación. Dios lo hace todo con equilibrio y protege a las almas en la medida de sus necesidades.
Debió ser enorme la impresión que el hecho causó en el espíritu de esos tres testigos, hasta el punto de figurar en los tres Evangelios sinópticos, aparte de que San Pedro registra en su segunda epístola la referencia a la voz del Padre: «Y esta misma voz, transmitida desde el Cielo, es la que nosotros oímos estando con Él en la montaña sagrada» (2 Pe 1, 18). San Juan también consignó en su Evangelio la visión esplendorosa de la gloria del Hijo de Dios, al referirse a este episodio, probablemente, con estas palabras: «Y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).
La gloria se manifestó en la luz refulgente
29 Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
Cristo quiso desvelar su gloria «mientras oraba». Una lección para nosotros, que tan a menudo le damos poca importancia a la oración para darle primacía a las ocupaciones concretas del día a día. La oración hace que nuestra alma sea celestial y, por eso, es menester que nunca dejemos de rezar.
¿Cómo entender la refulgencia de Jesús manifestada en esa ocasión? Él quiso mostrar un destello de lo que asistiremos en el Cielo. En efecto, a Pedro, Juan y Santiago les era imposible contemplar la divinidad del Señor con el sentido de la vista, al ser una realidad más allá de nuestra humana naturaleza en esta tierra. Sólo nos será dado verla en el Cielo con la mirada del alma. Pero en el momento de la Transfiguración lograron ver lo que el ojo humano capta, es decir, el fulgor exterior del sagrado cuerpo del Señor. La gloria de su cuerpo era únicamente un reflejo de la gloria de su alma, muchísimo más esplendorosa.
El auge de la Antigua Ley se inclina ante el Evangelio
30 De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, 31 que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que Él iba a consumar en Jerusalén.
Moisés era el punto máximo de la historia auténticamente grandiosa del pueblo hebreo, marcada por figuras sin par como Abrahán, Isaac, Jacob, José y muchos otros. La vida de ese hombre providencial está salpicada de acontecimientos estupendos. Quizá no haya habido en el Antiguo Testamento nadie como él, no sólo por el porte de su vocación, sino también por su intimidad con Dios, hasta el punto de que el autor sagrado afirma: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Éx 33, 11). A su vez, Elías, con una existencia también caracterizada por la acción divina y por la grandeza, era considerado el auge del profetismo y objeto de especial veneración por los israelitas piadosos, porque su misión no había concluido. A pesar de que fue arrebatado en un carro de fuego de forma misteriosa, Malaquías profetizó su regreso para desempeñar aún una misión especial ante el pueblo elegido (cf. Mal 3, 23-24). Ese conjunto de circunstancias hacía que su memoria estuviera muy viva entre todos casi como si Elías, incluso entonces, estuviese entre ellos.
El hecho de que ambos aparecieran en el monte Tabor, ciertamente en una actitud de sumisión a Jesús, cuyos pormenores no nos cuenta la sencilla narración evangélica, confirmaba a los tres testigos de una forma aún más clara lo que la propia Transfiguración decía por sí misma: Jesucristo era en realidad el Mesías prometido, el Hijo de Dios.
Una enorme gracia poco comprendida
32 Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. 33 Mientras estos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía.
La reacción de Pedro da testimonio de cuán difícil era poder expresar en palabras todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Lo que había dicho tenía su razón de ser, porque reflejaba el deseo de perpetuar esa situación de felicidad paradisíaca.
Estaban extasiados con maravillas nunca vistas, pero al mismo tiempo tenían miedo (cf. Mc 9, 5-6), ya que conservaban cierto apego a muchos principios que no correspondían a lo que se estaba desarrollando ante ellos. Todo el anhelo de un Mesías temporal que resolvería los problemas de Israel quedaba reducido a una bagatela ante esa escena tan magnífica. Cuando vieron a Jesús resplandeciente, no debieron haber entendido bien el alcance de la Transfiguración, porque aún no estaban preparados para asimilar todo lo que Él quería enseñarles. La verdadera noción del Salvador aún no se había constituido en su espíritu y ese episodio entraba en choque con los conceptos distorsionados que predominaban en sus mentes. Esta contradicción no les impedía que tuvieran la experiencia de lo que es un cuerpo después de unirse nuevamente a su propia alma. «La fe», dice San Pablo, «es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Heb 11, 1). En ese momento estaban viendo anticipadamente una realidad anunciada por la fe, o sea, el esplendor de lo que será un cuerpo glorioso. Todas estas cosas iban acompañadas de gracias, pues ¿de qué serviría que el Señor se transfigurase sin proporcionarles un auxilio sobrenatural especialmente sensible? La mera razón no sería capaz de sustentarlos y serían necesarias esas gracias con las que Dios nos educa y conduce hacia la santidad.
Hijos adoptivos, Dios nos ama como a su Hijo único
34 Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. 35 Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Para que se fijase en la sensibilidad de los Apóstoles aún más lo importante que era esa visión, tuvo lugar el fenómeno narrado en estos versículos. Prestemos atención en la palabra «Hijo». Jesucristo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, el único Hijo engendrado por el Padre. Pero nosotros también estamos incluidos en esa filiación, porque somos hijos adoptivos de Dios por el Bautismo y, por lo tanto, somos hermanos de Jesús, formamos parte de la familia divina. La gloria que ahí se estaba revelando era una anticipación de la misma gloria que tendremos en la eternidad, si correspondemos a esa altísima condición. Por eso debemos «escuchadlo», pues «uno solo es vuestro maestro, el Mesías» (Mt 23, 10).
En «el Elegido», el Padre puso todo lo que podía, es decir, lo infinito de bondad, de verdad y de belleza. A nosotros, que somos sus elegidos, también nos concede dones incalculables en el Bautismo y en todos los demás sacramentos. Infunde el bien existente en nosotros, por su amor. Ser amado por Dios es un privilegio extraordinario que debemos cuidar celosamente, apartándonos del pecado y, si tuviésemos la infelicidad de perder el estado de gracia, debemos tratar de recuperar enseguida la amistad de Dios, andando por el camino del arrepentimiento para acercarnos al tribunal misericordioso de la Penitencia.
Las consolaciones no duran siempre
36 Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
En este mundo, toda alegría llega a su fin. Concluida aquella gran experiencia mística, era necesario que los tres apóstoles bajaran del monte para dedicarse a la evangelización, siempre llena de obstáculos y vicisitudes. Cuando cesa la gracia sensible nos queda la gracia cooperante, que nunca falta, pero que nos exige nuestra colaboración, tantas veces deficiente. Y empiezan los problemas, porque en la vida cotidiana no tenemos la misma claridad para entender las cosas sobrenaturales como en los momentos de la actuación de la gracia operante sobre nosotros.3 Como lo subrayan los evangelistas, los Apóstoles presentaban dificultades a la hora de comprender el panorama de la Muerte y Resurrección desvelado por el Señor ante ellos en el Tabor (cf. Mt 17, 21-22; Lc 9, 44-45; Mc 9, 31-32); tendían a interpretar lo que habían presenciado con criterios humanos —en el relato de otro evangelista discutían entre sí «qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10)— y pensaban, poco después, quién de ellos sería el más grande (Lc 9, 46); ya se habían olvidado de las consolaciones de la Transfiguración. Y cuando se toparon con la pavorosa tribulación de la Pasión de Cristo, vacilaron y huyeron.
De este hecho también podemos sacar una lección para nuestra vida espiritual. Para no perder de vista los horizontes sobrenaturales y no llegar a caer en tentación, hemos de vivir en función de la visión que las gracias místicas nos ofrecen. Son mucho más frecuentes en la vida espiritual de los fieles de lo que pensamos y un valioso auxilio para perseverar en las ocasiones de prueba.
II – Un reflejo del Absoluto
La Transfiguración nos da la idea del reflejo del Absoluto preparado para los que vayan al Cielo. Detengámonos un momento a reflexionar este último destino, nuestra resurrección en estado de gloria, si por la misericordia de Dios nos salvamos.
Para que entendamos mejor en qué consiste, consideremos primero la situación del Hombre Dios. Aunque se presente con un cuerpo padeciente, éste debería ser glorioso,4 por varias razones: en virtud de la unión hipostática, es decir, de la unión de la naturaleza divina con la humana en la Persona del Verbo; por estar su alma en la visión beatífica desde la concepción; y, finalmente, por los méritos conquistados por su muerte en la cruz.
Nosotros no tenemos, obviamente, una unión hipostática con una Persona divina, pero salvadas las debidas proporciones, somos llamados a ver a Dios cara a cara en el Cielo, además de ser beneficiados por los méritos de nuestro divino Redentor, transferidos a nosotros por su infinita clemencia. Así pues, como Jesús, tenemos los títulos que nos garantizan la adquisición del cuerpo glorioso después de la resurrección de los muertos. Por eso, la Transfiguración nos da una noción de cómo seremos en la eternidad y estimula en nosotros la esperanza, porque, como afirma el Apóstol, seremos en la vida futura semejantes a Cristo y con Él triunfaremos: «si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (Rom 8, 17).
Por consiguiente, por el testimonio de los tres apóstoles acerca de este milagro, nos ha sido indicado cómo será la felicidad del Cielo, hecho que llevó a San Pedro a querer hacer tres tiendas en el Tabor para no salir nunca más de allí. Sentía tal alegría interior que su deseo era el de no bajar del monte, olvidarse de las luchas y trabajos que aún le esperaban abajo, tal cual nos ocurre cuando somos asumidos por una gran consolación sobrenatural…, nos gustaría que no terminase jamás.
La herencia celestial
Ahora bien, como sabemos, el Cielo es la herencia de los hijos de Dios. Para que comprendamos más a fondo esta verdad, hagamos un contraste. Si consideramos cómo es el infierno, constatamos la total ausencia de amor: allí nadie ama al prójimo, se vive en un delirio de odio de unos contra otros, ya sea en relación con los bienaventurados del Cielo, ya sea en relación con los que participan de la misma desgracia. El odio es perpetuo, a todo y a todos. Por el contrario, en el Cielo se vive eternamente en el amor. Y si ese amor causa felicidad, ésa será la esencia del Cielo, resultante de la visión beatífica, porque es una necesidad de la inteligencia el adherir a la verdad y de la voluntad el amar el bien a su alcance. Dicha aspiración de las potencias del alma será saciada en su plenitud en la posesión de la visión del propio Dios.
Esta figura puede ayudarnos a alcanzar mejor esa realidad: cuando nos presentan una fruta extraordinariamente bella y sabrosa, como el mango cuando está en el punto exacto de maduración, exhalando su atrayente aroma, nuestra inteligencia percibe su autenticidad y hace que las ganas de comérnoslo crezcan. Si, al probarlo, el sabor corresponde a lo esperado, la voluntad y la inteligencia estarán atendidas y nos sentiremos satisfechos.
Podíamos contestar esa demostración con la existencia del mal, pues parecería que el hombre lo ama, por ejemplo, cuando peca. En efecto, al practicar el mal el ser humano se ilude y piensa engañosamente que encontrará el bien en el pecado, porque no es capaz de amar el mal por el mal y de abrazar el error por el error.5 Son las falsas apariencias sugeridas por los sentidos las que obnubilan la inteligencia y debilitan la voluntad.6 En el robo —por hablar de algún pecado—, el ladrón quiere obtener un bien para sí, la propiedad ajena, sin la molestia y el esfuerzo de trabajar con honestidad. Sabe que es una violación de la Ley de Dios, un perjuicio grave para la víctima y para el orden, pero opta con egoísmo por sus propias ventajas. Para vencer la resistencia de su conciencia forjará sofismas que justifiquen el acto ilícito y le den un cierto aire de bien, sin el cual no conseguiría cometerlo. Por el mismo motivo la herejía procura revestirse de las ropas de la verdad para tener libre curso: si ostentase el error sin velos, nadie la aceptaría.
En el Cielo, donde no hay fraude, se encuentran el Bien y la Verdad en esencia y, por tanto, al hombre le es imposible dejar de amar. Del mismo modo, a partir del momento en que el alma ve a Dios en la visión beatífica, la inteligencia y la voluntad adhieren de inmediato a Él, de manera absoluta e irrevocable.
Como será la felicidad en el Cielo
Todos hemos sido creados para Dios y nuestras almas lo anhelan. Por el hecho de poseerlo en el Cielo viene esa plenitud de gozo. ¿Por qué plenitud? Porque la intensidad y la duración de la alegría dependen de la calidad del objeto poseído. Si es pequeña, se desgasta con el tiempo y nos cansamos de él, como suele ocurrir más tarde o más temprano con relación a los bienes materiales y a todo lo que es de este mundo. El placer humano es caduco. ¿Quién escucharía ininterrumpidamente la misma música, por muy bonita que fuese, o contemplaría durante años sin moverse un mismo paisaje? No hay nada en esta vida que no acabe hastiando. Pero Dios no, porque en el Cielo será visto en su todo, pero no totalmente. Y como es la suprema Verdad y Belleza, siempre presentará a nuestros ojos nuevos aspectos por toda la eternidad, sin aburrirnos nunca.
«Entonces», comenta San Roberto Belarmino, «la sabiduría no consistirá más en una investigación de la divinidad en el espejo de las cosas creadas, sino la propia visión descubierta de la esencia de Dios, causa de todas las causas, y de la primera y Suma Verdad».7 El deseo natural de conocer y de saber se sacia con esa visión, porque nuestro entendimiento será elevado por la luz de Dios —el lumen gloriæ—, para ser capaz de comprenderlo de la forma más perfecta posible a nuestra condición. Y si en esta vida la noción de ciertas verdades nos trae alegría, ¿cuál no será la felicidad originada por la dilatación de la inteligencia humana por un préstamo de la inteligencia divina?
Con todo, el gozo celestial no sería completo si estuviese restringido tan sólo a atender los anhelos de la inteligencia. También la voluntad alcanza en él la plenitud de su satisfacción. El corazón tiene necesidad de amar y de ser amado, y nada produce tanta felicidad como realizar este ideal, aunque sea de modo pasajero. Cuando una persona a quien apreciamos mucho, sobre todo si es superior a nosotros en algún aspecto, nos dice «te quiero mucho», nuestro corazón se ensancha por sentirnos amados. Cuán inmenso será nuestro júbilo cuando Dios nos diga: «Hijo mío, te quiero mucho. Tanto, que te he creado y mi amor ha sido el que infundió en tu alma todo el bien que en ella existe. Ven, hijo mío. Aquí estoy para ser tu gozo eternamente». San Alfonso dice que las almas «en el Cielo están seguras de que aman y son amadas de Dios; ven que el Señor las tiene abrazadas con grande amor y que este amor no se romperá ya por toda la eternidad».8 Ésa es la felicidad en el Cielo.
Felicidad que sacia sin saciar, pues no produce hastío. Así como la verdad, también la bondad de Dios es infinita, y le proporciona al hombre conocer siempre algo nuevo y digno de ser amado. Los santos crearon una imagen muy expresiva al comparar el deleite eterno a una sed que, satisfaciéndose, nunca se sacia: sed de sed. «Los bienes del Cielo sacian y contentan siempre el corazón. […] Y, a pesar de saciar plenamente, siempre parecen nuevos, cual si fuese la primera vez que se los paladea; siempre se los disfruta y siempre se los desea; siempre se los desea y siempre se los alcanza».9
III – Jesús se transfiguró para cada uno de nosotros
Todas esas consideraciones sobre la alegría del Cielo nos hacen comprender mejor el significado del Tabor. Cuando Jesús se transfigura ante los apóstoles, también lo hace delante de cada uno de nosotros, porque la liturgia permite beneficiarnos hoy de la efusión de gracias que hubo en aquel acontecimiento, hace dos mil años. Participamos de la misma admiración de San Pedro, de San Juan y de Santiago. Y a distancia entendemos —quizá todavía mejor que los apóstoles en ese momento— el mensaje que el divino Maestro quiere transmitir para nuestro bien.
Cuando el cristiano sigue con fidelidad los pasos de Jesús, tiene en su vida espiritual momentos de Tabor, en los que ve con particular claridad el resplandor del Señor. Es la hora de la Transfiguración. Podrá ser en una celebración litúrgica, al recibir la Eucaristía, durante una confesión, cuando hace una oración marcadamente fervorosa o incluso en una circunstancia inesperada de su día a día. El que elije la ocasión para favorecer al alma con gracias místicas es el Espíritu Santo. El recuerdo de esas inefables consolaciones debe ser guardada en la memoria con cuidado, como el que pega en un álbum las fotos de los mejores episodios de su vida, para revivir más tarde la felicidad de aquellos instantes únicos.
También, en sentido contrario, el buen cristiano tiene a lo largo de la caminata terrena sus viernes santos. Es entonces cuando más se asemeja al Salvador. Serán simples dificultades, podrá ser una persona enferma, problemas familiares, reveses financieros, dramas, desilusiones, decepciones o tragedias que nunca faltan… Parece, pues, que hemos sido abandonados por Dios, que no escucha nuestras plegarias, nuestro grito de angustia, y somos tentados contra la fe, vacilamos, dudamos. Da la impresión de que Jesús está distante. Pero no es así. Está más cerca de nosotros, por mucho que no sintamos su presencia a nuestro lado. Por lo tanto, debemos hacer un pequeño esfuerzo, que no cansa ni da trabajo, de rememorar nuestros momentos de transfiguración en los que percibimos su auxilio con más intensidad, su amor de Padre y su solicitud de Pastor en relación con nosotros. Ese sencillo recuerdo nos fortalecerá en la fe, podrá reavivar las consolaciones con las que hemos sido favorecidos en el pasado y nos ayudará a atravesar los períodos de aridez o las pruebas y tribulaciones de la existencia. La esperanza del premio eterno es un valioso aliento para soportar con resignación cristiana la cruz de todos los días, de la misma forma que los tres apóstoles tuvieron más ánimo durante la Pasión por haber sido testigos de la Transfiguración, y San Juan pudo estar al pie de la cruz, en el Calvario, junto con María Santísima y las Santas Mujeres. Sepamos darle valor a esos destellos de Tabor, porque son la clave de nuestra vida espiritual, el fundamento de nuestra perseverancia. ◊
Notas
1 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 32.
2 SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA. Concio 94. Dominica secunda Quadragesimaæ, n.1. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2011, v. II, p. 735.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 111, a. 2.
4 Ídem, III, q. 14, a. 1.
5 Cf. Ídem, I-II, q. 77, a. 2.
6 Cf. Ídem, q. 75, a. 2, ad 1; q. 77, a. 1.
7 SAN ROBERTO BELARMINO. Elevação da mente a Deus pelos degraus das coisas criadas. São Paulo: Paulinas, 1955, p. 247.
8 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Sermones abreviados para todas las dominicas del año. P. II, S. II, serm. 54. In: Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1954, t. II, pp. 918-919.
9 Ídem, p. 919.