Al enunciar las bienaventuranzas, el divino Maestro abre una perspectiva religiosa inédita para la humanidad, en la cual la adhesión a Dios ocurre no ya por el impacto de los grandes milagros, sino por una verdadera conversión del corazón.

 

Evangelio del VI Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 17 bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 20 Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. 21 Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. 22 Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. 24 Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! 25 ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! 26 ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas» (Lc 6, 17.20-26).

I – Una historia impregnada de intervenciones milagrosas

Para que entendamos mejor las palabras de Nuestro Señor Jesucristo recogidas en el Evangelio de este sexto domingo del Tiempo Ordinario, hemos de situar en el tiempo el episodio descrito por San Lucas, haciendo referencia a la historia del pueblo elegido.

Favorecidos por Dios con abundantes fenómenos místicos y milagros, los israelitas habían conocido acontecimientos grandiosos en el transcurso de los siglos. Basta con remontarnos al período de la esclavitud en Egipto, por ejemplo, y considerar la interesantísima trayectoria de Moisés, salvado de las aguas gracias a cierta sagacidad y mucha protección divina. En el cumplimiento de la misión de sacar a sus compatriotas del cautiverio y llevarlos a la tierra de Canaán, fue asistido de manera especial por la Providencia, obrando una serie de maravillas: los portentos realizados en las discusiones con el faraón, las diez plagas que asolaron el país egipcio, la travesía del mar Rojo a pie enjuto y el ahogamiento del ejército perseguidor, la conducción de los hijos de Israel por el desierto a lo largo de cuarenta años, sustentados con el maná, etc.

Pasando por alto otros muchos hechos memorables, podríamos aún mencionar las extraordinarias hazañas de Josué, a cuya voz el sol se detuvo en medio del firmamento «y tardó un día entero en ponerse» (Jos 10, 13); las proezas de Elías, que «cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces» (Eclo 48, 3); o las glorias de Eliseo, el cual «durante su vida realizó prodigios, y después de muerto fueron admirables sus obras» (Eclo 48, 15).

La Providencia quería la conversión de los corazones

No obstante, si avanzamos hasta «la plenitud del tiempo» (Gál 4, 4), encontraremos a un profeta sui generis, enviado para allanar los caminos del Señor. Su nutrición, compuesta de saltamontes y miel silvestre, sin duda despertaba extrañeza; usaba una ropa de piel de camello, con un cinturón de cuero ajustado a los riñones, y predicaba a orillas del Jordán. Delgadísimo, pero lleno de vitalidad, dotado de una voz sonora, exhortaba a la penitencia y se decía indigno de desatar la correa de las sandalias de aquel que lo sucedería.

Aunque Juan el Bautista no presentara ninguna de las antiguas magnificencias a las que estaban acostumbrados los judíos, «acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén» (Mc 1, 5), a fin de confesar sus pecados y recibir «un bautismo de conversión» (Lc 3, 3). Era un período de preparación, en el que la Providencia quería un arrepentimiento sincero de los corazones, sin necesidad de milagros estruendosos.

Bien diferente fue el modo de manifestarse el Señor a la opinión pública. Además de sentarse a la mesa en los banquetes y servirse a voluntad, vestía una túnica de excelente categoría, confeccionada por la mejor costurera de la historia, su santísima Madre. Cuando hacía cualquier gesto con los brazos, ciertamente la vestimenta formaría dobleces de elegancia sin par que denotaban la calidad superior del tejido, trabajado, punto por punto, por las manos sublimes de María.

En cuando a los milagros, Jesús los realizaba con tal prodigalidad que no había quien, tocándole con fe su manto o siendo acariciado por su sombra, no saliera beneficiado. Sanaba a enfermos, expulsaba demonios e incluso perdonaba pecados, llenando de consuelo y alegría a los que lo buscaban. La fabulosa pesca en el lago de Genesaret (cf. Lc 5, 1-11), la curación del paralítico que bajaron por el techo (cf. Lc 5, 17-25) o el restablecimiento del hombre de la mano atrofiada (cf. Lc 6, 6-10) fueron algunos de los impresionantes hechos que, ya al principio de su ministerio en Galilea, dejaron a las multitudes entusiasmadas y asombradas (cf. Lc 5, 26), y a los fariseos llenos de furor (cf. Lc 6, 11).

En esa coyuntura se insiere el sermón de las bienaventuranzas, contemplado en la liturgia de hoy. Después de ser testigos de tantos portentos, el pueblo necesitaba dar un paso más: conocer los principios sobre los cuales el Señor fundaría su Reino en la tierra y asimilar una perspectiva religiosa inédita.

II – Las bienaventuranzas y las maldiciones

Al registrar las actividades del divino Maestro en la evangelización del territorio galileo, al comienzo de su vida pública, San Lucas destaca que «solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración» (5, 16). Más adelante, relata una de esas ocasiones, cuando el Salvador pasó la noche entera rezando en lo alto de un monte y, al amanecer, llamó a sus discípulos y escogió de entre ellos a los doce Apóstoles (cf. Lc 6, 12-16).

Si bien San Mateo sitúa los hechos en orden inverso, muchos autores consideran cronológicamente cierta la secuencia propuesta por San Lucas, según el cual el sermón de las bienaventuranzas ocurrió al día siguiente de la elección del Colegio Apostólico, cuando Jesús bajaba del monte.

La muchedumbre lo esperaba a mitad de camino

En aquel tiempo, 17 bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 20a Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:…

Procedentes de distintas regiones, aquellas personas seguramente se habían enterado de que Jesús había subido al monte la noche anterior. Deseosas de oírlo y ser curadas de sus enfermedades (cf. Lc 6, 18), decidieron esperarlo reunidas en un lugar estratégico, por el cual sabían que Él pasaría de regreso.

Sin duda, cuando lo vieron acercarse, aún a distancia, lo aclamaron y corrieron hacia Él, como sugiere el versículo 19, omitido en la liturgia de hoy: «Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19).

Podemos imaginar el momento en el cual, en medio al contento general, Nuestro Señor se trasladó a un punto más elevado del terreno y se sentó (cf. Mt 5, 1) de cara a la multitud, mientras los Apóstoles se acomodaban detrás o a su alrededor, formando un semicírculo.

En ese poético escenario, llama la atención un pormenor de insuperable belleza anotado por el evangelista: la mirada que el Salvador dirige a sus elegidos, al comenzar la predicación.

Representación de dos bienaventuranzas – Catedral de Saint-Front, Périgueux (Francia)

El Cielo pertenece a los desapegados

20b «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios».

No debemos interpretar esta afirmación del Señor en el sentido de pobreza material, como si el Cielo fuera franqueado tan sólo a los que en la tierra estuvieron sujetos a condiciones económicas miserables. Si fuera así, bastaría vivir en la indigencia para salvarse, y la práctica de la virtud no tendrían ningún valor para la eternidad.

Jesús se refiere a los pobres de espíritu, es decir, a los que están libres de apegos y ambiciones, compenetrados de su contingencia en relación con el Señor que los creó y redimió. De este modo, ya posean una casa, un automóvil, una bicicleta o incluso cuando se esfuerzan trabajando para conseguir dinero, lo consideran todo propiedad de Dios, usando los bienes materiales con entera disposición de deshacerse de ellos si esa es la voluntad de la Providencia.

El hambre sobrenatural

21a «Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados».

Sería demasiada estrechez de horizontes juzgar que en este versículo Jesús alaba a quienes padecen hambre corporal, sea involuntaria, por falta de alimentos o medios para obtenerlos, sea por deliberación propia, imponiéndose un ayuno penitencial. Por muy meritoria que pueda ser la abstención de comer con vistas a la mortificación, mucho más profunda es la realidad hacia la cual el Redentor apunta al declarar esta bienaventuranza.

Nuestro Señor alude al hambre de doctrina, de virtud, de convivencia eterna con Dios, experimentado por quien, al progresar en la vida sobrenatural, siente una necesidad cada vez más grande de conocerlo y unirse a Él. En suma, se trata del hambre de justicia, o sea, de santidad, que consigna el evangelista San Mateo (cf. Mt 5, 6). Al contrario del proceso físico de la alimentación, por el cual el apetito se satisface cuando comemos, nuestro organismo espiritual se vuelve más ávido de bienes celestiales a medida que los recibimos.

Solamente en el Cielo tal apetencia se calmará, en la visión de Dios cara a cara; con todo, ya en este mundo son bienaventurados los que se alimentan de la Eucaristía, Sagrado Banquete que une al alma al Creador y le da energía para luchar por Él.

Felices los que lloran las ofensas hechas a Dios

21b «Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis».

Sensible a los sufrimientos humanos, Jesús se compadecerá de la viuda de Naím y, antes de obrar la resurrección de su hijo, le dirá: «¡No llores!» (Lc 7, 13). De manera similar actuará ante el llanto de María por la muerte de su hermano Lázaro, pues «se conmovió en su espíritu» (Jn 11, 33).

Sin embargo, al anunciar la bienaventuranza de los que lloran, el Señor no trata de consolar únicamente a los hombres por sus dolores, de alma o de cuerpo, causados por las contingencias de nuestra naturaleza. Es verdad que, si son bien aceptadas, tales adversidades se transformarán en alegría en la eternidad, e incluso en esta vida proporcionan paz de corazón; no obstante, las palabras del divino Maestro tienen un alcance más profundo.

Hace mención del llanto de los justos, no siempre manifestado con lágrimas exteriores, los cuales, afligidos con la situación de ofensa a Dios en que se encuentra la humanidad, claman día y noche por una intervención suya en el mundo.

Deseoso de animar a esos espíritus generosos, el Salvador les promete la risa como recompensa. En efecto, el que así se preocupa con la gloria divina disfruta de la inquebrantable alegría interior y gozará de especial gozo cuando Dios manifieste su justicia en la tierra, haciendo cesar el actual estado de desorden y pecado.

La persecución, premio de los buenos

22 «Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas».

Evidentemente, esta bienaventuranza no es aplicable a cualquier persona odiada por los hombres —como sucede, por ejemplo, con un bandido o asesino—, sino a aquellos que se convierten en blanco de execración «por causa del Hijo del hombre».

La Historia nos muestra cómo el odio de los malos incide sobre los justos con ímpetu de destrucción, por ser una representación del propio Dios. Al no poder soportarlos, forjan medios de eliminarlos, como les ocurrió a los profetas, que «pasaron por la prueba de las burlas y los azotes, de las cadenas y la cárcel; los apedrearon, los aserraron, murieron a espada» (Heb 11, 36-37).

Nuestro Señor quiso prevenir a los suyos del odio que se levantaría contra la Santa Iglesia, sociedad visible de la cual les cabría dar un testimonio corajoso, fuerte y lleno de gallardía. Quien sustenta el nombre y la gloria de la Esposa Mística de Cristo no debe sorprenderse de ser el blanco de desprecios, insultos o imprecaciones; al contrario, esa es la hora de la alegría, en que se realizan las palabras del Redentor y se revelan sus verdaderos discípulos.

El Sermón de la montaña – Iglesia de San Patricio, Coleraine (Irlanda)

Cuando esas circunstancias pasan, el justo se lamenta: «¡Qué pena que haya durado tan poco! Tengo nostalgia del tiempo en que yo era maldecido, perseguido, odiado». Y así reacciona no por la recompensa que recibirá en el Cielo, sino por el deseo de ser el blanco de los mismos odios que el Redentor, sin contemporizar para nada con los malos.

San Mateo registra ocho bienaventuranzas; San Lucas, tan sólo cuatro, pero, mostrándose muy positivo en esa materia, agrega cuatro impresionantes maldiciones.

El vicio más nocivo para la salvación eterna

24 «Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!».

¿Cómo se ha de entender esa reprobación del divino Maestro hacia los ricos, si la propia Iglesia presenta a muchos de ellos como ejemplo de santidad, elevándolos a la gloria de los altares? En el transcurso de la Historia, ¡cuántos reyes y nobles no han alcanzado un alto grado de perfección en medio a la opulencia, administrando sus bienes con entero desprendimiento!

La riqueza condenada por Jesús en este versículo es la del corazón, por la cual el hombre saca a Dios del centro de sus pensamientos y se pone a sí mismo, creyéndose un coloso. Dominado por el egoísmo, encuentra su «consuelo» en todo lo que satisface su amor propio, por más banal y pasajero que sea, y va perdiendo poco a poco el aprecio a las sublimidades del Cielo.

No hay nada más nocivo para la salvación como ese vicio, según alertará el Señor en otra ocasión: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de los Cielos» (Mt 19, 24).

Destino eterno de los que abrazan el pecado

25 «¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!».

Cuando el hombre intenta llenar con el pecado el anhelo de lo infinito que solamente Dios puede satisfacer por completo, siempre querrá más, hasta hacerse su esclavo (cf. Jn 8, 34). Esa es la «saciedad» exigida por las pasiones desordenadas, que llevan al alma a volcarse hacia las criaturas y darle la espalda al Creador.

El que muere en tales condiciones no es apto para entrar en el Cielo. Por eso, Jesús es incisivo en esas dos maldiciones, aludiendo claramente al infierno, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42).

De hecho, los condenados padecen la más terrible de las hambres, que jamás será saciada: la privación de Dios, llamada pena de daño. Quieren estar con Él, pero se sienten eternamente rechazados y, por esa razón, anhelan destruirlo o aniquilarse a sí mismos. Como no logran ni una cosa ni la otra, están siempre en una extrema desesperación.

26 «¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

En este versículo, el divino Maestro alerta contra el riesgo de acomodarse a los gustos del mundo, del cual no se puede ser buen amigo sin constituirse enemigo de Dios (cf. Sant 4, 4). Resalta, pues, una importante verdad: nuestra existencia en la tierra es hecha de lucha y de contradicción y si somos auténticos discípulos de Nuestro Señor Jesucristo, andaremos, como Él, el camino de la cruz.

Consideradas en su conjunto, las bienaventuranzas y las maldiciones nos colocan ante la perspectiva perfecta de contemplar con sabiduría la realidad y enfrentar las dificultades de la vida, hasta el momento en que comparezcamos delante del Señor para ser juzgados: por un lado, estarán los esplendores del Cielo, la bondad y el poder de Dios; del otro, el infierno, el sufrimiento y nuestra propia miseria.

III – Vivamos en función del Cielo

El profeta Jeremías, en la primera lectura de este domingo, nos ofrece una expresiva imagen de la infelicidad de los que ponen su esperanza en los bienes pasajeros y no en los eternos: «Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita» (17, 5-6).

Detalle de «El Juicio final», por Fra Angélico – Museo Isabella Stewart Gardner, Boston (Estados Unidos)

He aquí la gran prueba de todos los bautizados: apegarse a lo que es meramente humano y terreno, olvidándose de su condición de hijos de Dios, o vivir en función de las realidades eternas, a ellas dedicando lo mejor de sus energías.

En el Sermón de la montaña, Jesús nos enseña que la Providencia nos consuela y nos hace bienaventurados ya en esta tierra cuando mantenemos nuestros ojos fijos en el Cielo, en medio de las batallas y los dolores, sabiendo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rom 8, 18). Pero si, por el contrario, buscamos nuestra propia satisfacción en las locuras del demonio, del mundo y de la carne nos volveremos dignos de los «¡ay!» pronunciados por el Señor.

Cabe hacer aquí un examen de conciencia y preguntarnos: ¿seré yo un bienaventurado o un maldito? Lo cierto es que, si nos entregamos en las manos de Nuestra Señora y en Ella ponemos toda nuestra confianza, a través de Ella recibiremos gracias para abandonar cualquier vicio, por peor que sea. Y si nos acercamos con frecuencia a los sacramentos, principalmente los de la Eucaristía y la Confesión, sobre nosotros rondará la promesa de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6, 54).

Pidamos que Ellos nos transformen, infundiendo en nuestro corazón el deseo de las cosas del Cielo. 

 

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