Señor, Dios de los ejércitos, que nos dijiste en tu Evangelio: «No he venido a sembrar paz, sino espada», ármame para la lucha. Deseo ardientemente combatir por tu gloria, pero te lo suplico: fortalece mi valentía… Entonces con el santo rey David podré exclamar: «Sólo tú eres mi escudo; eres tú, Señor, quien adiestras mis manos en la guerra…».
¡Oh mi Amado! Entiendo bien a qué combate me destinas; no es en los campos de batalla donde lucharé…
Soy prisionera de tu amor, he remachado libremente la cadena que me une a ti y me separa para siempre del mundo que has maldecido… Mi espada no es otra sino el amor, con el cual expulsaré del reino al extranjero y te haré proclamar Rey en las almas que se niegan a someterse a tu divino poder.
Sin duda, Señor, un instrumento tan frágil como yo no te es necesario, pero Juana, tu virginal y valerosa esposa, dijo: «Hemos de luchar para que Dios dé la victoria».
Oh Jesús mío, combatiré por tu amor hasta el atardecer de mi vida. Y ya que no quisiste disfrutar el descanso en esta tierra, quiero seguir tu ejemplo y espero que se cumpla en mí esta promesa que salió de tus divinos labios: «Si alguien me sigue, dondequiera que yo esté, él también estará allí, y mi Padre lo honrará».
Oración compuesta por Santa Teresa del Niño Jesús,
inspirada en una imagen de Santa Juana de Arco.