En los últimos meses de la existencia terrena de Dña. Lucilia, estaban visiblemente presentes en ella aquellos dones con los que la Providencia había adornado pródigamente su infancia, y que ella generosamente había hecho florecer y fructificar a lo largo de su vida. Era fácil observar, en su bella alma, cómo la práctica de las virtudes se fue transformando en una especie de segunda naturaleza, es decir, en un hábito casi instintivo, y cómo sobresalía en ella su docilidad al menor soplo del Espíritu Santo.
Su vida se distinguió por la bienquerencia, la bondad, el afecto; en resumen, por el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.